XVI

Nuestra marcha por Cañete de las Torres en dirección al río Salado era un verdadero paseo triunfal, mejor dicho, casi no parecía que marchábamos, porque la gente de los pueblos, incluso mujeres, ancianos y chicos, nos seguían a un lado y otro del camino, improvisando fiestas y bailes en todas las paradas. Cuando el ejército se detenía, se eclipsaban en apariencia todos los males de la patria, porque la tropa, recobrando el buen humor, convertía el campamento en una especie de feria. Yo no sé de dónde salían tantas guitarras; no pude comprender de qué estaban hechos aquellos cuerpos, tan incansables en el baile como en el ejercicio, ni de qué metal durísimo eran las gargantas, para ser tan constantes en el gritar y cantar.

Como durante la primera semana del mes de julio no nos faltaron víveres abundantes, así es que lo pasábamos perfectamente, y como tampoco tropezamos con los franceses, que estaban establecidos aunque muy inquietos, al otro lado del río, a todos, especialmente a los inexpertos, nos parecía la guerra una ocupación dulcísima. Sobre todo, el condesito de Rumblar no cabía en su pellejo de puro alborozado; y como con el roce de tanta y tan diversa gente se iba despabilando por extremo, llegó a adquirir con la nueva vida un desembarazo, un dominio de su propia persona que antes no tenía. Santorcaz, como dije, había logrado en poco tiempo gran ascendiente sobre D. Diego, de tal modo, que cuanto nuestro mozalbete ponía por obra, lo consultaba con aquel. Marijuán, en cambio, hacía buenas migas con un servidor de ustedes, y siempre juntos en las marchas y en los descansos, nos contábamos nuestras cosas, compadeciéndonos y consolándonos mutuamente. Nosotros dos solos, y sin partirlos con nadie, nos comimos el divino chocolate y los bollos de la Madre Transverberación.

Todo el ejército tenía gran impaciencia por venir a las manos con la canalla. Como existen en todo campamento además del supremo consejo que se celebra en la tienda del general, tantos consejillos como grupos de soldados se escalonan aquí y allá en la cantina o en campo raso, para echar una caña o tirar un par de cartas, nosotros estábamos dilucidando siempre en pequeños cónclaves la eterna cuestión de nuestro encuentro con los franceses. ¡Cuántas veces, reunidos junto a un tambor, donde había un jarro de vino, dispusimos el paso del río, el ataque del enemigo en su posición de Andújar, u otra hazaña de la misma harina!

Un día, hallándonos en Porcuna, y después que se nos unió el ejército de Reding, resolvimos, después de ardiente discusión, que los generales estaban atolondrados y sin saber qué plan adoptarían. El conde de Rumblar dijo que iba a escribir a su maestro D. Paco, para que le dijera lo que más convenía hacer; pero como todos se rieron de esta ocurrencia, nuestro generalito se amoscó y fué a que le consolara con sus adulaciones interminables el lugarteniente Santorcaz.

Por último, tras largo consejo celebrado por los generales, se dijo que iban a ser distribuidas las divisiones para tomar la ofensiva inmediatamente. Aquel día, que fue, si no recuerdo mal, el 12 o el 13 de julio, vi por primera vez al general Castaños, cuando nos pasó revista. Parecía tener cincuenta años, y por cierto que me causó sorpresa su rostro, pues yo me lo figuraba con semblante fiero y ceñudo, según a mi entender debía tenerlo todo general en jefe puesto al frente de tan valientes tropas. Muy al contrario, la cara del general Castaños no causaba espanto a nadie, aunque sí respeto, pues los chascarrillos y las ingeniosas ocurrencias que le eran propias las guardaba para las intimidades de su tienda. Montaba airosamente a caballo, y en sus modales y apostura había aquella gracia cortés y urbana que tan común ha sido en nuestros Cesares y Pompeyos. Es preciso confesar que a caballo y en las paradas hemos tenido grandes figuras. Esto no es decir que Castaños fuera simplemente un general de parada, pues en 1808, y antes de inmortalizar su nombre, tenía muy buenos antecedentes militares, aunque había hecho su carrera con rapidez grande, si no desusada en aquellos tiempos. A los doce años de edad obtuvo el mando de una compañía; a los veintiocho le hicieron teniente coronel y a los treinta y tres coronel. Si en su juventud no asistió a ninguna campaña, en 1794, y cuando tenía treinta y ocho años y la faja de mariscal de campo, estuvo en la del Rosellón a las órdenes del general Caro, y allí le hirieron gravemente en el lado izquierdo del cuello. Cuentan que la ligera inclinación de su cabeza hacia aquel lado provenía de la tal herida.

Voy a decir de qué manera nos distribuyeron. La primera división la mandaba Reding, la segunda Coupigny y la tercera Jones; la reserva estaba a las órdenes de D. Juan de la Peña, y mandaban destacamentos sueltos, compuestos poco más o menos de mil hombres, y en calidad de tropas volantes para mortificar al enemigo, D. Juan de la Cruz, el marqués de Valdecañas y D. Pedro Echevarri, que después fué uno de los más famosos polizontes de la reacción. Trescientos escopeteros, que habían salido Dios sabe de dónde, eran capitaneados por el presbítero D. Ramón de Argote. ¿No es verdad que hubiera estado mejor diciendo misa?

