XXXIV

Considerad ahora, loque pasaba del otro lado de Sierra Morena en aquel mismo mes de julio. El día 7 había jurado José en Bayona la Constitución hecha por unos españoles vendidos al extranjero. El día 9, el mismo José traspasaba la frontera para venir a gobernarnos. El día 15 ganaba Bessieres en los campos de Rioseco una sangrienta batalla, y al tener de ella noticia Napoleón, decía lleno de gozo: «La batalla de Rioseco pone a mi hermano en el trono de España, como la de Villaviciosa puso a Felipe V». Napoleón partió para París el 21, creyendo que lo de España no ofrecía cuidado alguno. El 20, un día después de nuestra batalla, entró José en Madrid, y aunque la recepción glacial que se le hizo le causara suma aflicción, aún le parecía que el buen momio de la corona duraría bastante tiempo.

Pero hacia los días 25, 26 y 27 se esparce por la capital un rumor misterioso que conmueve de alegría a los españoles y llena de terror a los franceses: corre la voz de que los paisanos andaluces y algunas tropas de línea han derrotado a Dupont, obligándole a capitular. Este rumor crece y se extiende, pero nadie lo quiere creer; los españoles por parecerles demasiado lisonjero, y los franceses por considerarlo demasiado terrible. El absurdo se propaga y parece confirmarse; pero la corte de José se ríe y no quiere dar crédito a aquel cuento de viejas. Cuando no queda duda de que semejante imposible es un hecho real, la corte, que aún no había instalado sus bártulos, huye despavorida; las tropas de Moncey, que rechazadas de Valencia se habían replegado a la Mancha, se unen a las de Madrid, y todos juntos, soldados, generales y Rey intruso, corren precipitadamente hacia el norte, asolando el país por donde pasan. Aquel fantasma de reino napoleónico se disipaba como el humo de un cañonazo.

Y ahora os he de hablar de cómo la guerra, que parecía próxima a concluir, se trabó de nuevo con más fuerza; os he de hablar de aquel infeliz y bondadoso rey José, y de su corte, y de su hermano, y del paso de Somosierra con la famosa carga de los lanceros polacos, y del sitio de Madrid, y de otras muchas curiosísimas cosas; pero todo se ha de quedar para el libro siguiente, donde estos históricos sucesos han de tener feliz consorcio con los no menos dramáticos de mi vida, y todo lo mucho y bueno que ocurrió en el matrimonio de Inés.

Ahora guardaré prudente silencio sobre estos sucesos, pues decidido estoy a seguir al pie de la letra la reservadísima escuela del diplomático, y así os digo:

«No, no me obliguéis a hablar, no me obliguéis, abusando de la dulce amistad, a que revele estos secretos de que tal vez depende la suerte del mundo. No me seduzcáis con ruegos y cariñosas sugestiones que en vano atacan el inexpugnable alcázar de mi discreción.»

A pesar de esto, ¿insistís, importunos amigos? Nada más os digo por ahora, sino que la familia de Inés salió para Madrid hacia fin de mes, y en los días en que el ejército vencedor marchaba hacia la capital de España.

Esta circunstancia me permitió ir en la escolta que por el camino debía custodiar a tan esclarecida comitiva; así es que formé con los diez de a caballo que galopaban a la zaga de los dos coches. ¡Ay! Por la portezuela de uno de ellos solía asomarse durante las paradas una linda cabeza, cuyos ojos se recreaban en la marcial apostura del pequeño escuadrón.

—Estos valerosos muchachos, hija mía —le decía su padre—, son los que en los campos de Bailén echaron por tierra con belicosa furia al coloso de Europa. Veo que les miras mucho, lo cual me prueba tu entusiasmo por las glorias patrias.

Basta con esto, señores, y no digo más. En vano me hacen ustedes señas, excitándome a hablar; en vano fingen conocer mentirosos hechos, para que yo les cuente los verdaderos. ¿A qué conduce el anticipar la relación de lo que no es de este lugar? A los impacientes les diré que nada ocurrió hasta que llegamos al desfiladero de Despeñaperros. Lo pasábamos en una noche muy obscura, cuando de pronto, detuviéronse los coches, oímos gritos, sonó un tiro, y algunos hombres de muy mal aspecto, saltando desde los cercanos matorrales, se arrojaron al camino. Al instante corrimos sable en mano hacia ellos...; pero basta ya, y déjenme dormir, pues ni con tenazas me han de sacar una palabra más.

Fin de «bailén»

Octubre-noviembre de 1873

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