Creo que fue el día de la Concepción cuando Rubín salió de su cuarto con un cuchillo en la mano detrás de Papitos, diciendo que la había de matar. El susto de la tía y de Fortunata fue muy grande, y les costó trabajo quitarle el arma homicida, que era un cuchillo de la mesa, con el cual no era fácil quitar la vida a nadie. Pero el paso fue terrible, y los chillidos de Papitos se oyeron en toda la vecindad. Salió despavorida del cuarto del señorito, y él detrás, frío y resuelto, como si fuera a hacer la cosa más natural del mundo. La mona se refugió entre las faldas de su ama, gritando: «¡Que me mata, que me quiere matar!» y Fortunata corrió a sujetarle, lo que no hubiera conseguido a pesar de su superioridad muscular, sin la ayuda de doña Lupe. La resistencia de él era puramente espasmódica, y mientras se defendía de los cuatro brazos que querían contenerle y arrancarle el cuchillo, decía con voz ronca: «Le siego el pescuezo y la...». Después se supo que Papitos tenía la culpa, porque le había irritado, contradiciéndole estúpidamente. Doña Lupe lo sospechó así, y mientras Fortunata se le llevaba otra vez a su cuarto, procurando calmarle, la señora cogió a la chiquilla por su cuenta, y con la persuasión de tres o cuatro pellizcos, hízole confesar que ella era culpable de lo ocurrido. «Mire, señora—replicaba ella bebiéndose las lágrimas—; él fue quien empezó, porque yo no chisté. Estaba recogiendo el servicio, y él saltó contra mí, diciéndome que para arriba y que para abajo... Yo no lo entendía y me eché a reír... Pero dimpués salió con unos disparates muy gordos. ¿Sabe, señora, lo que dijo? Que la señorita Fortunata iba a tener un niño, y qué sé yo qué más. No pude por menos de soltar la carcajada, y entonces fue cuando garró el cuchillo y salió tras de mí. Si no doy un blinco, me divide».
—Bueno; vete a la cocina, y aprende para otra vez. A todo lo que él diga, por disparatado que sea, dices tú amén, y siempre amén.
Aquel hecho era quizás síntoma de un nuevo aspecto de locura, y las dos señoras no cabían ya en su pellejo, de temor y zozobra. No pasaron ocho días sin que el caso se repitiera. Maxi pudo apoderarse de un cuchillo, y fue hacia su tía, diciendo que la quería liberar. Gracias a que estaba allí el Sr. Torquemada, no fue difícil desarmarle; pero el susto no había quien se lo quitara a doña Lupe, que tuvo que tomarse una taza de tila. Por cierto que la señora se conceptuaba infeliz entre todas las señoras y damas de la tierra, por las muchas pesadumbres que sobre su alma tenía. No era sólo el estado lastimosísimo del más querido de sus sobrinos; otras cosas la mortificaban atrozmente, abatiendo su grande espíritu. Entre Fortunata y ella mediaron ciertas palabras que imposibilitaban absolutamente toda concordia.
«¡Vaya—le dijo doña Lupe una noche—, que te estás luciendo! ¿A qué esas reservas, cuando más indicada estaba la confianza? ¿Cómo es que lo ha sabido Maximiliano, que está demente, antes que yo, que estoy en mi sano juicio? ¿A qué esos escondites conmigo?».
Después de una larga pausa, Fortunata, con muchísimo trabajo, se determinó a responder esto: «Yo no se lo he dicho. Él lo adivinó. Esto no podía yo decirlo a nadie de esta casa, y a él menos...».
—¡Y a él menos!—repitió doña Lupe, clavando en la delincuente sus miradas como flechas.
—Sí, porque él no debía saberlo nunca—prosiguió la otra haciendo el último esfuerzo—. A usted pensaba yo decírselo, pero no me determiné por la vergüenza que me daba. Ahora que lo sabe, lo que tengo que hacer es pedirle que tenga compasión de mí, recoger mi ropa y marcharme de esta casa. Ahora sí que será para siempre.
La viuda de Jáuregui se tomó tiempo para dar contestación a estas gravísimas palabras. Un sin fin de ideas se le metió en la cabeza, y estuvo aturdida largo rato, sin saber con cuál de ellas quedarse. El rompimiento definitivo le arrancaba una tira de su corazón, con dolor agudísimo, por no serle posible retener las cantidades que Fortunata había puesto en sus manos. La elasticidad de su conciencia no llegaba nunca a sus estirones a la apropiación de lo ajeno, ni directa ni indirectamente. Lo ajeno era sagrado para ella, y aunque aumentase lo suyo cuanto pudiera a costa del prójimo, jamás llegaba a la absorción de lo que se le confiaba. Devolvería, pues, lo que se le había entregado, con los aumentos que a su buena administración se debían. Cierto que esta devolución era para ella un trance doloroso, algo como la separación de un hijo que se va a la guerra a que le maten, pues aquel guano, entregado a su dueño, pronto se perdería en el desorden y los vicios.
