La noticia del regreso de los de Santa Cruz, que le fue comunicada por Casta, avivó en la viuda de Jáuregui los deseos de emprender su campaña reparadora en favor de su sobrina. Cogiola muy a mano aquel día y le endilgó otra perorata: «Ahora o nunca. El enemigo en puerta. Estoy a tus órdenes, por si quieres consejos o un plan de defensa en toda regla». Dicho esto, trató de meterle los dedos en la boca para salir de dudas respecto a si había recibido o no alguna cantidad gruesa de manos de su amante.
Fortunata no apartaba los ojos de la ropa que estaba repasando. «Comprendo—expuso la señora con acento parlamentario—, que tengas cortedad para confesarme ciertas cosas, y por mi parte, te soy franca: no te tengo yo por peor de lo que eres; no creo, como podrían creerlo otras personas, que tu debilidad es interesada, y que quieres a ese hombre porque es rico, y que no lo querrías si fuese pobre. No, yo no te hago ese disfavor... para que veas. Tengo la seguridad de que arrastrada y todo como eres, loca y sin pizca de juicio, tus faltas nacen del amor y no del interés; y los mismos disparates que haces por un hombre poderoso, que te da grandes cantidades, lo harías si fuera un pobre pelagatos y tuvieras que comprarle tú a él una cajetilla».
—¿Qué está usted ahí hablando de grandes cantidades?—preguntó Fortunata mirándola con sorpresa, y casi casi echándose a reír.
—No, si esto no es para que me digas la cifra exacta. Cállatela... haz el favor... que ciertas cosas vale más que se queden dentro. No vayas a creerte que pretendo me entregues a mí esos capitales para colocártelos... No, ya sabrás tú manejarte bien...
—¿Pero qué está usted diciendo... señora?...
—No, yo no digo nada. Me repugnaría, puedes creerlo, manejar esos fondos.
—¿Pero qué fondos, ni qué...? Usted está soñando.
—Vaya... si pretenderás que me trague yo esa rueda de molino más grande que esta casa. ¡Si me querrás hacer creer que no te da...!
—¡A mí!—No me hagas tan tonta...—No sé de dónde ha sacado usted... Para que lo sepa de una vez: No tengo nada. Me daría si me viera en una necesidad. Me ha ofrecido... pero yo no he querido tomarlo.
Iba doña Lupe a soltarle otra andanada. «Valiente turrón te ha caído, grandísima idiota. Por no saber, no sabes ni siquiera perderte». Pero se contuvo y se tragó su ira, desahogándola después en agitado soliloquio: «No he visto otra. No tiene vergüenza, ni tampoco sentido común. ¡Qué canalla y al mismo tiempo qué bestia! Si hubiera un Infierno para los tontos, ahí debieras ir tú de cabeza».
Maximiliano volvía lentamente a la vida regular, sin que esto quiera decir que se le quitara de la cabeza la idea aquella. Habíase transformado, y así como en las crisis hepáticas hay derrames de bilis, en aquella crisis mental parecía haberse verificado un derrame de sentimientos. No sólo era ya pacífico, sino tiernísimo, y sus afectos se habían sutilizado, como el licor que pasa por el alambique. Las fórmulas de cariño que con su tía y su mujer usaba eran extraordinariamente suaves y hasta empalagosas; se afligía cuando causaba alguna molestia, y agradeciendo mucho los cuidados que se le prodigaban, los rehuía como pudiera. Iniciábase en él cierta tendencia a imponerse privaciones y sufrimientos, y la mortificación, que antes le sublevaba, por liviana que fuese, ya le complacía. Si en la conversación, o en aquellas polémicas que con su familia tenía a las horas de comer, se le escapaba una palabra más alta que otra, luego sentía remordimientos de haberla pronunciado, y si no la recogía, pidiendo perdón de ella, era porque la timidez le ponía un freno.
Un día hubo de decirle a Papitos, porque no le había limpiado las botas: «Vaya con la chiquilla esta... ¡Verás tú!». Y al salir de la casa sintió tal pena de haberse expresado con displicencia y ardor, que le faltaba poco para derramar una lágrima. «¡Cuándo se me quitará esta costumbre viciosa de ultrajar a los humildes!... ¿Qué más da que estén las botas con o sin betún? La que debe tener lustre es el alma, no el calzado. Parece mentira que los humanos demos tal valor a estas niñerías. ¡Injusto estuve con la pobre chiquilla! ¡Inocente y angelical criatura! Soy un animal... ¿Pero quién es el guapo que de estrellas abajo entiende y practica la justicia? El tenido por justo hace setenta y dos barbaridades cada día. Trabajillo cuesta el desprenderse de esta sarna moral, heredada, con la cual nace uno y con la cual vive hasta que llega la hora de la liberación».
«¿Qué trae usted ahí entre ceja y ceja? ¿Saco la vara?—le dijo Ballester con aquella dureza que era, según él, el más eficaz tratamiento—. Porque hoy me parece que venimos muy evangelísticos. Cuidadito. Ya sabe usted cómo las gasto».
—Pégueme usted. No me importa—le contestó Maxi, dejando el sombrero en la percha—. Lo merezco, como lo merece toda persona que se enfada porque no le han limpiado las botas. ¡Qué humanidad tan imbécil! Amigo Segismundo, ¡qué hermosa es la muerte!
