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Estuvo con un humor de mil diablos todo el Jueves y Viernes Santo. El Sábado, a poco de entrar en la oficina, le llamó Villalonga a su despacho. Rubín se dirigió allá palpitante de emoción. «¡Dios!—se decía—; ¿será para darme la secretaría? ¡Qué cuña, si no es para esto, qué cuña, ya no aguanto más! En cuanto salga del despacho del jefe, me levanto la tapa de los sesos, como hay Dios. La contra es que no tengo revólver... Me tiraré por el balcón... No, eso no; ¡me haría una tortilla!... Vamos, que el corazoncito me anuncia secretaría... Ánimo, chico, que hoy te va a sonreír la suerte».

El director era hombre muy expeditivo, y sin hacerle sentar le dijo: «Amigo Rubín, usted es listo y me conviene usted...».

Rubín vio la cara del director como la del Padre Eterno que los pintores ponen entre nubes, esmaltadas de angelitos.

«Me conviene usted, y yo le voy a meter en carrera».

—Muchas gracias, Sr. D. Jacinto. Ya sabe que estoy a sus órdenes.

—Pues le voy a dar a usted la gran sorpresa. Yo necesito un hombre; y como entiendo que usted sabrá desenvolverse en el destino delicadísimo que le pienso dar...

—La secretaría de...—No, amigo; es más. Yo, cuando encuentro una persona que me entra por el ojo derecho, y que sirve, digo copo, y la tomo para que me sirva a mí. Le juro a usted que me conviene, camará. Allá va la bomba. Va usted a ser gobernador de una provincia de tercera clase.

Rubín no pudo decir nada. Creyó que se le caía encima el techo del despacho y todo el Ministerio de la Gobernación.

«Pues sí, gobernador de mi provincia. Quiero ver cómo arreglo aquello. Usted no tiene que entenderse más que conmigo. El Ministro me da vara alta».

—Señor director—balbució Rubín—, disponga usted de mí.

—Pues será usted incluido en la combinación que va mañana a la firma del Rey. Ya hablaremos, y le contaré a usted de cómo está aquello. Creo que iremos bien.

Luego echaron un cigarro, y hablaron algo del estado de la provincia, desflorando el asunto. Empezó a entrar gente en el despacho, y Rubín se retiró para comenzar sus preparativos. Estaba el hombre que no sabía lo que le pasaba; creía soñar... se daba pellizcos a ver si estaba despierto, anduvo algún tiempo por la calle como un insensato... se reía solo... le dieron ganas de comprar un revólver para ponerse a disparar tiros al aire... ¡Ah!, lo que debía hacer era meterle un par de balas en el cuerpo a doña Lupe... sí, por mala, por tacaña... Pero no, no; perdonar a todo el mundo... La vida es hermosa, y gobernar un pedazo de país es el mayor de los deleites. A los individuos de Orden Público o de la Guardia Civil que iba encontrando, les miraba ya como subalternos, y por poco les manda prender a su tía y a Torquemada.

En el café, aquella noche, hubo la gran escena.

Al principio no dijo nada, esperando dar la sorpresa de sopetón; pero sus amigos conocieron que no era el mismo hombre. Daba un sonsonete de autoridad a sus palabras, medíalas mucho, tomaba el café con más pausa que de costumbre, y a cada momento echaba una frasecilla de protección. «Pero amigo Montes, no hay que apurarse... ya veremos, ya veremos si se te puede meter en algún hueco... D. Basilio me tiene que dar unos datos que necesito sobre la recaudación de la provincia de X... Oiga usted, Relimpio, no se dé prisa a presentar la memoria, porque esta situación dura. Cánovas tiene para un rato. Es hombre que entiende la aguja de marear». Y como se suscitara un debate político de los más graves, Rubín se puso de parte de los que defendían la tesis más razonable, conciliadora y templada. «Pero ustedes, ¿qué creen, que una sociedad puede vivir siempre soñando con trastornos? Seamos prácticos, señores, seamos prácticos, y no confundamos las pandillas de politicastros con el verdadero país».

En esto llegó La Correspondencia, y a las primeras ojeadas conspicuas que arrojó sobre las columnas de ella el buen D. Basilio, tropezó con la combinación de gobernadores, y lanzando un berrido de sorpresa, se restregó los ojos creyendo que leía mal. Mas convencido de que no era error, lanzó otra exclamación más fuerte y al instante se enteraron todos, y Juan Pablo fue objeto de aclamaciones y plácemes, unos sinceros, otros con su poco de bien disimulada envidia.

«Hace tiempo que el amigo Villalonga tenía empeño en eso. Hoy ha machacado tanto que no he podido decirle que no».

—¡Pero qué callado se lo tenía!

De todos lados de la cámara... digo del café, vino gente a felicitar al gobernador, y el mozo, a quien Juan Pablo debía el consumo de cinco meses, y algunos picos, se puso más contento que si le hubiera caído la lotería; y hasta el amo del establecimiento fue a dar un apretón de manos a su parroquiano, diciéndole si podía colocar en las oficinas de la provincia a un sobrinito suyo que tenía muy buena letra.

«No le digo que sí ni que no, D. José. Veremos. Tengo la mar de compromisos... Pero ya sabe usted que haré los imposibles por servirle... Usted me manda».

