XXI

Tiempo es ya de encontrar al batallón Sagrado. Se había formado en los primeros días del mes, con oficiales de reemplazo y paisanos entusiastas que no pertenecían a la Milicia, y su jefe era San Miguel. En la madrugada del 7 estaba en la plazuela de Santo Domingo, y una avanzada suya fue la que rompió el fuego contra los guardias en la calle de la Luna. Cuando se formalizó el conflicto, al mismo tiempo que acudía Ballesteros a la Plaza Mayor, presentose en la plazuela de Santo Domingo el general Álava, y a poco rato llegaron dos compañías del regimiento de infantería de Fernando VII, un escuadrón de Almansa y una pieza de artillería. Pero durante los imponentes ataques de Boteros y la Amargura, nada ocurrió allí digno de mención. Cuando el batallón Sagrado y las demás fuerzas mandadas por Álava entraron en acción resuelta, fue al iniciarse la retirada de los facciosos por la calle del Arenal hacia Palacio. Los leales les hicieron fuego por todas las calles que afluían a la plaza de Oriente, mientras los guardias de Palacio, para proteger la retirada de los suyos, avanzaron hasta los altos de la calle del Viento, desde donde favorablemente podían hacer mucho daño al paisanaje.

Este avanzó con resolución, a pesar de recibir tiros por todas partes, siendo los más certeros y molestos los que venían de las ventanas bajas del regio alcázar. Ruines lacayos y gente cobarde, de esa que se cría en lo más bajo de los palacios, ayudaban a defender el último baluarte del despotismo. Sin embargo, cuando avanzaron los patriotas, lograron desalojar de los altos de la Plaza al destacamento de rebeldes, las ventanas bajas se cerraron como las altas, y desde entonces la procesión empezó a andar por dentro. Viéronse pañuelos blancos agitados en los grupos de rebeldes que se reconcentraban en la plaza de la Armería o en la puerta del Príncipe, y cesó el fuego.

Un parlamentario apareció gritando en nombre del Rey: Que cesen los fuegos, y que vaya a Palacio el general Morillo, pues peligra la vida de Su Majestad.

Entonces fue cuando Ballesteros dio la famosa contestación: "Diga usted al Rey que haga rendir las armas inmediatamente a los facciosos que le cercan, pues de lo contrario las bayonetas de los libres penetrarán persiguiéndoles hasta su Real cámara".

Hasta aquel instante todo se había llevado con acierto. Los milicianos habían hecho proezas; los generales se habían portado con dignidad y bizarría; el pueblo victorioso, mas no embrutecido por la matanza ni ebrio de sangre, se había detenido con respeto, quizás excesivo, ante la puerta sagrada del Palacio de sus Reyes, obedeciendo a una sola palabra de este; los soberbios guardias, insolentes como el absolutismo que defendían, sin respeto a nada ni a nadie, mordían el polvo, sojuzgados por el espíritu liberal y la conciencia pública, de quien fueron instrumento propicio las armas ciudadanas.

Todo fue bien hasta aquel instante; pero en el mismo punto la cuestión que ya podemos llamar del 7 de Julio empezó a tomar antipático sesgo. Comenzaron los tratos para la capitulación, constituyose en la Casa—Panadería una Junta de hombres débiles, que no supieron tomar resolución alguna de provecho en el momento del peligro, y que ahora querían nada menos que declarar la incapacidad moral del Rey. Palacio envió ante la Junta sus más sagaces agentes, y discutiose si debían los guardias rendir las armas, cuando tan fácil era quitárselas.

— No es decible lo que se movió aquella gente desde la Casa—Panadería a Palacio, y qué número de cortesanos y oficiales entraron en danza, trayendo y llevando recados. Por último, la diplomacia dijo su última palabra, y se estipuló que los cuatro batallones que habían invadido la capital se rendirían a discreción; pero que los otros dos la conservarían, saliendo de la corte para Vicálvaro y Leganés. En uno de aquellos dos estaban los asesinos de Landáburu.

