XVIII

Eran las dos. La noche era serena y tibia, y en el cielo oscuro comenzaban a palidecer temblando las estrellas. Solita envolviose bien en su pañuelo, y sin asomos de miedo, porque la apurada situación suya no lo permitía, bajó hacia la plazuela de Navalón. Poco tiempo empleó en llegar a una calle cercana, donde los informes que recibiera del sereno la obligaron a retroceder.

—¡Dios mío! — decía para sí —, ¡haz que encuentre pronto ese batallón Sagrado!

Por el Postigo de San Martín subió en busca de la calle de Tudescos y la Luna, andando aprisa, sin reparar en los pocos transeúntes que a tal hora hallaba en su camino, hasta que sintió un rumor lejano, un murmullo de gente y pasos, que en el silencio de la noche resonaban de un modo singular en las angostas calles.

Entonces sintió miedo y se detuvo a escuchar. Por la calle de la Luna pasaba una cosa que no podían precisar bien los agitados sentimientos de Sola; un animal muy grande, con muchas patas, pero sin voz, porque no se oía más que la trepidación del suelo. Acercose más y vio pasar de largo por la bocacalle multitud de figuras negras; sobre aquella oscura masa brillaban agudas puntas en cantidad enorme.

—¡Ah! — dijo Sola para sí reconociendo lo injustificado de su miedo —. Es un ejército... ¿Si será el batallón Sagrado?

Apresuró el paso; pero no había dado seis, cuando se oyó un tiro, después dos, tres... Solita se quedó fría, yerta, sin movimiento. Aumentado el estrépito por su imaginación, parecíale que Madrid había volado.

—¡Tiros!... ¡Una batalla!

Varios individuos corrieron a su lado por la calle de Tudescos abajo, gritando:

—¡Los guardias, los guardias!... ¡Qué degüellan!

Soledad corrió también por instinto. Los tiros se repitieron, y sobre el tumulto descollaban tremendas voces que decían:

—¡Viva el Rey absoluto!

Y allá más lejos otras que no se entendían bien. Por callejones que no conocía, siguiendo a las personas del vecindario que alarmadas salían de las casas, Soledad llegó a una calle, que reconoció por la de San Bernardo.

—¡Ah! — murmuró —. Aquí me han dicho que está el batallón Sagrado, hacia la cuesta de Santo Domingo. Vamos allá.

Para concluir pronto, acortando en lo posible las angustias de la expedición, corrió en la dirección indicada; pero al fin la mucha gente que se agolpaba en aquel sitio, obligola a detenerse. La muchedumbre retrocedió de repente, y viéronse varios soldados de a caballo, que sable en mano gritaban:

—¡Atrás, a despejar!

Para no ser arrollada, Solita huyó entre multitud de personas que se atropellaban, gritando:

—¡Jarana! ¡Que vienen los guardias!... ¡Que van a disparar el cañón!

— Dígame usted, buen amigo — preguntó la muchacha a un hombre que a su lado iba —, ¿dónde está el batallón Sagrado?

—¿El batallón Sagrado? Pues cuenta que está en la Plaza Mayor.

— Me habían dicho que en la Cuesta de Santo Domingo.

— Quia, no señora. ¿Qué entiende usted de eso?

— Tiene usted razón, buen amigo, yo no entiendo nada. ¿Conque dice usted que en la Plaza Mayor?

— Mismamente... ¡Los guardias vienen!

—¿Por dónde cree usted que debo ir? — preguntó Sola, advirtiendo que la gente corría en todas direcciones y que se oían los tiros más cerca.

— Por ninguna... — repuso el hombre metiéndose en su casa y cerrando sin dilación.

Soledad no se desanimó, y por la calle de la Justa trató de emprender su camino; pero al poco tiempo vio que la de Tudescos estaba intransitable. Pasaban por ella varias columnas de guardias, que al verse sorprendidos en la calle de la Luna, buscaban la de Jacometrezo y Postigo de San Martín para dirigirse al centro de la villa.

