XII

Pasaron días, muchos días. Yo tan pronto deseaba volver á casa de Rumblar, como hacía intención de no poner más los pies en aquella casa, porque me repugnaban los artificios, que hacían de las tertulias una completa representación de teatro. Durante algún tiempo no ví á lord Gray ni en la Isla ni en Cádiz, y cuando pregunté por él en su casa, el criado me negó la entrada, diciéndome que su amo no quería recibir á nadie.

Ocurrió esto el día de la bomba. ¿Saben ustedes lo que quiero decir? Pues me refiero á un día memorable, porque en él cayó sobre Cádiz, y junto á la torre de Tavira, la primera bomba que arrojaron contra la plaza los franceses. Ha de saberse que aquel proyectil, como los que le siguieron en el mismo mes, tuvo la singular gracia de no reventar; así es que lo que venía á producir dolor, llanto y muertes, producía risas y burlas. Los muchachos sacaron de la bomba el plomo que contenía, y se lo repartían, llevándolo á todos lados de la ciudad. Entonces usaban las mujeres un peinado en forma de sacacorchos, cuyas ensortijadas guedejas se sostenían con plomo, y de esta moda y de las bombas francesas que proveían á las muchachas de un artículo de tocador, nació el famosísimo cantar:

Con las bombas que tiran

los fanfarrones,

hacen las gaditanas

tirabuzones.

Pues como decía, el día de la bomba, después de tocar inútilmente á la puerta del noble inglés, llevome el destino segunda vez á casa de la señora doña María, disponiéndóse las cosas de modo que cuando me encaminaba á casa de doña Flora, tropezase con el señor D. Diego, el cual me habló así:

—¿Vienes de casa de lord Gray? Dicen que está con la morriña. Nadie le ve por ninguna parte. Por fin, he conseguido de mi madre que no le reciba más en casa.

—¿Por qué?

—Porque es muy aficionado á las muchachas, y no me gusta verle hablar con mi novia. Mamá no quería; pero me planté, chico. «Ó lord Gray ó yo», dije, y no hubo más remedio.

—Según eso, le han puesto en la puerta de la calle.

—Con cortesía y disimulo. Mi mamá ha dicho que hallándóse un poco enferma, suspende por ahora las tertulias.

—¿Y no salen?

—A misa van las cuatro los domingos muy temprano. Pero puedes ir á casa cuando gustes. Mamá te aprecia y siempre está preguntando por ti. Ahora precisamente te ruego vengas conmigo para servirme de testigo.

—¿De testigo?

—Sí. Mi mamá quiere castigarme porque le han dicho que me vieron ayer en un café. Es verdad que estaba, pero yo lo he negado, y para dar más fuerza á mis argumentos he dicho: «Pregúntele usted al Sr. D. Gabriel, y como no diga que estuvimos viendo sacar agua de la noria...».

—Pues vamos allá.

Entramos, pues, y en la reja del patio el criado nos dijo que la señora doña María había salido.

—¡Viva la libertad! —exclamó D. Diego, haciendo un par de cabriolas. Gabriel, estamos solos. Hermanillas, alegrémonos y regocijémonos.

La chillona algazara que desde los aposentos vino á mis oidos indicome que las hembras estaban libres también de la ominosa esclavitud. Cuando entramos en la estancia de D. Diego, al punto se nos presentó D. Paco, aturdido, sofocado, balbuciente, con unas disciplinas en la mano, el vestido menos puesto en orden que de ordinario y ostentando algunas desgreñaduras en lo alto de su peluquín.

—Señorito D. Diego —exclamó con furia semejante á la de esos perrillos que ladran mucho sin que jamás el transeúnte se detenga á mirarlos—, la señora mandó que no saliese usted de casa. Se lo diré cuando venga.

El condesito tomó un palo que frontero á la cama y en lugar medio oculto tenía, y esgrimiéndolo de un modo alarmante para las costillas del ayo, gritó:

—¡Canalla, pedantón!... Si dices una palabra... no te dejaré un hueso en su lugar.