Cuando corrió la noticia de este convenio entre los patriotas, la mayor parte se dieron por satisfechos, y el pueblo en general llenose de alegría viendo asegurada la paz, sometida la rebelión y atajada la sangre que había empezado a correr en abundancia. En las largas horas que pasaron desde que se suspendieron las hostilidades hasta que se supo el resultado de las negociaciones, toda la gente armada, pueblo y tropa, ocupó sus puestos, atenta a los movimientos de los acorralados guardias, y cada vez se estrechaba y fortificaba más el círculo en que estaban metidos. En la plaza de Oriente, el batallón Sagrado y el regimiento del Infante D. Carlos cortaban la comunicación con toda la parte de los Caños y la Encarnación. En los Consejos y en las calles del Factor y la Cruzada, los tres batallones de la Plaza Mayor con algunas piezas presentaban un baluarte infranqueable al enemigo.

La suspensión de armas no podía ser más alegre. El pueblo, no pudiendo mezclarse con la Milicia y tropa, rigurosamente formada, se acercaba a ellas lo más posible, y con las últimas filas se juntaban apretadas falanges de mujeres, ancianos y gente de todas clases que, no contentos con estar cerca, asomaban el hocico por encima de los hombros y por entre las bayonetas de los soldados. Todos pedían noticia, todos querían saber hasta los menores detalles de los desaforados combates de aquel día; preguntaban estos por el hermano o por el padre, y algunos viéndole desde lejos en apartada fila, saludábanles con pañuelos. El pueblo llamaba a los suyos, pronunciando los más cariñosos nombres, y desde las compañías respondían voces festivas con la alegría de la salud y del triunfo.

Pero también molestaba en algunas partes la muchedumbre curiosa. En el batallón Sagrado un individuo empujó hacia atrás un racimo de mujeres que parecían querer subir sobre sus hombros. En el mismo instante se sintió fuertemente asido del brazo; oyó una voz. ¡Oh sorpresa de las sorpresas!

—¿Solilla, tú aquí?... ¿pero eres tú?... — exclamó con júbilo, apartando a otras personas para que la joven estuviera cómodamente a su lado.

— Desde la madrugada te estoy buscando, hermano. ¡Gracias a Dios que al fin ha querido que te encuentre! — dijo Soledad con inmensa alegría.

Sonriendo de placer, parecía que la demacración y palidez de su rostro se disipaban por un instante como las oscuridades de un cielo que de súbito ilumina el sol. Mas era demasiado grande el desorden de su persona y la alteración de su semblante, por el cual habían pasado aquel día más lágrimas que balas por el ámbito de la calle Mayor, para que un pasajero regocijo los disipase.

— A ti te pasa algo, ¿qué tienes? — preguntó Monsalud, poniéndole la mano izquierda en el hombro, mientras con la derecha sostenía el fusil.

— Me pasan cosas terribles... — repuso ella con angustioso acento —. Por eso te estoy buscando estoy desde las dos de la madrugada... Mi padre se muere.

Salvador no contestó nada, realmente porque no sabía qué contestar.

— Se muere — añadió Sola —, y necesito de tu ayuda por muchos motivos y para muchas cosas.

—¡Pobrecilla!... Esto se acabará pronto. Romperemos filas y estaré a tus órdenes. Yo estoy aquí por complacer al duque que se empeñó en que viniera; pero esto no ha de durar mucho más.

—¿Pero no se ha concluido todavía?... ¡Qué fuego! ¡Cuántos tiros, cuántas muertes! Me acordaré mientras viva, si vivo, de lo que he visto hoy. Yo salí a buscarte, fui a la calle Mayor, y sin saber cómo me vi cercada por todos lados. No podía salir de allí, ni volver a mi casa, donde había dejado en la situación más triste a mi pobre padre... Pude al fin guarecerme en un portal con otras mujeres durante el tiempo de los muchos, de los muchísimos tiros. Después salí. Gritaban porque habían triunfado... perdí el conocimiento... Yo seguí buscándote y al fin supe que estabas aquí... pero no pude verte. Volvieron a sonar los tiros y tuve que huir... Entonces fui a mi casa, he acompañado a mi padre parte de la mañana, y después he salido otra vez en busca tuya, porque necesito de ti, como ya te he dicho, por muchas razones.

