XXXIII

Este libro concluye, queridísimos lectores, a quienes adoro y reverencio; va a concluir, y los notables y jamás vistos sucesos que me acontecieron por el proyectado matrimonio de Inés y por el encuentro de aquellas dos familias en el tortuoso y difícil camino de mis amores, serán escritos, por no caber en este volumen, en otro que pondré a vuestra disposición lo más pronto posible. Tened, pues, un adarme de paciencia, y mientras aquellas distinguidas personas se preparan para ponerse en camino hacia Madrid, adonde con vuestra venia pienso acompañarlas, atended un poco más.

El mismo día 22 encontré a Santorcaz, puesto ya al frente de su partidilla, la cual, como he dicho, estaba formada de lo mejorcito del país. Les digo a ustedes que tropa más escogida que aquella no la capitanearon los famosos caballistas José María y Diego Corrientes.

—¿Va usted ya de marcha? —le pregunté.

—Sí; dispusieron que fuera alguna fuerza de paisanos a guardar el paso de Despeñaperros, y yo solicité esa comisión, que me agrada mucho. Allá voy con mi gente. ¿Quieres venir? ¿Has estado en casa de Rumblar?

—De allá vengo.

—¿Y esa familia que está ahí es la de la novia de D. Diego?

—Justamente.

—Creo que van todos para Madrid.

—Así parece.

—¿No sabes cuándo?

—Según he oído, pasado mañana. Esperan saber lo de la capitulación para llevar la noticia.

—¿Conque pasado mañana? Bien... Adiós. ¿Quieres venir en mi partida?

—Gracias; adiós.

Les vi partir, y todo el día y toda la noche estuve pensando en aquella gente.

Yo no vi el triste desfile de los ocho mil soldados de Dupont cuando entregaron sus armas ante el general Castaños, porque esto tuvo lugar en Andújar. A pesar de que la primera y segunda división habían sido las vencedoras de los franceses, la honra de presenciar la rendición fué otorgada a la tercera y a la de reserva, por una de esas injusticias tan comunes en nuestra tierra, lo mismo en estos días de vergüenza que en aquellos de gloria. Por delante de nosotros desfilaron las tropas de Vedel, en número de nueve mil trescientos hombres, y dejando sus armas en pabellón, nos entregaron muchas águilas y cuarenta cañones.

Les mirábamos y nos parecía imposible que aquellos fueran los vencedores de todo el mundo. Después de haber borrado la geografía del continente para hacer otra nueva, clavando sus banderas donde mejor les pareció, desbaratando imperios, y haciendo con tronos y reyes un juego de titiriteros, tropezaban en una piedra del camino de aquella remota Andalucía, tierra casi olvidada del mundo desde la expulsión del islamismo. Su caída hizo estremecer de gozosa esperanza a todas las naciones oprimidas. Ninguna victoria francesa resonó en Europa tanto como aquella derrota, que fue, sin disputa, el primer traspiés del Imperio. Desde entonces caminó mucho, pero siempre cojeando. España, armándose toda y rechazando la invasión con la espada y la tea, con la navaja, con las uñas y con los dientes, iba a probar, como dijo un francés, que los ejércitos sucumben, pero que las naciones son invencibles.

—¡Cuánto siento que no esté aquí el Sr. de Santorcaz! —me dijo Marijuán, al ver pasar por delante de nosotros a aquellos hermosos soldados, medio muertos de fatiga y de vergüenza—. ¿Te acuerdas de las grandes bolas que nos contaba cuando veníamos por la Mancha, y nos refería las batallas ganadas por estos contra todo el mundo?

—Lo que nos contaba Santorcaz —respondí— era pura verdad; pero esto que ahora vemos, amigo Marijuán...,verdad es también.

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