—Si me vuelve usted a decir que es hermosa la muerte—replicó el otro cogiendo la vara y esgrimiéndola cómicamente—, le lleno el cuerpo de chichones. ¡Decir que es guapa esa tarasca, mamarracho, más fea que el no comer! Mírela usted allí, mírela allí con esa cara que da asco... mírela, y como diga que es guapa, le pulverizo.
Señalaba a un emblema pintado en el techo de la botica, en el cual estaban, decorativamente combinados, la serpiente de Esculapio, el reloj de arena del Tiempo, un alambique, una retorta, el busto de Hipócrates y una calavera.
«Si quiere usted contemplar toda la gracia del mundo, míreme a mí—dijo Ballester, que dejando la vara, dio una vuelta, cogiéndose los faldones de la levita—. Estoy guapo, ¿sí o no?».
Ballester ostentaba aquel día zapatillas nuevas, estrenaba traje de lanilla de los más baratos, y se había ido a la peluquería, donde después de cardarle la caballera, se la habían rizado con tenacillas.
«Vaya, que está usted elegante» dijo Maxi, poniéndose a pesar unas dosis para píldoras.
—Pues más he de estarlo mañana. Mañana se casa mi hermanita con Federico Ruiz, un chico de mucho talento. ¿Le conoce usted? Los periódicos, que hablan constantemente de él, anteponen siempre a su nombre algún mote muy salado. Ahora le llaman el distinguido pensador. ¿A que no le llaman a usted así, a pesar de lo mucho que piensa? Porque usted no piensa con juicio y él sí.
Por la noche estaban en la botica, además de Ballester, los dos practicantes Padilla y Rubín. Como apareciese en la acera de enfrente el célebre crítico, Segismundo se vio acometido a la ira cómica que le producía la presencia de aquel personaje de tan indudable importancia en la república de las letras. «Tengo a ese caballerito—decía—, sentado en la boca del estómago... sobre todo, desde que elogió aquella obra tan mala, estrenada este invierno, diciendo que en ella se planteaba el problema, y qué sé yo qué. Veréis: Es aquel dramita moral en que se recomienda el matrimonio y las buenas costumbres; como que allí resulta que todos los solteros somos unos pillos; y porque un joven se retira tarde y se gasta algún durete en picos pardos, me le llaman monstruo y el papá le maldice... Hay una escena en que todos se desmayan, porque sale uno muy malo, que resulta ser un hombre dedicado a la ciencia, el cual dice con la mayor frescura que él no cree en Dios aunque le fusilen. Total, que cuando la vi representar, pensé que me tragaba todos los eméticos que hay en mi farmacia. La moraleja de la obra es que sin religión no hay felicidad, y por eso la pone en las nubes este ángel de Dios, que es el alcaloide de la cursilería».
Cerró la noche y Ponce se acercó para telegrafiarse con su amada. Del balcón descendía una cuerda, a la que el joven ataba un papel.
«Le manda su último artículo—dijo el regente a sus amigos, acechando en la puerta de la farmacia—. Ahora baja la cuerda con un dulce... Como anoche, lo mismo que anoche. Veréis, veréis la broma que le tengo preparada».
Con nerviosa presteza fue a la rebotica y sacó del cajón un objeto del tamaño de una yema, blanco y de apariencia azucarada. Padilla se desternillaba de risa, y Maxi observaba con atención simpática.
«Pero es preciso que me ayudéis. Tú, Padilla, que le conoces, sales, te haces el encontradizo, le hablas de literatura dramática, le entretienes un rato volviéndole la cara para allá; y entretanto, yo, con muchísimo disimulo, me escurro pegado a la pared, en el momento en que baja el bramante con el dulce. Quito la yema, ¿sabes?... y pongo esta. La hice anoche. Es estricnina, a la dosis que se echa a los perros, bien neutralizado el sabor con regaliz, y forrada de azúcar. Se la come y revienta como un triquitraque».
Padilla se partía de risa, y Maxi lo tomaba a broma.
«Hombre, matarle no—dijo Padilla—. Si la hubieras hecho de jalapa, escamonea o cosa así...».
—No, chico; si yo lo que quiero es que reviente... Iré a presidio... me pierdo. ¿Y qué? No se la perdono... ¡Ultrajar a los hombres de ciencia y a los solteros!
Llevando su broma hasta el fin, Ballester porfiaba que la yema era venenosa; mas como el otro rechazara la complicidad en aquel homicidio, diose a partido el exaltado boticario, diciendo que la pelotilla era de azúcar con aceite de croto, que es el derivativo drástico por excelencia. Maxi, que le había ayudado a hacerla, se sonreía. Como en estos dimes y diretes se pasó bastante tiempo, cuando Ballester quiso poner en ejecución la chuscada, ya había bajado el hilo con una yema de coco, y el crítico se la estaba comiendo. El otro se consoló pensando que otra noche consumaría su trágica venganza. «Él se la tiene que comer...—dijo guardando la bola—. Como me llamo Segismundo, se la tiene que tragar, y entonces diré como mi tocayo: '¡Vive Dios que pudo ser!'».