Pero si esta pena la estimulaba a transigir una vez más, su decoro y más aún su amor propio se sublevaban airados contra aquella infame, que traía al hogar doméstico hijos que no eran de su marido. Esto no se podía sufrir sin cubrirse de baldón; esto no lo toleraría doña Lupe, aunque tuviera que dar, no sólo el dinero ajeno, sino el propio... Tanto como el propio, no, vamos; pero en fin, así lo pensaba para poder expresar de una manera enfática su grandísimo enojo.
¡Qué diría la gente!... ¡qué las amigas, ante quienes doña Lupe oficiaba como guardadora de la moralidad y de los buenos principios! Cierto que para el mundo la situación que crearía la maternidad de la de Rubín sería una situación legal, toda vez que Maxi, enfermo y encerrado quizá para entonces en un manicomio, no había de llamarse a engaño; pero en este caso, la afrenta sería mayor por añadirse a ella la mentira. Y todos tendrían a doña Lupe por encubridora, y le cortarían lindos sayos. Si ya le parecía a ella oírlo: «Miren esa, tan orgullosa y rígida, tapando el matute que la otra bribona ha introducido en su casa. Lo hará por la cuenta que le tiene. El padre de la criatura es hombre rico y habrá pagado bien el alijo». La idea de que pudieran decir esto hacía brotar de la frente augusta de la viuda gotas de sudor del tamaño de garbanzos.
«Ella misma—pensó—, no se ha recatado para decirme que el pobre Maxi está tan inocente de esto como yo. Lo cantará lo mismo a todo el mundo, porque ella es así, muy bocona... Pero entre dos afrentas, prefiero que le haya dado por pregonar la verdad, pues así no hará catálogos la gente, ni tendrá nadie que decir si el chico es o no es...».
De todo esto se deducía que aquella pícara había traído una maldición a la casa; ella tenía la culpa de la demencia de Maxi. Bien lo vaticinó doña Lupe: mucha mujer para tan poco hombre. Naturalmente, el pobre chico tenía que morirse o perder la cabeza. Lo que había que desear ya era que la prójima se perdiese completamente de vista; que entre la familia y ella mediasen abismos infranqueables; que pudiera decir doña Lupe a los amigos: «esa mujer se ha muerto para mí». La sombra de Jáuregui parecía venir en ayuda de las determinaciones de su ilustre viuda, porque a esta le faltaba poco para ver a su marido salirse de aquel cuadro en que retratado estaba, tomar vida y voz para decirle: «Si no arrojas de tu casa a esa pájara, me voy yo, me borro de este lienzo en que estoy, y no me vuelves a ver más. O ella o yo». Y cuando la pájara repitió que se marchaba, doña Lupe no pudo menos de decirle con acritud: «¿Pero qué haces que no has echado ya a correr?... Francamente, me pasma que tengas pachorra para estar aquí todavía. Otra de más frescura no habrá». Llevándola a su gabinete le habló de la entrega de las cantidades que en su poder tenía. Fortunata dijo con mucha calma y frialdad que no se llevaba el dinero y que sólo tomaría los réditos. «¿Cómo voy a colocarlo yo? Téngalo usted; yo guardo el recibo y vendré todos los trimestres a recoger el premio».
Doña Lupe abrió tanta boca, que por poco se le entra una mosca en ella. Su primer impulso fue negarse a ser administradora y apoderada de semejante persona; pero tal prueba de confianza la anonadaba. Insistió en dar el dinero; insistió más la otra en dejarlo en manos que tan bien lo sabían aumentar, y así quedó el asunto. La de los Pavos temía que entre ella y su sobrina quedase aquella relación, aquel cable telegráfico, por donde vinieran a comunicarse la honradez más pura y la inmoralidad. Conservar el dinero era sostener una especie de parentesco... ¡Oh!, no, esto parecía como transacción con la afrenta. Pero al propio tiempo, entregar los santos cuartos a su dueña era lo mismo que tirarlos a la calle. Sus amantes se los gastarían en un decir Jesús... y era lástima que tan bonito capital se destruyese.
Mucho se disputó sobre esto, haciendo ambas alardes de delicadeza; pero, al fin, el dinero quedó en poder de doña Lupe. Ascendía la suma a treinta mil reales, los veinte mil dados por Feijoo, y diez mil y pico que habían producido desde aquella fecha, colocados por Torquemada en préstamos a militares. Precisamente en los días últimos del año, cuando ocurrió lo que ahora se cuenta, casi toda la suma estaba sin colocar, y la tenía la señora en su cómoda, esperando una proporción, que D. Francisco tenía en tratos con un señor comandante. La suma que poseía Fortunata en acciones del Banco, se conservaba en esta misma forma, porque así lo había dispuesto D. Evaristo. Guardaba la tía de Maxi el extracto de la inscripción en un hueco de su vargueño, y no se sacaba sino al fin de los semestres, para ir al Banco a cobrar el dividendo. Sobre esta clase de valores no hubo disputa entre las dos mujeres, porque desde luego pensó Fortunata llevárselos, y la otra no gustaba de conservar fondos de que no podía disponer para sus ingeniosas combinaciones financieras. La custodia de la inscripción le molestaba y la ponía tan en cuidado sin ningún beneficio, que no sintió verla salir de su casa. Los treinta mil reales quedaron bien agasajaditos en un rincón de la cómoda. Eran para doña Lupe como un hijo adoptivo a quien quería como a los hijos propios.