El hombre compensó con los goces de aquella noche los sufrimientos y tristezas de tantísimos meses. Toda la gente que próxima estaba, mirábale con cierta expresión de asombro y respeto, como se mira a quien es, ha sido o va a ser algo en el mundo. En cuantos asuntos se trataron aquella noche en el círculo, Rubín hizo gala de las ideas más sensatas. Era preciso moralizar la administración provincial, desterrar abusos; sobre todo, en el destierro de los abusos insistió mucho. Su plan de conducta era muy político... contemporizar, contemporizar mientras se pudiera, apurar hasta lo último el espíritu conciliador; y cuando se cargara de razón, levantar el palo y deslomar a todo el que se desmandase... Mucho respeto a las instituciones sobre que descansa el orden social. Cuando va cundiendo el corruptor materialismo, es preciso alentar la fe y dar apoyo a las conciencias honradas. Lo que es en su provincia, ya se tentarían la ropa los revolucionarios de oficio que fueran a predicar ciertas ideas. ¡Bonito genio tenía él...! En fin, que el pueblo español está ineducado y hay que impedir que cuatro pillastres engañen a los inocentes... La mayoría es buena; pero hay mucho tonto, mucho inocente, y el Gobierno debe velar por los tontos para que no sean engañados... En cuanto a moralidad administrativa, no había que hablar. Él no pasaba ni pasaría por ciertas cosas. Ya le había dicho a Villalonga que aceptaba con la condición de que no le pondría veto a la persecución y exterminio de los pillos... «A muchos que mangonean ahora, les he de llevar codo con codo a la cárcel de partido... Yo soy así; hay que tomarme o dejarme».

Don Basilio era de los que sinceramente se alegraban del golpe de suerte que había tenido Juan Pablo. Aquel destino no era de su ramo, y por tanto, no lo envidiaba. Si se hubiera tratado de la dirección económica de una provincia, D. Basilio habría sentido tristeza del bien ajeno. Pero no le sacaran a él de sus números... Por cierto que el Ministro le había encargado un trabajo que le traía marcado... proyecto de reglamento para la cobranza del subsidio industrial... «Siempre me caen a mí estos turrones. Ocurre en secretaría que no se conocen los antecedentes de tal o cual cosa... '¡Ah!, la Caña lo sabrá'. Piden en el Congreso una nota del estado en que se halla la codificación de Hacienda. ¡Qué lío! Nadie sabe una palabra... '¡Ah!... a ver... la Caña'. Y la Caña les saca del apuro. Que el Ministro quiere enterarse de los trabajos hechos para el establecimiento del Registro fiscal, que es el gran medio para descubrir la riqueza oculta... Pues toda la casa revuelta; busca por aquí, busca por allá. Hasta que a uno se le ocurre decir... 'Eso la Caña...' y efectivamente; como que la Caña es el que hizo los primeros estudios del Registro fiscal». Total, que si por desgracia llegaba a faltar D. Basilio del Ministerio de Hacienda, este se venía abajo de golpe como un edificio al cual falta el cimiento.

Leopoldo Montes aspiraba a que Rubín le llevase de secretario; pero esto no era fácil. «Chico, yo se lo diré a Villalonga. Creo que me dan el secretario hecho... Veremos si te meto de inspector de policía». Otros tertuliantes sentían envidia, y aunque felicitaban y adulaban al favorecido, al propio tiempo hacían pronósticos de las dificultades que había de tener en el gobierno de su ínsula. Pero ello es que la lisonja y la envidia, la codicia ambiciosa, la curiosidad y la novelería aumentaban considerablemente el personal de la tertulia en el tiempo que medió entre el nombramiento y la salida de Rubín para su destino. Mucho ajetreo tuvo aquellos días para arreglar sus asuntos y proveerse de ropa. Y no dejaron de molestarle también y entorpecerle ciertas disensiones domésticas, pues Refugio, que ya se estaba dando pisto de gobernadora, y se había despedido de sus amigas con ofrecimientos de protección a todo el género humano, se quedó helada cuando su señor le dijo que no la podía llevar... Pucheros, lloros, apóstrofes, quejas, gritos... «Pero, hija de mi alma, hazte cargo de las cosas; no seas así. ¿No comprendes que no me puedo presentar en mi capital de provincia con una mujer que no es mi mujer? ¡Qué diría la alta sociedad, y la pequeña sociedad también, y la burguesía!... Me desprestigiaría, chica, y no podríamos seguir allí. Esto no puede ser. Pues estaría bueno que un gobernador, cuya misión es velar por la moral pública, diera tal ejemplo. ¡El encargado de hacer respetar todas las leyes, faltando a las más elementales!... ¡Bonita andaría la sociedad, si el representante del Estado predicara prácticamente el concubinato! Ni que estuviéramos entre salvajes... Convéncete de que no puede ser. Tú te quedas aquí y yo te mandaré lo que vayas necesitando... Pero lo que es allá no me pongas los pies... porque si lo hicieras, tu chachito se vería en el caso de cogerte... ya sabes que tengo mucho carácter... de cogerte y mandarte para acá por tránsitos de la Guardia civil».

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