-viii-

Como antes se ha dicho, a los pocos días de la desaparición de su mujer, Maxi empezó a echarla de menos, mostrándose receloso, y apeteciendo su compañía con cierta mimosidad impertinente que ponía furiosa a doña Lupe. Juan Pablo y ella disertaron largamente sobre lo que se debía hacer, y por fin el primogénito dijo que intentaría aplicar a su hermano un buen sistema terapéutico, antes de recurrir al extremo de encerrarle en un manicomio. No se habían probado las duchas, ni el sacarle de paseo al campo, ni el bromuro de sodio, que estaba dando tan buen resultado contra la peri-encefalitis difusa y contra la meningo-encefalitis, etc... y siguió echando términos de medicina por aquella boca, pues entonces le daba por leer libros de esta ciencia, y con una idea tomada de aquí y otra de allá hacía unos pistos que eran lo que había que ver.

Dicho y hecho. Todas las mañanas iba Juan Pablo a buscar a su hermano, y unas veces engañado, otras casi a la fuerza, le llevaba a San Felipe Neri, y allí le arreaba una ducha escocesa capaz de resucitar a un muerto. Algunas tardes sacábale a paseo por las afueras, procurando entretener su imaginación con ideas y relatos placenteros, absolutamente contrarios al fárrago de disparates que el infeliz chico había tenido últimamente en su cerebro. A los quince días de este enérgico tratamiento, mejoró visiblemente, y su hermano y médico estaba muy satisfecho. Más de una vez se expresó Maxi durante el paseo como la persona más razonable. De su mujer no hablaba nunca; pero como saltase en la conversación algo que de cerca o de lejos se relacionara con ella, se le veía caer en sombrías meditaciones y en un mutismo tétrico del cual Juan Pablo, con todas su retóricas, no le podía sacar. Una mañana, al salir de la ducha, y cuando el enfermo parecía entonado por la reacción, ágil y con la cabeza muy despejada, se paró en la calle, y cogiendo suavemente las solapas del gabán de su hermano, le dijo: «Pero vamos a una cosa. ¿Por qué ni tú, ni mi tía, ni nadie queréis decirme dónde está mi mujer? ¿Qué ha sido de ella? Tened franqueza, y no hagáis más misterios conmigo... ¿Es que se ha muerto, y no me lo queréis decir? ¿Teméis que la noticia me altere?».

Juan Pablo no supo qué contestarle. Viendo en la cara y en los ojos de su hermano señales de nerviosa inquietud, trató de desviar la conversación. Pero el otro se aferraba a ella repitiendo sus preguntas y parándose a cada instante. «Pues mira—le respondió al fin haciendo un gesto campechano—. Hazte cuenta que se ha muerto... porque lo que yo te digo... ¿A ti qué más te da que viva o muera? ¿Para qué quieres tú mujer? Las mujeres no sirven más que para dar disgustos, chico. Ve aquí por lo que yo no he querido casarme nunca».

—¡Muerta!—dijo Maxi sin alzar la voz, pero con extraordinaria luz en los ojos—. ¡Muerta!... De modo que yo me puedo volver a casar.

Al decir esto, se insubordinaba; no quería ir por la acera, sino por el empedrado, dando manotadas y tropezando con algunos transeúntes.

Juan Pablo le metió en un coche para llevarle a su casa. Enterada la tía, apoyó la misma idea respecto a Fortunata, diciéndole: «Hijo, todos nos tenemos que morir. No te asombres de que le haya tocado a ella la china antes que a ti. Si Dios se la ha querido llevar, ¿qué quieres que hagamos?, conformarnos, mandar decirle sus misas correspondientes... y yo te aseguro que ya lleva dichas más de cuatro, y consolarnos poco a poco, como podamos».

Desde que ocurrió esto, la mejoría iniciada con el nuevo tratamiento pareció desmentirse. El enfermo no alborotaba; pero volvió a chapuzarse en hondísimas abstracciones. Sin duda en su cerebro había aparecido una nueva idea, o reproducídose alguna de las antiguas, que ya se tenían por abandonadas o dispersas. Durante muchos días no nombró a su mujer, hasta que una noche, yendo de paseo con Juan Pablo por las calles, se paró y le dijo: «¿Me quieres hacer creer que se ha muerto?... ¡Qué tontería! En ese caso, ¿por qué no nos vestimos de luto?».

—¡Qué atrasado de noticias estás! ¿No sabes que hay ahora una ley prohibiendo el luto?

—¡Una ley prohibiendo el luto! Si creerás que a mí me comulgas con ruedas de molino. Mira, chico, aunque parece que estoy trastornado, veo más claro que todos vosotros.

