-v-

Aquí cuadra bien decir que Fortunata y la viuda de Fenelón se habían hecho muy amigas. Esta mostraba a la de Rubín una gran simpatía, y con esta simpatía, la dulce confianza que de ella emanaba, y por fin, con el verdadero derroche de indulgencia que en favor de sus faltas hacía, apoderose poco a poco de todos sus secretos. Por de contado, estas intimidades sólo tenían lugar a espaldas de doña Lupe y muy lejos de doña Casta, pues ni una ni otra habrían consentido que tales temas se trajesen a las honestas y decorosas conversaciones de aquella casa.

Enlazadas por la cintura, brazo con brazo, estuvieron un rato las dos mujeres sin decirse nada, comiéndose las yemas y mirando a la calle. De pronto se echó a reír Aurora.

«Mira el tonto de Ponce, haciéndole cucamonas a Olimpia. Yo creo que mi hermana es la única mujer que en el mundo existe capaz de querer a un crítico. Merecería en castigo casarse con él. Solamente, que como es mi hermana, no le deseo esta catástrofe».

«Vaya, que está apurado el hombre—decía Fortunata, riendo también—. Le hace señas para que baje... Sí, ahora va a bajar. Estás tú fresco... Será que quiere darle uno de esos artículos que escribe y en los cuales cuenta el argumento de los dramas para que nos enteremos. Vaya, hombre, no te apures, que ya le hablarás otra noche. Ahora no puede ser... ¡Qué pesados son estos novios!, ¿verdad?».

Pasado otro rato, y cuando los brazos soltaron las cinturas y ambas estaban limpiándose los dedos en sus respectivos pañuelos, Aurora volvió a decir: «Pues sí, todos partieron esta tarde y el primo Moreno con ellos. Creo que van a San Juan de Luz».

Fortunata volvió la cara para el balcón del gabinete, donde estaba Olimpia. Después miró a su amiga, diciéndole en tono muy seco: «Van a San Sebastián y a Biarritz, y a principios de Setiembre irán todos a París».

—Niñas—dijo doña Casta, tocándoles en los hombros—. ¿De qué agua quieren ustedes?... ¿Progreso o Lozoya?

—Lo mismo me da—replicó Fortunata.

—Toma Lozoya, y créeme—insinuó doña Lupe, con su vaso en la mano—. Por más que diga esta, Progreso es un poquito salobre.

—Eso va en gustos... Y también influye el hábito—arguyó Casta con la suficiencia y formalidad de un catador de vinos—. Como yo me he criado bebiendo el agua de Pontejos, que es la misma que la de la Merced, que hoy llaman Progreso, toda otra agua me parece que sabe a fango.

No insistiré en lo mucho que se dijo sobre este tratado de las aguas de Madrid. Mientras las dos señoras mayores cotorreaban dentro, Fortunata y Aurora lo hacían en el balcón. Las once y media serían cuando sintieron la voz de Ballester. Este y Maxi las miraban desde la acera de enfrente. «Si bajan ustedes—dijo Rubín—, las espero aquí».

—Olimpia—gritó Ballester—. Venimos de ver la obra que se estrenó anteanoche. ¡Qué mala es! ¿Tiene usted ya noticias de ella?

—¿Yo?... ¿Qué está usted diciendo?

—Como usted se trata con autoridades...

Al decir esto pasaba el crítico junto a él.

«Oiga usted, Olimpa... La obra es una ferocidad; pero ciertos amigos del autor la pondrán en las nubes. Quisiera yo verles para que me dijeran a mí por qué engañan de este modo al público».

—Déjeme usted en paz... ¡Qué tonto es usted!—replicó Olimpia, y se metió para adentro.

—¿Bajáis o no?—dijo Maxi; y su mujer le contestó que esperase en la botica, que ellas bajarían. Aurora y Fortunata se reían mirando a Ponce, que iba escapado por la calle arriba, como alma que lleva el diablo.

Retiráronse las de Rubín a su domicilio, teniendo ambas señoras la satisfacción de ver a Maxi tan mejorado de los desórdenes cerebrales de aquella mañana, que no parecía el mismo hombre. Síntomas favorables eran la obediencia a cuanto se le mandaba, y lo juicioso y sosegado de sus respuestas. Aquella noche durmió con tranquilidad, y nada ocurrió que saliera del canon ordinario. A la tarde siguiente convinieron marido y mujer en dar un paseo a prima noche. Fue ella a buscarle a la botica a la hora concertada, y no le encontró. «Ha ido a cortarse el pelo—le dijo Ballester, ofreciéndole una silla—. Con las murrias de estos últimos tiempos, el pobre chico no caía en la cuenta de que se iba pareciendo a los poetas melenudos... Le he mandado que se trasquilase esta misma tarde. Tenga usted presente una cosa: hay que imponérsele, combatirle el abandono, las lecturas y no consentir que se ensimisme. Antes que dejarle caer en las melancolías, vale más darle un disgusto. Yo siempre le hablo gordo, y crea usted... me ha cogido miedo. Es lo que hace falta».

