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«Yo, bueno... conque a tomar el aire...—contestó Segismundo con cara de muy mal genio—.

El aire que me va usted a tomar ahora es ponerle las etiquetas a estos frascos de jarabes... Y cuidado con equivocarse. Las etiquetas rojas son las del jarabe de corteza de naranja amarga con yoduro potásico; las verdes el mismo con hierro dializado. Como usted me trueque las papeletas, le trituro».

Poníase a trabajar, y, cosa por demás extraña, a pesar del desorden de su cabeza, no cometía una sola equivocación, ni aun cuando le dieron seis clases más de jarabes con sus correspondientes letreros de diferentes colores. Ballester, que ya tenía noticia, por una esquelita de doña Lupe, del rudo acceso de aquella mañana, le vigilaba disimuladamente, mirándole por el rabillo del ojo, pero en una de las vueltas que dio al laboratorio, Maxi dejó bruscamente el trabajo y se fue a la calle sin sombrero. Al volver a la tienda y notar la ausencia del joven, el regente se quedó muy tranquilo y no dijo más que: «Ya voló... buena va». Tomaba con calma las extravagancias de su colega, y su deseo era que una de aquellas escapatorias fuera la del humo. «Pero no tendré yo esa suerte—decía—, y ya me lo volverán a traer para que le amanse».

Maxi subió a su casa. Al abrirle la puerta, no se admiró Fortunata de lo descompuesto que venía, porque ya no eran nuevas aquellas inesperadas apariciones. «Supongo—dijo él con trémulo labio—, que no me lo negarás ahora... Puede que mi tía lo niegue... ¡es tan hipócrita...! Pero tú no, tú eres mala y sincera. Cuando das el golpe mortal lo dices, ¿verdad? Y ahora ante los hechos palpables, evidentes, ¿qué tenéis que decir?».

«Otra vez... pero hijo...» chilló doña Lupe, saliendo al recibimiento.

—Usted, tía, se empeñará en negarlo ahora... pero esta no lo niega. Cierto que no le cogeré; porque habrá saltado por el balcón; pero no me negarán que entró... Le he visto yo, le he visto pasar por delante de la botica... En la escalera ha dejado su huella, su rastro, rastro y huella, señores, que no se pueden confundir con nada... pero con nada.

—¡Pues estamos divertidas!—dijo doña Lupe a Fortunata, que daba suspiros mirando a su marido con lástima intensísima.

—La que me las va a pagar todas juntas es esa indecente de Papitos—gritó él, dando algunos pasos hacia la cocina.

—¡Papitos!, está en la compra. ¡Pobre chica!... Ea, ya estamos hartas. A ver si nos dejas en paz. Le encargaremos a Ballester que te amarre... Niño, niño, se acabaron las tonterías.

Diciendo esto le cogía por un brazo y le sacudía con ira materna y correccional. «Mira que no te podemos sufrir... Lo que tú tienes es mucho mimo».

El desgraciado joven se dejó caer en un banco que en el recibimiento había, el cual semejaba banco de iglesia, y allí se transformó la máscara insana de su rostro, pasando de la furia a la consternación. «Garantíceme usted... pues... que mi honor está... lo que llaman intacto... y yo me tranquilizaré».

«¡Tu honor! ¿Pero quién diablos se ha metido con él? Si todo es humo, humo que hay dentro de esta cabeza».

—¡Humo!... ¡ah!...—Sí, todo humo—dijo Fortunata, poniéndole cariñosamente la mano en el hombro—. No pienses y no temerás nada. Es la imaginación, nada más que la imaginación... la loca de la casa, como decía tu hermano Nicolás.

—¿Sabes lo que vamos a hacer?—indicó doña Lupe, algún tiempo después, aprovechando la relativa calma que en su sobrino se notaba—. Pues vamos a darle de almorzar.

Su mujer le agarró por un brazo para llevarle a la mesa, y él no hizo ninguna resistencia. Temían una y otra que no quisiese tomar nada, fundándose en que la comida estaba envenenada; pero con gran sorpresa de ambas, Maxi no manifestó recelo alguno sobre este particular. Tenía poco apetito, y para que pasara algo, las dos hubieron de hacer a competencia considerable gasto de palabras tiernas. Tan cariñosas se mostraron, que Maxi comió más que otros días, sin hacer observación alguna ni quejarse de lo mal condimentado que estaba todo. Hiciéronle café y esto fue lo único que tomó con gana. De sobremesa, trató doña Lupe de alegrarse los espíritus, charlando de cosas enteramente contrarias a aquella monserga del honor; mas él daba a conocer con suspiros profundos que la tormenta de su alma no estaba del todo extinguida. Pero la fuerza del ataque había pasado, y pronto vendría la completa serenidad. Al despedirse para volver a la botica, llevó a su mujer aparte y le dijo: «Prométeme no salir esta tarde... prométeme no salir nunca sino conmigo».

—¡Salir yo!, ¡qué disparates se te ocurren! No pienso en tal cosa—replicó ella sonriendo—. Aquí me estaré esperándote. A la noche iremos a casa de doña Casta. ¿Quieres? O a paseo.

Mientras esto decía, doña Lupe, acechándola desde un rincón del pasillo, fijaba en ella una mirada astuta.