Y no se habló más del asunto. Conviene apuntar, antes de pasar adelante, que aquella abnegación de Juan Pablo y el asiduo interés que por la salud de su hermano mostraba, serían absolutamente inexplicables, dado el egoísmo del señor de Rubín, si no se acudiera, para encontrar la causa, a ciertas ideas relacionadas con la economía política o la ciencia que llaman financiera. Tiempo hacía que Juan Pablo tenía un proyecto de conversión de su deuda flotante, proyecto vasto, para cuyo éxito necesitaba el concurso de la casa Rostchild, por otro nombre, su tía. Respecto a la necesidad del empréstito, no cabía la menor duda; era cuestión de vida o muerte. Lo que restaba era que doña Lupe se prestase a hacerlo, pues la garantía moral de una de las entidades contratantes no era ni con mucho tan sólida como la de Inglaterra o Francia. Empezó, pues, el primogénito de Rubín por prestarle en aquel delicado asunto de la enfermedad de Maxi la oficiosa ayuda que se ha visto. Iba de continuo a la casa, y en todo cuanto hablaba con su tía, era de la opinión de esta, ya fuese de Política, ya de Hacienda lo que se tratara. Hizo entusiastas elogios del Sr. de Torquemada; explanó acaloradamente la necesidad de arreglar sus propios asuntos, con aquello de año nuevo vida nueva, estableciendo en sus gastos un orden tan escrupuloso, que no haría más el primer lord de la Tesorería inglesa. Cuando hallaba ocasión, echaba una puntadita; pero doña Lupe tenía más conchas que un galápago, y se hacía la tonta... pero tan tonta que habría que pegarle.

Apretado por el crecimiento aterrador de su deuda flotante, el filósofo desplegaba un tesón y constancia más que fraternales en el cuidado de Maxi. En Enero del 76, había conseguido domarle hasta el punto de que le llevaba consigo a la oficina, teníale allí ocupado en ordenar papeles o en tomar algún apunte, y por las noches solía llevarle a la tertulia del café, donde estaba el pobre chico como en misa, oyendo atentamente lo que se decía, y sin desplegar sus labios. Rara vez sacaba de su cabeza aquel viejo y maldecido tema de la liberación voluntaria y de la muerte de la bestia carcelera; pero una noche que estaban solos en el café, lo sacó, como se trae del desván un trasto viejo y se le limpia el polvo, a ver si lo ha deteriorado el tiempo o lo han roído los ratones. Con gran serenidad, Juan Pablo, oficiando de maestro de filosofía, dijo lo siguiente: «Mira, el dogma de la solidaridad de sustancia ha sido declarado cursi por todos los sabios de la época, congregados en un concilio ecuménico, que acaba de celebrarse en... Basilea. Las conclusiones son tremendas. Como no lees la prensa, no te enteras. Pues se ha decretado que son mamarrachos netos todos los individuos que creen en la liberación por el desprendimiento, y en que se debe dar la morcilla a la bestia. A los que sostienen la herejía filosófica de que va a venir un nuevo Mesías, encarnándose en una buena moza, etc., etc..., se les declara memos de capirote y se les condena a comer virutas».

—Mira, tú—dijo Maximiliano con el acento más grave del mundo y como quien hace una confidencia importante—. Eso del Mesías, acá para entre los dos, no lo he creído yo nunca, ni era dogma ni cosa que lo valga. Lo dije porque tuve un sueño, y al despertar se me quedó parte de él en la cabeza, y me andaba aquí dentro como un cascabel. Lo que hay es que me había entrado en aquellos días una idea de lo más estrafalario que te puedas imaginar, una idea que debía de ser criada aquí en el seno cerebral donde fermenta eso que llaman celos. ¿Qué creerás que era? Pues que mi mujer me faltaba y estaba en cinta. ¿Ves qué disparate?

—Ave María Purísima, ¡qué barbaridad!

—Sentía en mí, detrás de aquella idea, una calentura de celos que me abrasaba. Para averiguar si era fundada aquella pícara idea, fui ¿y qué hice? Pues saqué la cancamurria del Mesías que iba a venir, diciéndole que ella lo tenía en su seno y que el papá era el Pensamiento Puro... En fin, que con esta farsa pensaba yo arrancarle la confesión de lo que se me había metido entre ceja y ceja. ¿Qué resultó? Nada, porque aquella noche me puse muy enfermo; pero después he comprendido mi desatino, he visto claro, muy claro, y... Dios la perdone.

Empezó a tomar su café, y en tanto Juan Pablo se decía con tristeza: «¡Pero qué malo está esta noche! ¡Dios, qué malo!». Maxi repitió hasta seis veces el Dios la perdone, y cuando entraron Leopoldo Montes y otro amigo, se calló. A la hora y media de tertulia, dio en celebrar con extrema hilaridad los donaires que Montes contaba. Después tomó parte en la conversación, expresándose con tanta serenidad y con juicios tan acertados, que se maravillaban de oírle todos los presentes. Juan Pablo discurría así: «Pues no está tan guillati como pensé, y lo que dijo antes revela más bien talento agudísimo. ¡Por vida de la santísima uña del diablo! Si consigo yo ponerte bueno, mi querida tía, alias la baronesa de Rothschild, no tendrá más remedio que hincar la jeta y darme lo que necesito».

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