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Fortunata sintió ruido en la puerta y esta voz: «¿Se puede?».—«Pase usted, D. Segismundo» dijo reconociendo al regente de la botica. Y entró el tal con cara risueña y actitud oficiosa, como de persona que cree ser útil. Estaba la joven incorporada en su lecho, con chambra y pañuelo a la cabeza. «¡Qué reguapa está!—pensaba Ballester al saludarla, apretándole mucho la mano—. ¡Lástima de mujer!».

«Ayer no pasó usted—le dijo ella con amabilidad—, porque yo no sabía quién era, y no quiero recibir visitas. Estoy muerta de miedo, y por las noches sueño que alguien viene a robármelo. ¿Quiere usted verle?...».

A su lado estaba, durmiendo con plácido sueño, el recién venido personaje, cuyas precoces gracias quería mostrar a su amigo. Así lo hizo con más orgullo que vergüenza, y apartó las sábanas, dejando ver la carita sonrosada y los puños cerrados del tierno niño.

«¡Cuidado que es bonito!» dijo Ballester inclinándose—.

Tiene a quien salir por una y otra banda.

—Dos horas hace que está tan dormidito. ¡Qué ángel! ¡Y si viera usted qué pillo es, y qué tragón! Viene determinado a darse buena vida. Si lo viera usted cuando se pone a mirarme... ¡Pobrecito! Me quiere mucho. Sabe que le quiero más que a mi vida, y que es para mí el mundo entero.

—Ya sabe usted lo convenido. Seré padrino de Su Excelencia. Usted me lo prometió la última vez que nos vimos.

—Sí, sí, y no me vuelvo atrás. Usted será padrino.

—Y después del primer nombre, que usted designará (poniéndose muy inflado), llevará el mío, Segismundo. ¿Qué le parece a usted?

—Muy bien. Se llamará Juan, después Evaristo, y después Segismundo.

—Bueno; transijo con el tercer lugar en el escalafón, pero de ahí no paso; como usted me quiera echar al cuarto, me sublevo.

Ambos se rieron. Ballester se había sentado en una silla junto al lecho, y no quitaba los ojos de aquella mujer, que le parecía entonces más hermosa que nunca. «Le daría cuatro besos—pensaba—; pero de amistad, de pura amistad, porque me interesa esta infeliz... y digan lo que quieran, no es tan mala como se cree por ahí». Después empezó a dar noticias de la familia y amigos, las cuales oía Fortunata con gran curiosidad. «Doña Lupe, con toda su fiereza, no la olvida a usted. Todos los días nos pide noticias a mí o a Quevedo, y pregunta también por el muchacho, si es robusto, si mama bien, si tiene algún defecto físico...».

—¡Defecto!...—exclamó la madre indignada—. Si es una preciosidad. Más perfecto es que las perfecciones. Se lo enseñaré a usted desnudo, para que vea qué hermosura de hijo. Estoy loca con él. Me parece que han de venir a quitármelo. Y no crea usted; ¡hay tanta envidiosona...!

Dejando que pasara la racha de entusiasmo maternal, Ballester continuó así: «Pero lo que la pasmará a usted es saber que el amigo Maxi está tan mejorado, pero tan mejorado, que si le ve usted no le conoce».

—¿Pero es de verdad?... Quia: guasas de usted.

—No hija. Siempre que ocurre en la casa o en la vecindad algo difícil de resolver, se le consulta a él. Está hecho un Salomón. Doña Desdémona, cuando surge alguna dificultad en su república de pájaros, le llama, y lo que él dice, se hace.

—Vaya, que hoy estamos de vena. Ojalá fuera verdad lo que usted dice. Yo me alegraría mucho, con tal que no se acordara de mí para nada, ni supiera que estoy viva.

—Pues eso sí que no lo logra usted... Todo lo sabe.

—¡Ay, no me lo diga, por Dios! (asustadísima y palideciendo). No sabe usted el miedo que me ha entrado. Ya no voy a tener un minuto de tranquilidad. ¿Pero es eso verdad? No se divierta conmigo, Ballester; mire que estoy temblando de miedo.

—¿Miedo a qué? Si está muy razonable, y más tranquilo que nunca. Todas sus ideas son ideas de benevolencia y tolerancia. Habla poco, y a lo mejor se descuelga diciendo cosas muy buenas. No le suelta a usted un disparate ni aunque se lo pida por favor. Respecto de usted, creo que el sentimiento que tiene es la indiferencia, si es que la indiferencia se puede llamar sentimiento.

—No me fío, no me fío (meditaba, demostrando en el tono que no las tenía todas consigo). Verá usted cómo el mejor día...

La conversación pasó de Maximiliano a las Samaniegas, mostrando Fortunata gran extrañeza de que Aurora no se acordase de ella. «Es una mala crianza, porque bien sabe dónde estoy, y desde su obrador aquí se viene en tres minutos. Y si no quería ella venir, ¿qué le costaba mandar una oficiala a preguntar si vivo o si muero?... Crea usted que esto me duele; porque yo, a quien me quiere como dos le quiero como catorce».