Aguardó a que pasaran, y luego, prefiriendo dar un rodeo a perder tiempo esperando, marchó a tomar la calle de la Montera por la del Desengaño.

— Por allí no habrá nadie — pensó —. Bajaré a la Puerta del Sol, y en un periquete estaré en la Plaza Mayor... Virgen de los Remedios, favoréceme.

En efecto, la infeliz muchacha llegó por fin a la Puerta del Sol, donde había empezado a reunirse bastante gente. Tropa y milicianos formaban delante de la casa de Correos; pero después de un instante la tropa entraba en aquel edificio y los milicianos subían por la calle de Carretas.

—¿Es cierto que el batallón Sagrado está en la Plaza Mayor? — preguntó Solita a un miliciano que marchaba a toda prisa con el fusil al hombro.

Como no recibiera contestación, hizo la misma pregunta a dos paisanos que también armados de fusil, marchaban hacia la calle Mayor.

— Venga usted, prenda, y lo veremos.

Soledad les siguió a cierta distancia, andando tan aprisa como ellos. Vio que satisfecho el primer impulso de curiosidad de los vecinos, se cerraban todas las puertas, y que apenas había mujeres en la calle. El estado de su afligido espíritu no le permitió observar que poco a poco se iba introduciendo en una atmósfera de peligro. La infeliz comprendió, sí, que iba a ocurrir algo grave; pero pensaba llegar antes que sonase la hora del conflicto, desempeñar su misión y volverse a su casa.

Ella decía:

— Todavía es de noche. Hasta que no amanezca no habrá batallas.

En las inmediaciones de la Plaza Mayor, los milicianos ocupaban toda la calle.

Había cierto desorden en sus filas, los jefes corrían de un lado para otro, y resonaban aquí y allá las palabras de tal cual arenga, pronunciada desde lo alto de un caballo. Murmullo atronador ensordecía la calle, todos hablaban a la vez, amenazaban, discutían, proponían; oíanse trastrocadas y revueltas las palabras libres y esclavos, leales y pérfidos, Constitución y Rey neto, libertad y despotismo.

Todo se oía, menos lo que Solita quería oír.

—¿El batallón Sagrado? — preguntó tímidamente al primer miliciano que tuvo a mano.

— El batallón Sagrado... ¡Ah!... vaya usted a saber, niña — le contestaron.

— Allí está mi primo — dijo otro.

— Lo manda San Miguel.

— Entonces debe de andar por el cielo — añadió un chusco —, pues si es sagrado y lo manda un arcángel...

Soledad, con el corazón oprimido, se dirigió a otro grupo; pero no había abierto la boca, cuando oyó gritar:

—¡Paso, paso!

Y estuvo a punto de quedarse sorda por el estrépito que producían los cañones, que arrastrados a escape por poderosas mulas, venían la calle adelante, rechinando, saltando, rebotando sobre cada piedra. Soledad empezó a comprender que Dios la abandonaba en aquel trance, que la ocasión y el lugar no eran a propósito para buscar a un hombre perdido en la inmensidad del batallón Sagrado, y en la hora crítica de la revolución. Esta idea la afligió tanto, que quiso hacer un esfuerzo, sobreponerse con animoso espíritu a las circunstancias y seguir hasta donde pudiera con desprecio de la vida. Érale indispensable buscar y encontrar en aquella misma mañana a la única persona de quien podía esperar auxilio de todas clases en su desesperada situación. Recordó a su padre moribundo, sin recursos; la pobre casa desamparada, que muy pronto sería invadida por feroces polizontes; y cerrando los ojos a todos los peligros, al formidable aparato de tropas, desoyendo el rugir de la Milicia, el estrépito de las preparadas armas, dio algunos pasos hacia el arco de Boteros.

— Entraré — pensó —, y yo misma veré si está o no ese batallón Sagrado.

Se sintió cogida por un brazo y rechazada hacia atrás, mientras una bronca voz le decía:

— Atrás... ¡que en todas partes se han de meter estas condenadas!

—¿El batallón Sagrado? — murmuró Soledad.