Aquella tarde estuvo Maxi en la botica bastante más calmado. En un rato que tuvo libre, se fue al rincón del laboratorio en que guardaba sus libros, y cogió uno disponiéndose a sumergirse en la lectura. Pero Ballester tomó una vara; se fue derecho a él, y arrebatándole el libro, le amenazó con castigarle. «Ea, dejémonos de sabidurías, que eso es lo que nos trastorna. ¿A ver qué es esto?... ¡Hombre, qué bonito!

Errores de la teogonía egipcia y persa... Esto reza el epígrafe del capítulo... Pero, criatura, ¿que siempre ha de estar usted metiéndose en lo que no le importa? ¿Qué le va a usted ni qué le viene con que aquellos bárbaros, que ya se murieron hace miles de años, adoraran muchos dioses?... Es gana de meterse en vidas ajenas. ¡Que tenían los dioses por gruesas! Bueno, ¿y qué? ¿Acaso los tiene usted que mantener? Lo que yo digo: es gana de entrometerse. No puedo ver tanta tontería (exaltándose más a cada frase y llegando hasta la cólera); no puedo ver que un cristiano se queme las cejas por averiguar cosas de las cuales ha de sacar lo que el negro del sermón... Que le escondo los libros, que se los quemo... Voy al momento».

Esto último se lo decía a un parroquiano que mostraba una receta.

«A ver, marmolillo (por Maxi) menéese usted. Alcánceme el alcanfor, el nitro dulce, el polvo de regaliz...».

Confeccionada la medicina en un dos por tres, volvió Ballester a coger la vara, y continuó la filípica de este modo:

«Lo mismo que la tontería en que ahora ha dado... que le van a quitar su honor; que entran hombres en la casa... que por todas partes se le tienden asechanzas a su honor... ¡Qué melodramáticos estamos y qué simples semos! Parece mentira que tales absurdos se le ocurran a quien está casado con una mujer, que es la casta Susana, sí señor, me ratifico, la casta Susana, mujer que antes se dejaría descuartizar que mirarle a la cara a un hombre. ¿Y si lo sabe usted, para qué arma esas tragedias? ¡Ah!, si yo tuviera una hembra así, tan hermosa, tan virtuosa; si yo tuviera a mi lado una virgen como esa, la adoraría de rodillas y primero me apaleaban que darle un disgusto. ¡Su honor! Si tiene usted más honor que... vamos, no sé con qué compararlo. Tiene usted un honor más limpio que el sol... ¿qué digo sol, si el sol tiene manchas? Más limpio que la limpieza. Y todavía se queja... Nada, yo le voy a curar a usted con esta vara. En cuanto hable del honor, ¡zas!... No hay otra manera. Lo que yo digo: esas cosas las hace usted por lo muy mimadito que está. Tía que le cuida, mujer guapa que le mima también y que se mira en las niñas de sus ojos... Como que es la verdad... Carambita, pues si yo tuviera una mujer así...».

Al llegar a esta parte de la reprimenda que Segismundo le espetaba más en serio que un ladrillo, Rubín se había tranquilizado tanto, que casi estaba dispuesto a oírle con benevolencia y hasta con jovialidad. Y concluyó por sonreír, y al cabo de un gran rato le dijo:

«Amigo Ballester, le convido a usted a Variedades esta noche. ¿Quiere?».

—¿Pues no he de querer? Bueno va. Pedradas de esas vengan todos los días, ilustre amigo mío. Iremos... en el bien entendido de que venga Padilla esta noche a quedarse de guardia. Vamos ahora, mi queridísimo colega, a hacer estas píldoras de protoioduro de mercurio. Prepare usted el regaliz y el mucílago de goma arábiga. Receta de cuidado. Mucho ojo... Le digo a usted que no hay ciencia más sublime que la Farmacia. ¡Cuánto más bonita que averiguar si hubo o no tantas o cuántas docenas de dioses! Vamos allá; mucho cuidado con este precioso mercurial. Aviado estará el enfermo para quien sea. No, no le arriendo la ganancia. Pero a fe que se habrá divertido bastante en este mundo con las mozas guapas, y si buenos azotes le cuesta ahora, buenas ínsulas se habrá calzado. ¡Eh!... cuidado con las dosis. No sea usted tan vivo de genio. Mire que va a jorobar al paciente, y la saliva que eche va a llegar hasta aquí... ¡Qué hermosa es la Farmacia! Para mí hay dos artes, la Farmacia y la Música. Ambas curan a la humanidad. La Música es la Farmacia del alma, y la... viceversa, ya usted me entiende. Nosotros, ¿qué somos si no los compositores del cuerpo? Usted es un Rossini, por ejemplo, yo un Beethoven. En uno y otro arte todo es combinar, combinar. Llámanse notas allá, aquí las llamamos drogas, sustancias; allá sonatas, oratorios y cuartetos... aquí vomitivos, diuréticos, tónicos, etc... El quid está en saber herir con la composición la parte sensible... ¿Qué le parecen a usted estas teorías?... Cuando desafinamos, el enfermo se muere.

A poco llegó el practicante que sólo hacía servicio en la botica por las noches, y llevándole aparte, le dijo Segismundo: «Amigo Padilla, hoy mismo le voy a proponer a doña Casta que vengas de día, porque esta calamidad de Rubín tiene la cabeza como un cesto, y me temo que si se queda solo envenene a toda la parroquia».

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