II

He recordado días tan felices, y ahora me corresponde contar lo que me pasó en uno de aquellos viajes. No se olvide que he empezado mi narración en marzo de 1808, y cuando ya había honrado el Real Sitio con diez ó doce de mis visitas. En el día á que me refiero, llegué cuando la misa había concluido, y desde el portal de la casa, un armonioso son de flauta me anunció que D. Celestino estaba tan alegre como de costumbre, señal de que nada desagradable ocurría en la modesta familia. Inés salió á recibirme, y hechos los primeros cumplidos, me dijo:

—El tío Celestino ha recibido una carta de Madrid, que le ha puesto muy alegre.

—¿De quién?—pregunté.

—No me lo ha dicho su merced, ni tampoco lo que la carta reza; pero él está contento y... dice que la carta trae muy buenas noticias para mí.

—Eso es particular—añadí confundido—. ¿Quién puede escribir desde Madrid cartas que á tí te traigan buenas noticias?

—No sé; pero pronto saldremos de dudas—repuso Inés—. El tío me dijo: «Cuando venga Gabriel y nos sentemos á la mesa, os contaré lo que dice la carta. Es cosa que interesa á los tres: á tí principalmente, porque eres la favorecida; á mí porque soy tu tío, y á él porque va á ser tu novio cuando tenga edad para ello».

No hablamos más del caso, y entré en el cuarto del buen sacerdote y humanista. Una cama, cubierta de blanquísima colcha pintada de verdes ramos, ocupaba el primer puesto en el reducido local. La mesa de pino con dos ó tres sillas que le servían de simétrica compañía, llenaba el resto, y aún quedaba espacio para una cómoda estrambótica, con chapas y remiendos de diversos palos y metales. Completaban tan modesto ajuar un crucifijo y una virgen vestida de terciopelo, y acribillada de espadas y rayos, ambas imágenes con sendos ramos de carrasca ó de olivo clavados en varios agujeritos que para el caso tenían las peanas. Los libros, que eran muchos, no cubrían, por el orden de su colocación, más que media mesa y media cómoda, dejando hueco para algunos papeles de música y otros en que borrajeaba versos latinos el buen cura. Desde la ventana se veía un huerto no mal cultivado, y á lo lejos las elevadas puntas de aquellos olmos eminentes que guarnecen, como hileras de gigantescos centinelas, todas las avenidas del Real Sitio. Tal era la habitación del padre Celestino.

Sentámonos los tres, y el tío de Inés me dijo:

—Gabrielillo: tengo que leerte una poesía latina que he compuesto en loor del serenísimo señor Príncipe de la Paz, mi paisano, amigo y aun creo que pariente. Me ha costado una semanita de trabajo; que componer versos latinos no es soplar buñuelos. Verás, te la voy á leer, pues aunque tú no eres hombre de letras, qué sé yo... tienes un pícaro gancho para comprender las cosas... Luégo pienso enviarla á Sánchez Barbero, el primero de los poetas españoles desde que hay poesía en España; y no me hablen á mí de Fray Luis de León, de Rioja, de Herrera, ni de todos esos que compusieron en romance. Fruslerías y juegos de chicos. Un verso latino de Sánchez Barbero vale más que toda esa jerga de epístolas, sonetos, silvas, églogas, canciones con que se embobaba el vulgo ignorante... Pero vuelvo á lo que decía, y es que antes que aquel fénix de los modernos ingenios la examine, quiero leértela á tí á ver que te parece.

—Pero, Sr. D. Celestino, si yo no sé ni una palabra en latín, á no ser Dominus vobiscum y bóbilis bóbilis.

—Eso no importa. Precisamente los profanos son los que mejor pueden apreciar la armonía, la rimbombancia, el ore rotundo, con que tales versos deben escribirse—dijo el clérigo con tenacidad implacable.