Pero otro brazo de hierro la arrojó hacia la acera de enfrente. Se volvió contra la pared y así estuvo breve rato. Cuando miró de nuevo hacia las entradas de la Plaza, Su rostro estaba inundado de lágrimas. Era espectáculo digno de que un psicólogo lo observara, ver cómo, haciendo alarde de energía varonil, se limpiaba aquella infeliz sus lágrimas, cómo sofocaba sus suspiros, diciendo:

— Puede que sea fácil entrar por la calle de Atocha... ¡Dios mío! ¿Cómo vuelvo a mi casa sin haberle visto?

Corrió hacia la plazuela de San Miguel y después hacia la Puerta del Sol. Por ninguna parte había salida; por todas partes, tropa y milicianos, que mandaban a los vecinos retirarse. Solita al fin se declaró vencida.

— Dios no quiere — dijo —. Es imposible. Volveré a mi casa... Dios no nos abandonará.

Una idea lisonjera iluminó de súbito su entendimiento, infundiéndole repentina alegría. En sus labios vaciló una sonrisa.

— Con esta jarana tan tremenda — pensó —, la policía no se cuidará de ir a mi casa.

Todos tendrán mucho que hacer.

Pensando esto dobló la esquina para bajar por la plazuela de Herradores.

—¿Pero y si van? — pensó después —. Si le llevan a la cárcel, como está... Se morirá por el camino... No, no irán, es imposible que se acuerden de tal cosa; lo peor es que no tenemos nada. ¡Qué disparate haber dado al Sr. Naranjo todo el dinero!...

¿Quién nos amparará si no encuentro hoy al batallón Sagrado?... Y le he de encontrar... Veremos más tarde... Esto acabará pronto... ¡Pero si le sucede algo, si le matan!...

El terror que esta idea le producía la desconcertó un momento; pero llenándose de fe, su alma privilegiada se tranquilizaba. Dios, sin embargo, no quiso que en aquella aciaga mañana fueran dichosas las horas de la infeliz joven, y no la dejó andar veinte pasos en paz. Por la calle de las Fuentes, por la de las Hileras subían columnas de milicianos granaderos, terribles, amenazadores; iban a cubrir el flanco de la Plaza. El paso por aquella parte estaba cortado.

Soledad viendo la alarma del vecindario, quedó yerta de espanto. Gritaban en los balcones las mujeres, lloraban algunas, votaban los hombres. Cerrábanse puertas, se desocupaba a toda prisa la calle; hasta los perros huían azorados y despavoridos.

Por un instante no supo la pobre qué resolución tomar; vaciló entre seguir bajando o correr de nuevo hacia arriba. El aspecto imponente de las tropas que subían la ofuscó de tal modo, que tomó el peor partido, corriendo hacia la calle Mayor; pero dos mujeres que iban hacia la calle de Santiago, indicáronle aquella dirección como la mejor. Las siguió sin vacilar, creyendo encontrar por allá fácil acceso hacia su casa; pero no había llegado a la calle de Milaneses cuando sintió el horrible estrépito de miles de disparos, gritos, vivas y mueras; un bramido colosal, mezcla de humanas voces y de la tremenda palabra de los cañones. El valor le faltó de súbito entonces y tuvo que apoyarse en la pared para no caer.

En la calle de Santiago había espacio suficiente para ponerse a salvo de las balas, y era considerable la multitud de curiosos. Muchos de estos emprendieron la retirada hacia la parroquia para apartarse lo más posible del lugar de la refriega; pero unas mujeres que subían de la plaza de Oriente, gritaron:

—¿A dónde van ustedes? Los guardias de Palacio han subido a San Nicolás y vienen todos hacia acá.

Al oír esto, muchos se metían precipitadamente en las casas, otros se agolpaban en las calles del Espejo y de Mesón de Paños. La de Santiago quedó vacía.

¿En dónde está Solita? El narrador lo ignora, y llamado por el duelo en que se empeñan rencorosamente Despotismo y Libertad, no trata por ahora de averiguarlo.

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