—¡Pobrecito!...—exclamó Fortunata—. ¿Pero ve usted por dónde le ha dado?... Yo no he visto un desatinar semejante.

Segismundo, que en aquel momento tenía poco que hacer, dejolo todo por atender cortésmente a la señora de su amigo y serle grato en lo que de él dependiera. Era hombre que tenía que contenerse mucho para no ser galante y aun atrevido con cualquier mujer en cuya presencia estuviese. Con Fortunata se había permitido alguna vez tal cual broma; aquel día se corrió más. Llevándose los dedos a su rebelde cabellera para hacer con ellos púas de peine, se la atusó, y arqueando el cuerpo, inclinose hacia la señora para decirle con retintín:

«Muy triste está usted desde ayer... No, no me lo niegue... ¿Pues yo no veo lo que pasa? Leo en las caras».

—Pues en la mía poco habrá leído usted.

—Más de lo que se piensa... Leo pasajes tiernísimos... estrofas de despedida... ayes de soledad...

—¡Ay, qué majadero!—¡Oh!, a mí no se me escapa nada. Convengo en que no hay motivos para que usted esté tan patética... Pero hay otra cosa... a mí me gusta remontarme a los orígenes, me gusta buscar el por qué, y francamente, cuando miro ese por qué, no puedo menos que lamentar la equivocación de que usted viene padeciendo desde tiempos remotos.

Fortunata le miraba sonriendo, pues no creía que debía enojarse.

«Sí, no puedo menos de deplorar—prosiguió el regente inflándose—, que usted sea tan consecuente con personas que no lo merecen... Habiendo en el mundo tanto corazón leal, ir a buscar precisamente el más inconstante y...».

—¿Qué disparates está usted diciendo?

—¡Oh!, no son disparates—replicó el farmacéutico, dando algunos pasos delante de ella y procurando que dichos pasos fueran todo lo airosos posible—. Perdóneme usted mi atrevimiento. Yo las gasto así; siempre he sido Juan Claridades, y cuando una idea quiere salir de mí, le abro la puerta para que salga, porque si la dejo dentro, estallo... Pues decía... ¿Se va usted a enfadar?

—No, hombre, ¿qué me voy a enfadar yo? Suéltela, suéltela.

—Pues decía... (Ballester tomaba una actitud que a él le parecía aristocrática), decía que a quien debiera usted querer es a mí... Ya ve usted que no me muerdo la lengua.

—¡Ay, qué gracia! Me gusta usted por lo corto de genio.

—Al pan pan y al vino vino. Queriéndome a mí, verá lo que es corazón amante, consecuente y tropical. Pero le advierto una cosa...

—¿Qué?—Que si se decide a quererme... usted no se decidirá, pero si se decide, tenga cuidado de no decírmelo de sopetón... porque me moriré de gusto... Sería como una descarga eléctrica.

—Estese tranquilo... Sí, se lo iré diciendo poco a poco... preparándole, como cuando se dan malas noticias...

—No tanto, no tanto...—Vaya que es usted malo... Aquí, entre tanta medicina, ¿no hay nada que le cure la cabeza?

—¡Pues si lo hubiera, amiga mía, si lo hubiera...! Y creen muchos que la peor cabeza de esta casa es la del pobre Maxi, cuando la mía es una pajarera. Verdad que dos palabras de quien yo me sé me harían la persona más cuerda y más feliz de la tierra...

Viendo en esto que entraba Rubín, dio otro giro a su charla. «Aquí le estaba diciendo a su cara mitad, que le voy a dar unas píldoras... ¡Dios, qué píldoras!».

—¿Para ella?—No hombre, para usted.—¿Y de qué son?—Bueno va; ya quiere saber de qué son. Carambita, cuando uno discurre algo nuevo, debe reservarse el secreto. Es un específico.

—Este Segismundo está ido—dijo Fortunata—. Vámonos.

—Yo no tomo píldoras sin saber la composición—indicó Maxi con la mayor buena fe.

—Estos hombres felices son muy impertinentes. Todo lo quieren averiguar... ¡Y ahora se va de paseíto con su tórtola! ¡Qué babosos... semos! ¡Luego se queja el nene!... (tirándole de una oreja), se queja de vicio... el niño mimado de la Providencia... Abur, divertirse.

Salió a despedirles a la puerta de la botica, se puso muy tieso, y estirándose todo lo posible sobre la base de sus zapatillas, les siguió con la vista hasta que desaparecieron en lo alto de la calle.

Share on Twitter Share on Facebook