Inés me dirigió una mirada en que me recomendaba, con su habitual sabiduría, la abnegación y la paciencia para soportar al prójimo impertinente. Ambos prestamos atención, y D. Celestino nos leyó unos cuatrocientos versos, que sonaban en mi oído como una serie de modulaciones sin sentido. Él parecía muy satisfecho, y á cada instante interrumpía su lectura para decirnos: ¿Qué os parece este pasajillo? Inés: á esa figura llamamos litote, y á este paloteo de las palabras para imitar los ruidos del mar tempestuoso de la nación cuando lo surca la nave del Estado, diestramente guiada por el timonel que yo me sé, se llama onomatopeya, la cual figura va encajada en otra, que es la alegoría.

Así nos fué leyendo toda la composición, de la cual figúrense ustedes lo que entenderíamos. Aún conservo en mi poder la obra de nuestro amigo, que empieza así:

Te, Godoie, canam: pacis tua munera coelo

Inserere aegrediar: per te Pax alma biformem

Vincla recusantem conduxit carcere Janum.

Cuatrocientos versos por este estilo nos tragamos Inés y yo, siendo de notar que ella atendía á la lectura con tanta formalidad como si la comprendiera, y aun en los pasajes más ruidosos hacía señales de asentimiento y elogio para contentar al pobre viejo: ¡tal era su discreción!

—Puesto que os ha agradado tanto, hijos míos—dijo D. Celestino guardando su manuscrito—, otro día os leeré parte del poema. Lo dejo para otra ocasión, y así se comparte el placer entre varios días, evitando el empacho que produce la sucesión de manjares demasiado dulces y apetitosos.

—¿Y piensa usted leérsela también al Príncipe de la Paz?

—¿Pues para qué la he escrito? A Su Alteza Serenísima le encantan los versos latinos... porque es un gran latino..., y pienso darle un buen rato uno de estos días. Y á propósito, ¿qué se dice por Madrid? Aquí está la gente bastante alarmada. ¿Pasa allá lo mismo?

—Allá no saben qué pensar. Figúrese usted, la cosa no es para menos. Temen á los franceses, que están entrando en España á más y mejor. Dicen que el Rey no dio permiso para que entrara tanta gente, y parece que Napoleón se burla de la corte de España, y no hace maldito caso de lo que trató con ella.

—Es gente de pocos alcances la que tal dice—repuso D. Celestino—. Ya saben Godoy y Bonaparte lo que se hacen. Aquí todos quieren saber tanto como los que mandan; de modo que se oyen unos disparates...

—Lo de Portugal ha resultado muy distinto de lo que se creía. Un general francés se plantó allá, y cuando la Familia Real se marchó para América, dijo: «Aquí no manda nadie más que el Emperador, y yo en su nombre. Vengan cuatrocientos milloncitos de reales; vengan los bienes de los nobles que se han ido al Brasil con la Familia real».

—No juzguemos por las apariencias—dijo D. Celestino—: sabe Dios lo que habrá en eso.

—En España van á hacer lo mismo—añadí—; y como los Reyes están llenos de miedo, y el Príncipe de la Paz tan aturullado, que no sabe qué hacer...

—¿Qué estás diciendo, tontuelo? ¿Cómo tratas con tan poco respeto á ese espejo de los diplomáticos, á esa natilla de los ministros? ¿Qué no sabe lo que se hace?

—Lo dicho, dicho. Napoleón les engaña á todos. En Madrid hay muchos que se alegran de ver entrar tanta tropa francesa, porque creen que viene á poner en el trono al príncipe Fernando. ¡Buenos tontos están!

—¡Tontos, mentecatos, imbéciles!—exclamó con enfado el padre Celestino.

—Lo que fuere sonará. Si vienen con buen fin esos caballeros, ¿por qué se apoderan por sorpresa de las principales plazas y fortalezas? Primero se metieron en Pamplona, engañando á la guarnición; después se colaron en Barcelona, donde hay un castillo muy grande que llaman el de Montjuich. Después fueron á otro castillo que hay en Figueras, el cual no es menos grande, el mayor del mundo, según dice Pacorro Chinitas, y lo cogieron también, y, por último, se han metido en San Sebastián. Digan lo que quieran, esos hombres no vienen como amigos. El ejército español está trinando; sobre todo, hay que oir á los oficiales que vienen del Norte y han visto á los franceses en las plazas fuertes...; le digo á usted que echan chispas. El gobierno del rey Carlos IV está que no le llega la camisa al cuerpo, y todos conocen la barbaridad que han hecho dejando entrar á los franceses; pero ya no tiene remedio... ¿Sabe usted lo que se dice por Madrid?

