XXIII

Dos horas después, lord Gray estaba en el salón de su casa, vestido como de costumbre, después de haber borrado con abundantes abluciones la huella de sus barrabasadas picarescas.

Vestido, al fin, con la elegancia y el lujo que le eran comunes, mandó que pusiesen la cena, y en tanto que venían dos personas á quienes dirigió verbal invitación por conducto de sus criados, paseábase muy agitado en la larga estancia. A ratos me dirigía algunas palabras, preguntas incongruentes y sin sentido; á ratos se sentaba junto á mí, como intentando hablarme, pero sin decir nada.

Como el oro improvisa maravillas en la casa del rico, la mesa (sólo había en ella cuatro cubiertos) ofrecía esplendidez portentosa. Centenares de luces brillaban en dorados candelabros, reflejándóse en mil chispas de varios colores sobre los vasos tallados y los vistosos jarros llenos de flores y frutas. El mismo desorden que allí había, como en todo lo perteneciente á lord Gray, hacía más deslumbradora la extraña perspectiva del preparado festín.

Al fin, mostrando impaciencia, dijo el inglés:

—Ya no pueden tardar.

—¿Los amigos?

—Son amigas. Dos muchachas.

—¿Las que dan que hacer á la señora Alacrana?

—Araceli —dijo con inquietud—, ¿usted oyó el coloquio que conmigo tuvo aquella mujer?... Es una indiscreción. Los buenos amigos cierran los oidos al susurro de lo que no les importa.

—Yo estaba tan cerca y la señora Alacrana se cuidaba tan poco de la presencia de un extraño, que no pude cerrar los oidos. Milord, lo oí todo.

—Pues muy mal, muy mal —exclamó con acritud—. Todo aquel que se jacte de conocer lo que yo quiero ocultar hasta de Dios, es mi enemigo. ¿No he dicho lo mismo otra vez?

—Entonces reñiremos, lord Gray.

—Reñiremos.

—¿Por tan poca cosa? —dije, afectando buen humor, pues no me convenía chocar con él en ocasión tan inoportuna—. Yo soy el más discreto y prudente de los hombres. Usted mismo me ha puesto al corriente de sus aventuras. Vamos, amigo mío, seamos francos. ¿No me dijo usted mismo que pensaba llevársela á Malta?

Lord Gray sonrió.

—Yo no he dicho eso —manifestó, vacilando.

—Usted..., usted mismo. Y yo prometí ayudarle en la empresa á cambio de su auxilio para matar á mi aborrecido rival Currito Báez.

—Es verdad —dijo, riendo—. Bien, amigo mío. Mataremos á Currito y robaremos á la muchacha. En caso de que necesite ayuda, ¿puedo contar con usted?

—Sin duda. Sólo me falta saber para cuándo se dispone el gran golpe.

—¿Qué golpe?

—El del rapto.

Lord Gray meditó largo rato. Sin duda, vacilaba en fiarse de mí.

—Para el rapto no necesito de nadie —dijo al fin—. Necesitaré, sí, para huir de Cádiz, lo cual no es cosa fácil.

—Yo le sacaré á usted del apuro. Sepamos cuándo...

—¿Cuándo?

—Para ayudar á usted necesito pedir licencia con anticipación.

—Es verdad. Pues bien: antes me arrancarán la lengua que revelarle á usted todavía el lugar y la persona...

—Ni yo quiero saberlo; lo que me importa es la hora.

—Es cierto... Bien; repito que ni lugar ni persona sabrá usted. Diré únicamente...

Sacó un papel, que reconocí como el mismo que le entregara la Alacrana, y añadió:

—Este papel fija día y hora. Será mañana por la noche.

—Basta. Es todo lo que necesito saber. Mañana por la noche.

—Lo demás no lo diré ni á mi sombra. Temo traiciones y emboscadas y desconfío hasta de mis mejores amigos.

—Ni yo quiero ser indiscreto preguntando... No me importa. Me basta saber que mañana á la noche tengo que venir á Cádiz para ponerme á disposición de un amigo á quien estimo mucho.

Yo pensé que lord Gray escondería de mis ojos el papel que tan extraños avisos traía para él; pero, con gran sorpresa mía, me lo mostró. Era una hoja de libro, en cuyo margen había algunas rayas con lápiz.

—¿Esta es la carta? A fe que no puedo entender lo que dice, ni es fácil conocer el caracter de la escritura.

—Yo lo entiendo bien... Estas rayas se refieren á determinadas letras de los renglones impresos, y con un poco de paciencia se descifra. Pero me parece que sabe usted bastante. Silencio, pues, y no se nombre más este asunto. Me mortifica, me pone nervioso y colérico el ver que hay alguien que posee una parte de mi secreto. Ahora no pensemos más que en Currito Báez. Amigo, siento deseo irresistible, anhelo profundo de matar á un hombre.

—Yo también.

—¿Cuándo le despachamos?

—Mañana por la noche se lo diré á usted.

—¿Quiere usted que le ejercite un poco en la esgrima?

—Nada más oportuno. Vengan los floretes. Espero adquirir de aquí á mañana tanta destreza como mi maestro.

Empezamos á tirar.

—¡Oh, qué fuerte está usted, amigo! —dijo al recibir una estocada medianilla.

—No estoy mal, no.

—¡Pobre Currito Báez!

—Sí. ¡Pobre Currito! Mañana veremos.

Sonó en la escalera gran estrépito; suspendimos al punto el juego, permaneciendo con los floretes en la mano en actitud observadora, y he aquí que entran metiendo ruido, y cual brazos de mar que todo lo arrollan é inundan delante de sí, dos mozas de lo mejor que puede criar Andalucía. ¿Las conocéis? Eran María Encarnación, llamada la Churriana, y Pepilla la Poenca, á quien nombraban así por ser sobrina del señor Poenco.

—¡Endinote! —exclamó una, corriendo ligerísima hacia mi amigo—. ¿Cómo tanto tiempo sin verte? ¿No sabías que esta probe se estaba muriendo?

Miloro está encalabrinao por aquí dentro, y ya no quiere nada con la gente de la Viña.

—Amable canalla —dijo el inglés—, sentaos. Sentaos y cenemos.

Los cuatro tomamos asiento, y no pasó después nada digno de contarse, por lo cual me abstengo de quitar espacio y atención á asuntos de mayor importancia.

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