—Esto no se puede tolerar —dijo D. Paco, no ya enfurecido, sino lloroso—. ¡Dios eterno, y tú, Virgen Santísima del Carmen, tened compasión de mí! Este niño y sus hermanas van á quitarme los pocos días que me restan de vida. Si les permito hacer su gusto, la señora me riñe, y más quisiera ver al sol apagado que á la señora colérica. Si quiero sujetarlos, palos, rasguños, arañazos, tijeretazos y otros mil martirios inauditos... Pues sí, señor D. Dieguito: se lo diré á la señora; ya no puedo aguantar más... ¡Pues no digo nada de lo de las saliditas por las noches! Yo no puedo acallar la voz de mi conciencia, que me dice: «¡Malvado! ¡Servidor desleal! ¡Traidor!...». No; se lo diré á la señora, se lo diré al ama, y entre tanto, orden, silencio, obediencia; todo el mundo á su sitio.

Don Diego, ciego de enojo, enarboló el palo, y á compás con los movimientos de su brazo, que apuntaban impíamente á las costillas del pobre ayo, iba diciendo:

—Orden, silencio, obediencia.

Tuve que interponerme para que no acabara con el desdichado perceptor, que, aun vapuleado de aquel modo, tenía la prudencia de no gritar porque no se enterase la vecindad del escándalo, y con voz sofocada decía llorando:

—¡Que me mata este caribe! ¡Favor, Sr. D. Gabriel, favor!

Huyó D. Paco por el pasillo adelante buscando refugio, y siguiendo tras él, dimos los tres en una gran pieza, desde la cual se pasaba á otra con espaciosas rejas á la calle, donde vimos el espectáculo de la más horrenda anarquía que pueden ofrecer en el interior de una honesta casa las demasías de la libertad. Asunción, Presentación, Inés, las tres estaban allí, libres, sueltas en posesión completa de sus gracias, donaires, iniciativa y travesura. Pero antes de deciros lo que hacían aquellos pajaritos aprisionados á quienes se permitía por un momento dar vueltas holgadamente por la jaula, voy á indicaros cómo era esta.

Varias cestas de labores y algunos bastidores de bordados indicaban que allí tenía la señora condesa el taller de educación y trabajo de sus niñas. Una pequeña, pero anchísima silla, de fondo hundido por el peso constante de corpulenta humanidad, denotaba el lugar de la presidencia. También había una mesilla con libros, al parecer devotos, y en las paredes no cabían ya más estampas y láminas bordadas, entre las cuales el mayor número era una variada serie de perritos con el rabo tieso y los ojos de cuentas negras.

Un pequeño altar ostentaba mil figuras de bulto y realce, alternando con estampas que sin duda habían pertenecido á libros, y en la delantera algunos pares de candelabros de plata antigua sostenían velas de picada y filigranada cera, adornadas con papelitos, festones y otros primores de tijera. Pomposos ramos de flores de trapo, que á cien mil leguas declaraban haber sido hechos por manos de monjas, completaban el ajuar del altarejo, juntamente con algunos pequeñísimos objetos de plomo, representando sagrados adminículos, tales como cálices y custodias, lámparas y misales. Estos juguetes los hacían entonces los veloneros para los niños buenos y que no lloraban.

Vi asimismo objetos de un orden enteramente distinto, es decir, trajes hermosísimos de mujer, arrojados en desorden por el suelo, y también escofietas, moños, lazos, abanicos, quirotecas, zapatillas de raso y luengos encajes de aquellos riquísimos y hereditarios, que eran, como los diamantes, orgullo y riqueza de las familias. Los bordados, las cestas de costura, rellenas de fastidiosas telas blancas de indiana y cotonía, pertenecían á Presentación; los libros, el altar con todo lo que en él había de místico é infantil, eran de Asunción; y los lujosos trajes y adornos eran de Inés, que los había bajado para que los viesen sus primas.

Estaban las tres vestidas según á lo que entonces el vulgo, no menos galicista que ahora, llamaba un savillé. Con semejante traje, que era, por exigirlo la moda, la menos cantidad posible de traje y lo absolutamente necesario para que las lindas personas no anduvieran desnudas, ni la madre más tolerante y descuidada habría permitido que se presentaran delante de un hombre, aunque fuese pariente cercano. Estaban las tres, como digo, graciosísimas y sin comparación más guapas que en las tertulias. La libertad, permitiéndoles una alegre y bulliciosa agitación, había impreso en sus mejillas frescos y risueños colores, y las lenguas charlatanas de las dos hermanitas llenaban con dulce y picotera música el ámbito de la estancia. La voz de Inés apenas se oía.

