A eso de las diez salió Fortunata para llevar a Ballester el paquete de sustancias venenosas. «Ahí tiene usted la que nos preparaba su amigo—le dijo con desabrimiento—. ¡Vaya un cuidado que tiene usted! Vea lo que llevó a casa...».
Ballester examinaba las terribles drogas... Después se puso muy serio: «Ese tonto de Padillita tiene la culpa. No sé cómo le permitió andar en esto. Descuide usted, que le echaré hoy una buena peluca. Lo mejor será que no trabaje más aquí; cualquier día nos mete en un conflicto... Pero siéntese usted...».
Al ofrecerle una silla, Ballester parecía poner especial cuidado en dar a conocer sus botas nuevas, resplandecientes; en que Fortunata admirase su levita y su cabellera rizada a fuego, la cual despedía fuerte olor a heliotropo. En todo reparó ella, demostrándolo con una sonrisa picaresca.
«Se ríe usted de lo reguapo que me he puesto hoy, ¿verdad? Acostumbrada a verme hecho un cavador... Pues le diré: hoy se casa mi hermana con ese a quien llaman el distinguido pensador, Federico Ruiz. Voy a la boda, y esta noche le traeré a usted los dulces».
Fortunata volvió a su tema: «Es preciso tomar una determinación. Las medicinas que usted le da, no le hacen ningún efecto. Hoy hemos hablado mi tía y yo. Antes de llevarle a un manicomio, es preciso probar algún otro medicamento. ¿No se decide usted a darle eso que decía?... no me acuerdo cómo se llama... eso que suena así como un estornudo...».
—¡Ah!, el hatchiss... lo prepararemos. Usted manda en esta casa... es usted el ama, y me manda a mí, y si me pide una cataplasma hecha con picadillo de mi corazón, al momento se la hago.
—¿Ya está usted con sus guasas?
—Y ahora me toca a mí pedirle un favor...
—Usted dirá.—Esta noche traigo los dulces de la boda. Mando al segundo una parte, otra la dejo aquí para los amigos que vengan. ¿Irá usted arriba a casa de doña Casta, o vendrá aquí?
—Iremos arriba... Si paseamos, puede que entremos aquí. Según esté ese.
—Bueno; esta noche ha de venir mi amigo el crítico. Padilla le invitará a entrar y le ofrecerá dulces. Quiero que se coma uno que tengo yo aquí preparado para él... No sabe usted cuánto le odio.
Fortunata, que tenía la cabeza caldeada con ideas de envenenamiento, se asustó.
«¿Pero qué demonios le va usted a dar a ese infeliz? Si es un buen chico».
—Nada, no se asuste usted... No es más que un derivativo... La fiesta consiste en que luego le invite doña Casta a subir, y que suba...
—No sea usted bruto. ¡Si es un chico muy bueno! Me han dicho que mantiene a su madre...
—¡Que mantiene a su madre! Pues estará lucida. ¿Y con qué la mantiene? ¿Con los artículos?
—Le dan dos duros por cada uno. Ya ve usted. Y hace cuatro todas las semanas.
—Buen pelo, buen pelo... Pero en fin, aunque mantenga a su madre y a su abuela y a toda su familia, y sea un excelente chico, yo le quiero dar esta broma inocente. ¿Me hará usted el favor que le pido?
—¿Cuál?—No le pido a usted que me dé un beso, porque si le pidiera ese pedazo de la gloria, usted no me lo daría, y si me lo diera, al instante me tendrían que poner en manos del amigo Ezquerdo... Pues mis aspiraciones se concretan hoy, querida amiga, a que usted, si está aquí cuando entre ese niño ilustrado, le ofrezca la yema que yo tengo dispuesta. Dándosela usted no sospechará... Además, usted le dirá a doña Casta o a Aurora que le inviten a subir para que oiga tocar la pieza...
—Quítese usted de ahí... Yo no me meto en esas intrigas. ¡Pobre muchacho! Me pongo de su parte. ¡Qué malo es usted!
—Más mala es usted... En pago de su infamia le voy a dar una buena noticia.
—¿A mí noticias?...—Y tan buena que le ha de saber a usted mejor que los dulces que le enviaré esta noche... ¡Ay!, me consuela una cosa, amiga mía; y es que si conmigo es usted ingrata, lo es también con otros. ¡Mal de muchos...!
—¿Qué está diciendo?
—Pues que bien le pasean a usted la calle... Y la niña sin parecer por ninguna parte. El niño rompía el pescuezo mirando para los balcones, y usted atormentándole con su ausencia. ¡Pobre señor!... toda la tarde calle arriba calle abajo...
Fortunata palideció, y con la mayor seriedad del mundo se dejó decir:
«¿Quién... y cuándo?...».
—No se haga usted la tonta... Pues ayer tarde, cuando se retiró, ¡iba con una cara de mal humor...! Plantón como aquel no se ha llevado nunca. Yo le miraba y me decía: «bien merecido te está... Aguántate, cachete... Todos somos iguales». ¿Quiere usted que le dé un consejo? Pues trátele a la baqueta. Que suspire, que pasee, que le tome la medida a la calle. Toda la hiel no ha de ser para mí... ¿Quiere que le dé otro consejo? Pues a usted le conviene un corazón como este que yo tengo aquí guardadito, virgen, créalo usted, virgen. Acéptelo, y déjese de querer a ingratos...