Ballester contestó con un gran suspiro, al cual no dio su interlocutora la interpretación conveniente. De pronto el farmacéutico mudó el tema: «¡Ah!, me olvidaba de lo mejor. ¿Sabe usted que el crítico y yo nos hemos hecho amigos? ¡Quién lo creería! ¡Tanto como yo le odiaba! Pues verá usted. Padillita le metió un día en la botica, y yo empecé a darle guasa con sus críticas, diciéndole que me gustaban mucho. Pues resulta que es muy modesto y que se asusta cuando le elogian lo que escribe. Poco a poco hemos ido intimando, y toda la inquina que le tenía se ha evaporado. Es tan honradito el pobre Ponce, que todo lo que escribe es de conciencia, y hasta cuando elogió el dramón aquel que a mí me sacaba de quicio, lo hizo porque le salía de dentro. Y aunque le paguen tarde, mal y nunca, él tan conforme en su sacerdocio; lo toma en serio, y le parece que nadie ha de tener opinión sobre las obras si él no la da. Ha hecho oposición a una placita en el Tribunal de Cuentas y la ha ganado. ¿Pues qué cree usted? El infeliz tiene que mantener a su madre, que está enferma; y yo, desde que me contó su historia, no le cobro nada por las medicinas. Le damos bromas con Olimpia y la pieza que toca, diciéndole que su adorada es muy romántica y que no tenga miedo de casarse, porque no come. Ni necesitan cocinera, ni cocina, ni siquiera cesto para la compra. Yo le digo que abandone el sacerdocio y que deje a los autores y al público que se arreglen como quieran. Está conforme conmigo, y por fin me ha revelado un secreto: ha escrito un drama y lo tiene en el Español; y como se represente, el exitazo es seguro. La noche del estreno pienso ir con todos mis amigos para armar un alboroto y llamar al autor a la escena lo menos cuarenta veces. Me quiere leer la obra y yo le he dicho que me la deje allí. Sin leerla, le diré que es magnífica, y un amigo mío periodista pondrá un sueltecito con aquello de que en los círculos literarios se habla mucho, etc... Le digo a usted que me interesa mucho ese infeliz, y que haría yo algo por él si pudiera. En bálsamo tranquilo le tengo dado ya más de medio cuartillo, y el extracto de belladona se lo lleva de calle, porque lo que padece la mamá es reuma. También le he hecho una bizma para la cintura que vale cualquier dinero. Yo soy así; al que me entra por el ojo derecho, le doy hasta la camisa. ¡Y si viera usted qué cariño me ha tomado Ponce! Echamos largos párrafos sobre el arte realista, y el ideal, y la emoción estética, y cuanto yo digo, aunque sea un gran desatino, porque en mi vida las he visto más gordas, lo escucha como el Evangelio, y yo me doy con él un lustre que no hay más que ver. Fuera de estas tonterías de la crítica, es un alma de Dios, muy agradecido, muy delicado, sin más debilidad que la de querer a Olimpia y figurarse que un hombre de sesos se puede casar con semejante inutilidad. Yo me he propuesto quitárselo de la cabeza, y creo que lo voy consiguiendo. Porque yo le digo: «¿Con qué se van a mantener? ¿Con la pieza?». Si se casa, van a ser cuatro de familia; el matrimonio y la mamá de él, enferma, y una hermanita que, según me ha contado Ponce, debe de tener hambre canina. De esto hablamos largamente en la botica, que llamamos el círculo literario, y le voy engatusando. Olimpia me sacaría los ojos si supiera las cosas que le digo a su novio; pero que se fastidie. Ya le he conocido siete osos, y lo que es a este no le pesca tampoco. Yo le he tomado bajo mi protección, y le he de salvar. ¡Buen turrón le caía si se casara...!».

—¡Qué risa con usted! ¡Pobre Ponce! Ya le decía yo que era un buen chico, y usted empeñado en darle la morcilla.

—¡Ah!, de buena escapó. Guardo la fatídica yema para otro, sí, para otro, en quien ahora recaen todos mis odios. No me pregunte usted quién es, porque no se lo he de decir... Se lo diré después que se la haya zampado, porque se la tiene que comer, como este es día.

En esto, el ruido de voces, que sonaba en la salita próxima aumentó considerablemente, y a los oídos de Ballester llegaban estas palabras: envido a la chica, órdago a los pares.

«Es mi tío José—dijo Fortunata—, que está jugando al mus con su amigo. Le mando que venga aquí para que me acompañe mientras estoy en la cama, porque tengo mucho miedo, y para que no se aburra, hago que le traigan una botella de cerveza y le permito que venga su amigo a hacerle compañía».

Ballester se asomó a la puerta entornada para ver a la pareja. No conocía a ninguno de los dos; pero la cara de Ido del Sagrario no era nueva para él, y creía haberla visto en alguna parte, aunque no recordaba dónde ni cuándo.

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