—¿Qué, hijo mío? Sin duda alguna de esas vulgarísimas aberraciones propias de entendimientos romos. Ya lo he dicho: nosotros no entendemos de negocios de Estado; ¿a qué viene el comentar las combinaciones y planes de esos hombres eminentes, que se desviven por hacernos felices?

—Pues allá dicen que la Familia Real de España, viéndose cogida en la red por Bonaparte, ha determinado marcharse á América, y que no tardará en salir de Aranjuez para Cádiz. Por supuesto, los partidarios del príncipe Fernando se alegran, y creen que esto les viene de perillas para que el otro suba al trono.

—¡Necios, mentecatos!—exclamó el tío de Inés, incomodándose de nuevo—. ¡Pensar que había de consentir tal cosa el señor Príncipe de la Paz, mi paisano, amigo y aun creo que pariente!... Pero no nos incomodemos fuera de tiempo, Gabriel, y por cosas que no hemos de resolver nosotros. Vamos á comer, que ya es hora, y el cuerpo lo pide.

Inés, que se había retirado un momento antes, volvió á decirnos que la comida estaba pronta. Durante ella, fué cuando el respetable cura nos comunicó el contenido de la misteriosa carta que había llegado á la casa por la mañana.

—Hijos míos—dijo cuando los tres habíamos tomado asiento—: voy á participaros un suceso feliz; tú, Inesilla, regocíjate. La fortuna se te entra por las puertas, y ahora vas á ver cómo Dios no abandona nunca á los desvalidos y menesterosos. Ya sabes que tu buena madre, que santa gloria haya, tenía un primo llamado D. Mauro Requejo, comerciante en telas, cuya lonja, si no me engaño, cae hacia la calle de Postas, esquina á la de la Sal.

—D. Mauro Requejo...—dije yo recordando—, justamente. Doña Juana le nombró delante de mí varias veces, y ahora caigo en que ese comerciante pone en el Diario unos anuncios que me dan bastante que hacer.

—Le recuerdo—dijo Inés—. Él y su hermana eran los únicos parientes que tenía mi madre en Madrid. Por cierto que siempre se negó á favorecernos, aunque lo necesitábamos bastante: dos veces le ví en casa. ¿Creería su merced que fué á consolarnos, á socorrernos? No; fué á que mi madre le hiciera algunas piezas de ropa, y después de regatear el precio, no pagó más que la mitad de lo tratado, y decía: «De algo ha de servir el parentesco». Él y su hermana no hablaban más que de su honradez ó de lo mucho que habían adelantado en el comercio, y nos echaban en cara nuestra pobreza, prohibiéndonos que fuéramos á su casa, mientras no nos encontráramos en posición más desahogada.

—Pues digo—exclamé con enfado—que ese D. Mauro y su señora hermana son dos grandísimos pillos.

—Poco á poco—continuó el cura—. Déjenme acabar. El primo de tu madre habrá faltado; pero lo que es ahora, sin duda, Dios le ha tocado en el corazón, y se dispone á enmendar sus yerros, favoreciéndote como buen pariente y hombre caritativo. Ya sabes que es bastante rico, gracias á su laboriosidad y mucha economía. Pues bien: en la carta que he recibido esta mañana me dice que quiere recogerte y ampararte en su casa, donde estarás como una reina; donde no te faltara nada, ni aun aquello de que gustan tanto las damiselas del día, tal como joyas, trajes bonitos, perfumes primorosos, guantes y otras fruslerías. En fin, Dios se ha acordado de ti, sobrinita. ¡Ah! ¡Si vieras qué interés tan grande demuestra por tí en su carta; que alabanzas tan calurosas hace de tus méritos; si vieras cómo te pone por esas nubes, cómo lamenta tu orfandad y cómo se enternece considerando que eres de su misma sangre, y que, á pesar de esta natural preeminencia, careces de lo que á él le sobra! Te repito que trabajando mucho y ahorrando más, el señor Requejo ha llegado á ser muy rico. ¡Qué porvenir te espera, Inesilla! El párrafo más conmovedor de la carta de tus tíos—añadió sacando la epístola—es este: «¿A quién hemos de dejar lo que tenemos, sino á nuestra querida sobrinita?».

