ESCENA XI

Electra, Pantoja.

Pantoja (vivamente). ¿Qué decía? ¿Qué contaba ese corruptor de la inocencia?

Electra. Nada: historias, anécdotas para reír...

Pantoja. ¡Ay, historias! Desconfíe usted de las anécdotas jocosas y de los narradores amenos, que esconden entre jazmines el aguijón ponzoñoso... La noto a usted suspensa, turbada, como cuando se ha sentido el roce de un reptil entre los arbustos.

Electra. ¡Oh, no!

Pantoja. La inquietud que producen las conversaciones inconvenientes, se calmará con los conceptos míos bienhechores, saludables.

Electra. Es usted poeta, señor de Pantoja, y me gusta oírle.

Pantoja (le señala una silla: se sientan los dos). Hija mía, voy a dar a usted la explicación del cariño intenso que habrá notado en mi. ¿Lo ha notado?

Electra. Sí, señor.

Pantoja. Explicación que equivale a revelar un secreto.

Electra (muy asustada). ¡Ay, Dios mío, ya estoy temblando!...

Pantoja. Calma, hija mía. Oiga usted primero lo que es para mí más dolorosa. Electra, yo he sido muy malo.

Electra. Pero si tiene usted opinión de santo!

Pantoja. Fui malo, digo, en una ocasión de mi vida. (Suspirando fuerte.) Han pasado algunos años.

Electra (vivamente). ¿Cuántos? ¿Puedo yo acordarme de cuando usted fue malo, Don Salvador?

Pantoja. No. Cuando yo me envilecí, cuando me encenagué en el pecado, no había usted nacido.

Electra. Pero nací...

Pantoja (después de una pausa). Cierto...

Electra. Nací... Por Dios, señor de Pantoja, acabe usted pronto...

Pantoja. Su turbación me indica que debemos apartar los ojos de lo pasado. El presente es para usted muy satisfactorio.

Electra. ¿Por qué?

Pantoja. Porque en mí tendrá usted un amparo, un sostén para toda la vida. Inefable dicha es para mí cuidar de un ser tan noble y hermoso, defender a usted de todo daño, guardarla, custodiarla, dirigirla, para que se conserve siempre incólume y pura; para que jamás la toque ni la sombra ni el aliento del mal. Es usted una niña que parece un ángel. No me conformo con que usted lo parezca: quiero que lo sea.

Electra (fríamente). Un ángel que pertenece a usted... ¿Y en esto debo ver un acto de caridad extraordinaria, sublime?

Pantoja. No es caridad: es obligación. A mi deber de ampararte, corresponde en ti el derecho a ser amparada.

Electra. Esa confianza, esa autoridad...

Pantoja. Nace de mi cariño intensísimo, como la fuerza nace del calor. Y mi protección, obra es de mi conciencia.

Electra (se levanta con grande agitación. Alejándose de Pantoja, exclama aparte): ¡Dos, Señor, dos protecciones! Y ésta quiere oprimirme. ¡Horrible confusión! (Alto.) Señor de Pantoja, yo le respeto a usted, admiro sus virtudes. Pero su autoridad sobre mí no la veo clara, y perdone mi atrevimiento. Obediencia, sumisión, no debo más que a mi tía.

Pantoja. Es lo mismo. Evarista me hace el honor de consultarme todos sus asuntos. Obedeciéndola, me obedeces a mí.

Electra. ¿Y mi tía quiere también que yo sea ángel de ella, de usted...?

Pantoja. Ángel de todos, de Dios principalmente. Convéncete de que has caído en buenas manos, y déjate, hija de mi alma, déjate criar en la virtud, en la pureza.

Electra (con displicencia). Bueno, señor: purifíquenme. ¿Pero soy yo mala?

Pantoja. Podrías llegar a serlo. Prevenirse contra la enfermedad es más cuerdo y más fácil que curarla después que invade el organismo.

Electra. ¡Ay de mí! (Elevando los ojos y quedando como en éxtasis, da un gran suspiro. Pausa.)

Pantoja. ¿Por qué suspiras así?

Electra. Deje usted que aligere mi corazón. Pesan horriblemente sobre él las conciencias ajenas.

Share on Twitter Share on Facebook