A caballo éramos tres mil, fuerza no muy grande si se considera que íbamos a operar en país entrellano y contra jinetes muy aguerridos pero, en cambio, nuestra artillería era de primer orden. Teníamos veinticuatro piezas, servidas por el Real Cuerpo, con lo más florido de aquella oficialidad a quien estaba reservada la mayor gloria de la guerra, desde el 2 de mayo hasta la batalla de Vitoria.

Nosotros nos extendíamos por la izquierda del Guadalquivir, ocupando los pueblos de Porcuna y Lopera; y alargando una de nuestras alas por el camino de Arjonilla, observábamos la orilla derecha, mientras la otra ala se extendía hacia Higuera de Arjona buscando a Mengíbar. El francés ocupaba a Andújar con las fuerzas que primitivamente trajo a Andalucía, y que habían vencido en el puente de Alcolea y saqueado a Córdoba. La división de Vedel, fuerte de diez mil hombres, ocupaba a Bailén, y la pequeña división de Ligier-Belair, el mismo general que vimos batirse con los vecinos de Valdepeñas en los primeros días de junio, estaba en Mengíbar guardando el paso del río por aquella parte. Andújar, Bailén, Mengíbar. Del primero al segundo punto corría la carretera general de Andalucía, desde Bailén a Mengíbar el camino que iba a Jaén, y desde Mengíbar a Andújar el río. Conserven ustedes en la memoria la disposición de este triángulo, para comprender la importancia de los movimientos de ambos ejércitos.

Cualquiera que fuese el pensamiento de nuestros generales, lo cierto es que la primera división recibió orden inmediata de ponerse en marcha, mientras Castaños, con la tercera y la reserva, se dirigía hacia el puente de Marmolejo para pasarlo y atacar a Dupont en Andújar. Ya he dicho que mandaba D. Teodoro Reding la primera división, lo que aún no ha sido escrito por la historia ni dicho por mí es que yo formaba parte de ella, porque toda la caballería voluntaria había sido incorporada, mejor dicho, fundida en los batallones del ejército, que apenas contaban con la mitad del contingente. A mi amo y a los que le seguían nos tocó formar en las filas del regimiento de Farnesio, mientras que los lanceros de Sevilla fueron casi todos incorporados al regimiento de España.

El día 13 nos separamos de nuestros compañeros y tomamos el camino, mejor dicho, las veredas y trochas que conducían a Mengíbar. No llegábamos a seis mil; pero éramos buena gente, aunque me esté mal el decirlo. El regimiento de guardias valones, los suizos, el de la Corona, el de Irlanda, el de Jaén, los granaderos provinciales, los fusileros de Carmona, la caballería de Farnesio y las seis bocas de fuego que mandaba D. Antonio de la Cruz, eran piezas respetables, orgullosas de sí mismas. Teníamos por general a un hombre impetuoso, de más arrojo que prudencia; mediano táctico, pero incansable en las marchas. Nuestro jefe de Estado Mayor, D. Francisco Javier Abadía, era un militar muy entendido, quizás de los mejores que entonces tenía el ejército español, y el coronel puesto al frente de la artillería pasaba por un oficial de mucho entendimiento en su arma. Nosotros le llamábamos el sainetero, por ser hijo de D. Ramón de la Cruz.

Adelante, pues. Al llegar a Mengíbar, encontramos la población muy alborotada, porque un destacamento francés, enviado a Jaén en busca de víveres, después de saquear horriblemente esta ciudad, había retrocedido a su Cuartel General, asolando a su paso la comarca. De Jaén se contaban atrocidades que apenas son creíbles en militares de un país europeo. Dijéronnos que mujeres y niños habían sido inhumanamente degollados, y que igual muerte padecieron dentro de sus mismos hospitales varios frailes agustinos y dominicos enfermos. La consternación de aquellos pueblos era excesiva, y al aproximarse las tropas acudían en tropel a nuestro encuentro, derramando lágrimas de ira, suplicándonos que no dejáramos vivo un francés, y pidiendo los viejos aún fuertes y los rapaces de doce años que se les dejase marchar entre las filas para ayudarnos. Según nos decían después del saqueo, en los caseríos inmediatos al tránsito, Almenara, Fuente del Rey, Grañena y otros, no habían dejado ni un grano de trigo, ni un azumbre de vino, ni un puñado de paja. Hasta las medicinas de las boticas y de los hospitales de Jaén fueron robadas, y al mismo tiempo, ni un carro ni una mula quedaron en todos aquellos contornos.

Muchas familias expoliadas habían acudido a Mengíbar. En la plaza del pueblo, dos frailes escapados a las carnicerías de Jaén predicaban el exterminio de los franceses. Al ver la indignación de aquella infeliz gente robada y vejada, al ver las mujeres que acudían frenéticas y rabiosas pidiéndonos que vengáramos a sus inocentes hijos, degollados sin piedad en la cuna, comprendí las crueldades de que por su parte empezaban a ser víctimas los franceses cuando se rezagaban.

Share on Twitter Share on Facebook