Os diré lo que hacían, y esto es reservado, reservadísimo, pues si doña María supiese que ojos humanos habían visto á sus niñas en tales arreos y que orejas de varón habían oido cantar seguidillas á una de ellas, reventara de pesadumbre ó se sepultaría para siempre, antes avergonzada que muerta, en el sarcófago de sus mayores. Pero seamos indiscretos y contemos lo que vimos, ocultos en la estancia inmediata y sin ser vistos por ellas. Inés, en quien primeramente se fijaron mis ojos desde la puerta, estaba en la reja, como en acecho, mirando ora á la calle, ora adentro, sin duda para dar la voz de alarma en cuanto el pomposo perfil y los pomposos y temidos espejuelos de doña María volviesen la esquina de la calle Ancha. Le oí decir claramente:

—No seáis locas..., que va á venir.

Presentación, la más pequeña de las dos hermanas, estaba en medio á medio de la pieza. ¿Creerán ustedes que rezando, cosiendo ú ocupada en algún otro grave menester? Nada de eso; pues no estaba sino bailando, sí, señores, bailando. ¡Y qué zorongo, qué zapateado tan hechicero! Quedeme absorto al ver cómo aquella criatura había aprendido á mover caderas, piernas y brazos con tanta sal y arte tan divino cual las más graciosas majas de Triana. Agitada por la danza, chasqueando los dedos para imitar el ruido de las castañuelas, su vocecita sonora y dulce decía con lánguida y soñolienta música:

Toma, niña, esta naranja

que he cogido de mi huerto;

no la partas con cuchillo,

que está mi corazón dentro.

Asunción, que era la mayor, de una hermosura menos picante y graciosa que su hermana, pero más acabada, más interesante, más seria, digámoslo así, en una palabra, mucho más hermosa, se había puesto algunas de las joyas y preseas de Inés. Cogió una gran rosa de papel de las que adornaban el altar, y púsosela orgullosamente en el moño; tomó después tres varas de aquellos encajes finísimos de Brujas, de tan sutil urdimbre, que parecen hechos por moscas ó arañas, pálidos ya y amarilleados por el tiempo, y agitándolos en las manos, los echó hacia arriba, dejándolos caer sobre su cabeza y hombros, con tanta, con tantísima gracia, señores, cual si toda su vida hubiese estado midiendo en las tardes de primavera las baldosas de la calle Ancha, plaza de San Antonio y alameda del Carmen.

Yo estaba asombrado contemplando tales transformaciones, y me sorprendía la extraordinaria belleza de la muchacha, cuando la ví realzada con los atractivos que el arte presta tan hábilmente á la hermosura. ¡Y qué bien sabía ella aplicarlos á su persona! ¡Qué singular talento el suyo para poner cada objeto en el sitio donde debía estar, y donde las leyes más rigurosas de la estética querían y mandaban que estuviese!

Después de rodear su cabeza con las blondas, colgóse de las orejitas los más hermosos pendientes que creo han salido de manos de artífice platero. Luego estuvo mirándóse un rato en el vidrio que cubría cierta estampa del Purgatorio, toda llena de ánimas, diablos, llamas, culebrones, sapos, cocodrilos, ruedas, sartenes, peroles, etc., y contempló allí su imagen confusa, por no haber en la estancia espejo ni vidrio azogado que hiciese sus veces. Después volvió la cabeza para verse la caída de faldas por detrás; tomó un abanico; dió el meneo á las varillas, que chillaron desarrollando un vasto paisaje poblado de amorcitos, y echándose aire con él, comenzó á pasear por la habitación, riéndóse de sí misma y de la risa que á las otras dos causaba. Viendo tal profanación, escándalo y desacato, penetró el insigne D. Paco en la pieza, y exclamó:

—¿Qué alboroto es este? Asuncioncita, Presentacioncita: todo se lo diré á mamá cuando venga, todo, todito.

Presentación cesó de cantar, y tomando al preceptor por un brazo, le dijo:

—Señor D. Paquito mío, si no le dices nada á mamá, te doy un beso.

Y en el acto se lo dió en sus secas y arrugadas mejillas.

—A mí no se me seduce con besitos, niñas —repuso el viejo, vacilando entre el rigor y la tolerancia—. Cada una á su puesto, á leer, á coser. Asuncioncita de todos los demonios, ¿qué descaro es ese?

—Calle usted, so bruto —dijo Asunción con muchísima sal.

—Si es un animal —añadió Presentación, dándole un sopapo con su suave manecita.