Inés, confundida ante tan inesperado cambio en los sentimientos y en la conducta de sus antes cruelísimos parientes, no sabía qué pensar. Me miró, buscando sin duda en mis ojos algo que le diera luz sobre tan inexplicable mudanza; mas yo, que algo creía comprender, me guardé muy bien de dejarlo traslucir ni con palabras ni con gestos.

—Estoy asombrada—dijo la muchacha—; y por fuerza, para que mis tíos me quieran tanto, ha de haber algún motivo que no comprendemos.

—No hay más sino que Dios les ha abierto los ojos—dijo D. Celestino, firme en su ingenuo optimismo—. ¿Por qué hemos de pensar mal de todas las cosas? D. Mauro es un hombre honrado; podrá tener sus defectillos; pero ¿qué valen esos ligeros celajes del alma cuando está iluminada por los resplandores de la caridad?

Inés, mirándome, parecía decirme:

—¿Y tú qué piensas?

Algunos meses antes de aquel suceso, yo hubiera acogido las proposiciones de D. Mauro Requejo con el imprevisor optimismo, con el necio entusiasmo que afluían de mi alma juvenil ante los acontecimientos nuevos é inesperados; pero las contrariedades me habían dado alguna experiencia: conocía ya los rudimentos de la ciencia del corazón, y el mío principiaba á reunir ese tesoro de desconfianzas, merced á las cuales medimos los pasos peligrosos de la vida. Así es que respondí sencillamente:

—Puesto que ese tu reverendo tío era antes un bribón, no sé por qué le hemos de creer santo ahora.

—Tú eres un chicuelo sin experiencia—me dijo D. Celestino algo enojado—, y yo no debiera consultar esto contigo. ¡Si sabré yo distinguir lo verdadero de lo falso! Y sobre todo, Inés, si él quiere favorecerte, poniéndote en pié de gente grande; si él quiere gastarse sus ahorros con su querida sobrina, ¿por qué no lo has de aceptar? Mucho más podría decirte; pero él mismo en persona te explicará mejor el gran cariño que te tiene.

—¿Pues qué—preguntó Inés turbada—, vendrá á Aranjuez?

—Sí, chiquilla—repuso el clérigo—. Yo te reservaba esta noticia para lo último. El domingo próximo tendrás el gusto de ver aquí á tu amado tío y protector. ¡Ah, Inés! Mucho sentiré separarme de tí; pero serviráme de consuelo la idea de que estás contenta, de que disfrutas mil comodidades que yo no te puedo dar. Y cuando este viejo incapaz eche un paseito á Madrid para visitarte, espero que le recibirás con alegría y sin orgullo; espero que no te ofuscará la ruin vanidad al considerarte en posición superior á la mía, porque tío por tío, hermano soy de tu difunto padre, mientras que el otro...

D. Celestino estaba conmovido, y yo también, aunque por distinta causa.

—Sí—continuó el cura—. Dentro de ocho días tendremos aquí á ese eminente tendero de la calle de la Sal. Me dice que habiendo comprado unas tierras en Aranjuez, junto á la laguna de Ontígola, vendrá con el doble objeto de conocer su finca y de verte. Él espera que irás á Madrid en su compañía y en la de su hermana doña Restituta, á quien también tendremos el gusto de ver en casa.

Después de oir esto, todos callamos. Revolviendo en mi cabeza extraños y no muy alegres pensamientos, dije á Inés:

—Pero ese hombre, ¿es casado?

Ella leyó en mi interior con su intuición incomparable, y me respondió con viveza:

—Es viudo.

Después volvimos á callar, y sólo D. Celestino, tarareando una antífona, interrumpía nuestro grave silencio. sentimos ruido de voces en el patio de la casa; levantámonos, y saliendo yo al corredor, oí una voz hueca y áspera que decía: «¿Vive aquí el latino y músico D. Celestino Santos del Malvar, cura de la parroquia?».

D. Mauro Requejo y su hermana doña Restituta, tíos de Inés, habían llegado.

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