— Lo supongo. Pronto me tendrás a tu lado — dijo Salvador con lástima —. Y qué sabes de Anatolio, ¿le ha pasado algo?

— No sé nada. Desde el día 30 no hemos tenido noticias suyas.

—¡Qué desgracia!

—¿Y tú, estás herido? ¿Te ha pasado algo?

— Nada absolutamente. Esto ha sido un juego. Sin embargo, he disparado algunos tiros.

— Yo he oído más de un millón, puedes creerlo, más de un millón... ¿Pero no puedes salir de aquí todavía? ¿A tu madre no le ha pasado nada en aquella casa tan próxima al fuego?

— Esta madrugada en un momento que tuve libre la saqué de allí, llevándola a la casa que el duque del Parque tiene en el Prado Viejo.

— Yo había perdido la esperanza de encontrarte, de verte más — dijo Soledad asiendo más fuertemente el brazo de su hermano, como si temiera que se le escapara después de tantas fatigas para hallarle —. ¡Qué momentos he pasado!... Mi padre moribundo... temiendo a cada instante que le vayan a prender...

—¡A prenderle otra vez!

— Sí, el Sr. Naranjo ha huido. ¡Qué desastre! uno tras otro... Ya te contaré con más calma.

— No temas nada, pobrecilla. No le prenderán; te respondo de ello.

— Tus palabras me consuelan. Parece que todo ha cambiado desde que te he visto — dijo Soledad con emoción más viva —, parece que ya no son tan grandes las calamidades de mi casa, y más fácil encontrar un remedio a todo, hasta a la enfermedad de mi padre.

— Para todo lo habrá — afirmó Monsalud con impaciencia —. Ahora falta que esto se acabe pronto.

—¡Oh! y si no se acaba, ¿no podrás dejar el fusil a un compañero, diciéndole que vuelves pronto?

Salvador se echó a reír.

— No te impacientes. Está ya convenido que los guardias rindan las armas, y de un momento a otro las han de entregar ahí junto, en la plaza de la Armería. ¿Ves cómo se mueve la Milicia que está hacia el arco? Pues es que va a presenciar el acto de la rendición.

No había concluido de decirlo cuando se oyó el estruendo de una descarga.

¡Extraordinaria alarma en el pueblo que llenaba la plaza! El batallón Sagrado se estremeció todo de un punto a otro. Disponíanse las fuerzas a un nuevo combate, cuando corrió esta voz:

— Los guardias han hecho una descarga a la Milicia que iba a presenciar la rendición.

Y después esta otra:

— Se escapan por la escalera de piedra que baja al Campo del Moro.

Y luego no se oyó más que esto:

—¡Huyen, huyen a la desbandada!

— Se van — dijo con alegría Solita, que se había visto obligada a separarse de su amigo —. Mejor: así se acabará más pronto.

Inmediatamente oyéronse las voces de mando. Toda la gente armada se puso en movimiento para perseguir a los fugitivos. Ballesteros y Palarea bajaron por la calle de Segovia. Copons bajó por la Cuesta de San Vicente con la caballería de Almansa. Morillo con los guardias leales y el regimiento del Infante D. Carlos marchó hacia Palacio, con objeto sin duda de seguir a los fugitivos por donde mismo habían salido. Todo cambió. Nuevas tropas invadieron la plaza de Oriente, y Solita vio con desconsuelo que su hermano desaparecía en el inmenso y alborotado mar de cabezas.

Después ocurrió un acontecimiento singular. Cuando Morillo pasaba por delante de Palacio, un hombre se asomó a un balcón, y señalando los grupos de guardias que allá abajo entre la verdura del Parque corrían azorados, gritó con voz clara que se oyó claramente desde la plaza:

—¡A ellos, a ellos!

Era Tigrekan.

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