—Más respeto á mis canas, niñas —manifestó afligido el anciano—. Si no fuera porque las he visto nacer, porque las he criado á mis pechos, porque las he cantado el rorro...

Presentación, haciendo gestos de delicada urbanidad, remedando á una persona que durante el paseo encuentra en la calle á un conocido, paróse ante D. Paco, hizo una graciosa reverencia, y le dijo:

—¡Oh!, señor D. Protocolo. ¿Usted por aquí? ¿Cómo está la señora doña Circunspecta? ¿Va usted al baile del barón de Simiringande? ¿Qué dice hoy la Gaceta de Pliquisburgo?...

—Eh... Eh... —exclamó D. Paco, queriendo contener la risa que le embobaba—. Miren la mocosa cómo habla, haciéndóse la señora mayor. Buena pieza tenemos en casa. ¡Qué escándalo, qué profanidad! ¿De dónde habrá sacado esta niña tales picardías?

Y luego, insistiendo ella en llevar adelante el chistoso papel que estaba desempeñando, llegóse á Inés, que también se moría de risa, y le dijo:

—¡Hola, madama! ¿Cómo la porta bu?... ¿Ha visto bu á la condesa? ¡Qué magnífico ha estado el concierto y la ópera de Mitrídates! ¡Oh!, madama..., andiamo á tocare il forte piano... Aquí viene il maestro siñor D. Paquitini... Tan, taralá, tan, tin, tan.

Y se puso á bailar un minueto.

—Vaya —exclamó D. Paco, echándoselas de benévolo, pero afectando mucha seriedad—, les perdono lo que ha pasado si se acaba este jaleo y va cada una á su puesto. La señora va á venir.

Inés continuaba en la reja atisbando afuera, y también á ratos decía:

—¡Que va á llegar!

Presentación volvió á cantar, y luego dijo:

—Paquito de mi alma, si bailas conmigo, te doy otro beso.

Y le tomó por los brazos, haciéndole dar rápidas vueltas.

—¡Que me atonta, que me mata esta condenada! —exclamaba el maestro, describiendo curvas, sin poderse defender ni soltar.

—¡Ay, Paquito de mi alma y de mi vida, cuánto te quiero! —decía Presentación.

El preceptor, abandonado de los ágiles brazos de su pareja, cayó al suelo, pidiendo al cielo justicia; la muchacha le enredó una flor entre las blancas guedejas de su peluca de ala de pichón, y dijo así:

—Toma, amor mío, esta flor en memoria de lo que te quiero.

Quiso levantarse, y empujado por Asunción, cayó al suelo. Quiso tirar de él Presentación, y quedóse con un pedazo de la solapa en la mano. Levantóse al fin, y persiguiéndole las dos con risas y festejo, trató una de ellas de darle un latigazo con una varita de sacudir telas; mas lo hizo con tan mala suerte que, dando un cachiporrazo al altar, toda la máquina de santos, velas y juguetes se vino al suelo con estrépito. Entretanto D. Paco estaba en tierra, de rodillas, con los brazos en cruz y la mirada fija en el techo, y con voz compungida y entrecortada, mientras gruesos lagrimones lustraban sus mejillas, decía:

—¡Señor omnipotente y misericordioso: que estas agonías sean en descargo de mis pecados! Mucho padeciste en la cruz; pero ¿y esto, Señor, esto no es cruz, estos no son clavos, estas no son espinas, estos no son bofetones y hiel y vinagre? Castigo es este del gran pecado que cometí ocultando á mi señora las travesuras de estas niñas y las mil picardías que han aprendido sin que nadie se las enseñe; pero por la lanzada que te dieron. Señor, juro que seré leal y fiel con mi querida ama, y que no he de ocultarle ni tanto así de lo que pasa.

Don Diego y yo, que habíamos permanecido observando aquel espectáculo sin ser vistos, quisimos entrar, pero vimos que Inés se apartó vivamente de la reja, y en el mismo instante pasó por la calle una figura, una sombra, en quien reconocimos á lord Gray. Apenas habíamos tenido tiempo de reconocerle, cuando un objeto, entrando por la reja, vino á caer en medio de la sala. Al punto se abalanzó hacia el pequeño bulto D. Paco, y observándolo y recogiéndolo, dijo:

—Una cartita, ¿eh? La ha arrojado un hombre.

Inés, que se acercó de nuevo á la reja, exclamó con terror:

—¡Doña María, doña María viene ya!

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