Fortunata se había puesto tan desasosegada, que no oía las amorosas confianzas del farmacéutico. «Abur, abur—dijo levantándose—. Tengo que volverme a mi casa».
—Vamos a ver... Y si vuelve esta tarde, ¿qué le digo?
—Quítese usted allá...—indicó ella corriendo hacia la puerta, y el otro detrás.
—¿Qué le digo?... Porque aunque no le he hablado nunca, le hablaré, si usted me lo manda. ¿Dígole que no parezca más por aquí?... ¡Ay, qué mujer! Allá va como una exhalación. Está tocada, tan tocada como su marido... Todo por no enamorarse de un hombre digno, como por ejemplo... un servidor. ¡Ah! Segismundo, paciencia. Imita a los pescadores de caña; espera, espera, que al fin ella picará.
Doña Lupe, cuando entró su sobrina bastante sofocada por haber subido muy aprisa la escalera, admirose de verla tan alegre. «Sabe Dios—dijo para sí—; sabe Dios por qué estarán los tiempos tan divertidos... Probablemente esta salidita, con pretexto de llevarle a Ballester los polvos, sería para verle... Él le diría que pasaba a tal hora... ¡Y qué colorada viene! Sin duda ha habido hocicadas en el portal».
Maxi continuaba tranquilo. Más bien parecía un convaleciente que un enfermo. Estaba muy débil y no apetecía más que sentarse junto a los cristales del balcón del gabinete, contemplando con incierta mirada a los transeúntes. Esto no le hacía maldita gracia a Fortunata, porque... «si al otro le da la gana de pasar también esta tarde y Maxi le ve, se va a excitar mucho». Por tal motivo estuvo muy inquieta, y a cada instante se asomaba y volvía para adentro, tratando de que su marido se pusiese en otra parte. Pero al otro no le dio la gana de pasar aquella tarde. Lo que hizo fue mandar un recadito a su amiga, sacándola del purgatorio de incertidumbre y tristeza en que estaba. Servía de Celestina para estas comunicaciones la tía de Fortunata, Segunda Izquierdo, que en Mayo último se le había presentado, miserable y llorosa, a que le diera una limosna. Desde entonces iba todas las semanas, y su sobrina la socorría, unas veces con dinero, otras con comida sobrante o alguna prenda de vestir.
Santa Cruz la amparaba también, y ella se servía de su mendicidad para introducir en la morada de Rubín los mensajes de amor; y tan ladinamente lo hacía, que la sagaz doña Lupe no sospechaba nada. Pues aquella tarde, después de mucho tiempo de entrar allí con las manos vacías, puso en las de Fortunata una esquelita. Al fin, ¡oh, dicha increíble!... Cuando pudo, leyó la feliz mujer el papelito, en el cual se le citaba a tal hora y a tal sitio para el día siguiente.
Por la noche fueron todos a casa de doña Casta, quien tomó por su cuenta a Maxi, prodigándole mil cuidados, ofreciéndole golosinas, y tratando de refrescarle el cerebro con una plácida disertación sobre las aguas de Madrid, y sobre las propiedades por que se distinguen las de la Acubilla, Abroñigal, y fuente de la Reina, de las de Lozoya.
La viuda de Fenelón llegó a la hora de costumbre, y a poco subió el mozo de la botica con la bandeja de dulces que mandaba Ballester. No tardaron en presentarse el señor y la señora del tercero de la derecha. Él, por una de esas ironías tan comunes en la vida, era el hombre más grave, seco y desapacible del mundo, comadrón de oficio, y se llamaba D. Francisco de Quevedo (hermano del cura castrense, Quevedo, a quien conocimos en la tertulia del café, junto con el Pater y Pedernero). Su mujer competía en elegancia con una boya de las que están ancladas en el mar para amarrar de ellas los barcos. Su paso era difícil, lento y pesado, y cuando se sentaba, no había medio de que se levantara sin ayuda. Su cara redonda semejaba farol de alcaldía o Casa de Socorro, porque era roja y parecía tener una luz por dentro; de tal modo brillaba. Pues a esta monstruosidad la llamaba Ballester doña Desdémona, por ser o haber sido Quevedo muy celoso, y con este mote la designaré, aunque su verdadero nombre era doña Petra. No tenía niños este matrimonio, y mientras D. Francisco se pasaba la vida sacando a luz los hijos del hombre, su esposa sacaba y criaba pájaros, para lo cual tenía muy buena mano. Estaba la casa llena de jaulas, y en ellas se reproducían diversas familias y especies de aves cantoras. Y para colmo de contrastes, era la señora del comadrón una mujer chistosísima, que contaba las cosas con mucha sal. En cambio, D. Francisco de Quevedo no tenía más chiste que el que podría tener un caimán.