Izquierdo entró con una botella de cerveza y detrás el mozo del café de Gallo con un grande de limón, ponchera y copas. «La señora—dijo él queriendo ser amable—, va a tomar un vasito de cerveza con limón».
—¡Quite usted allá!—replicó la dama—. Yo no bebo esas porquerías. Se lo agradezco...
A Fortunata la invitaron también; pero ella no quiso tampoco tomarlo, y pidió leche. Ballester, atento a serle agradable, mandó a Encarnación por la leche, y Guillermina se despidió para retirarse en el momento en que entraba Plácido, que había subido presuroso y lleno de oficiosidad a ponerse a sus órdenes.
Segismundo observaba a su amiga, y a la verdad, no le parecía su estado muy católico. El falso gozo que la hacía reír a cada instante no era buena señal, y hubiera él deseado que hablase menos. Pero todo se volvía contar el lance con Aurora, dándole proporciones trágicas, y una vez concluido, lo empezaba de nuevo, revelando contra la que fue su amiga una saña implacable. Ballester la contradecía suavemente, recomendándole la prudencia, la tolerancia y el perdón de las injurias. No sabiendo ya qué decirle, llegó hasta sacarle el ejemplo de Maximiliano, que llevaba con tan cristiana mansedumbre el cargamento de sus agravios. La diabla, al oír esto, se reía más, diciendo que su marido era un santo, un verdadero santo, y que si le canonizaban y le ponían en los altares, ella le rezaría y le escupiría. Esto no lo oyó Rubín, que a la sazón estaba jugando a las damas con Izquierdo.
Trajeron la leche, y cuando Encarnación se la servía a su ama, esta vio que habían caído dos moscas; le entró mucho asco y puso a la chiquilla como hoja de perejil, llamándola puerca y descuidada. El regente mandó traer más leche, y dijo que la de las moscas se la bebería él, pues no tenía asco de nada. Sacó los insectos con el dedo meñique, y su amiga le criticó esta acción, llamándole sucio y tratándole con cierta sequedad. Trajeron la leche bien tapada para que no cayeran moscas, y mientras Fortunata se la bebía, Ballester se tomó la otra, diciendo bromas y chuscadas, con las cuales no lograba disipar la negra tristeza en que la joven había caído tras la ruidosa alegría. Mandola acostar, y entretanto, pasó el farmacéutico a la sala, haciendo que atendía al juego de las damas. No podía tener tranquilidad mientras Maxi estuviera allí, ni se fiaba de sus apariencias resignadas y filosóficas. Con disimulo, y fingiendo que le hacía cosquillas, por jugar, le tocó los bolsillos, temeroso de que llevara algún arma. Pero nada encontró en su disimulado reconocimiento. A pesar de todo, no quería Ballester irse sin llevarle por delante, y tanto bregó con él, que hubo de conseguirlo. Salió, pues, el regente haciendo propósito de volver, pues su amiga le había puesto en cuidado.
Platón se fue también al anochecer, pero a las nueve regresó encendiendo luz en la sala. No eran las nueve y cuarto, cuando Fortunata, que había empezado a dormitar, sintió pasos, y vio que un hombre entraba en la alcoba. «¿Quién es?—preguntó alarmada, echando los brazos a su hijo—. ¡Ah!, eres tú, Maxi; no te había conocido. Está esto tan oscuro...».
La tos perruna de su tío la tranquilizó, diciéndole que no estaba sola. Mandó a la chica que trajese luz, pues se le había despabilado el sueño, y José, atento a custodiarla, se asomaba a cada instante a la alcoba. Sentose Maximiliano junto a la cama como el día anterior, y bondadosamente le dijo: «Esta tarde había aquí mucha gente y no pude hablarte. Por eso he vuelto. Ya sé que tú y Aurora os pegasteis. Doña Casta está furiosa, y mi tía, no puedes figurarte lo alborotada que está contra ti. Sobre este suceso de hoy se me ocurre a mí una cosa que te quiero comunicar».
—Dímelo, dímelo prontito—indicó ella, que sin saber por qué, esperaba de aquel hombre, a quien tenía en tan poco ideas extrañas y quizás consoladoras.
—Pues lo que has hecho esta tarde favorece a tu enemiga—afirmó Rubín con severidad de médico, aguardando el efecto que tales palabras habían de hacer en ella—. Sí; favorece a tu enemiga. Tú eres tonta y no conoces la naturaleza humana. Yo, desde que entré en esta gran crisis de la razón, todo lo veo claro, y la naturaleza humana no tiene secretos para mí.
Fortunata no comprendía. «Me explicaré mejor. Quiero decir que al maltratar a tu rival le has dado la victoria sobre ti. El hombre a quien queréis las dos pudo haber vacilado antes de elegir la que definitivamente había de merecer su amor. Ahora no vacilará. Entre una que se descompone y hace las brutalidades que tú hiciste y otra que padece y es maltratada, el amor tiene que preferir a la víctima. Toda víctima es por sí interesante. Todo verdugo es por sí odioso. En un pleito de amor, la víctima gana siempre. Ésta es una verdad que está escrita en el corazón humano como en un libro, y yo leo en él tan claro como leemos una noticia en El Imparcial. Yo lo sé todo; nada se me oculta. Demasiadas pruebas tienes de ello».
A Fortunata le hizo esto tan mal efecto, que sintió ganas de coger la palmatoria y tirársela a la cabeza. Respondió con despecho: «Pues si gana ella, mejor. A mí no me importa nada que él la quiera ni que la deje de querer...».
—Y ahora la va a querer tanto—agregó Maxi impasible y frío—, la va a querer tanto, que los amantes de Teruel van a ser paja al lado de ellos. La querrá porque ha sido atropellada, y las víctimas siempre inspiran amor. Créetelo porque te lo digo yo, que todo lo sé. La querrá con locura, más que a ti, más que a su mujer; y hará con ella lo que no hizo con ninguna. Abandonará a su mujer y a sus padres para vivir a sus anchas con ella... Y serán felices y tendrán muchos hijitos.
Lo que la de Rubín dijo no fue más que un mugido. Hizo ademán de coger la palmatoria. Después se tapó la cara con la mano.
«Yo te digo estas cosas porque son la verdad, y te pego con la verdad para que la lección escueza. Así, así es como aprendes. Bonita enseñanza, ¿verdad? Cierto que duele y hace sangre; pero padecer y aprender son sinónimos. Por tu bien es. Tu conciencia se purificará, y ojalá te murieras con esta pena, porque te irías derecha al Cielo».
La joven lloraba con angustia, y él no parecía tenerle compasión.
«Veo que me crees y haces bien. Lo que te he dicho ha salido siempre verdad. Yo lo sé todo, y mi razón me presenta la vida como un panorama ante los ojos. Es un don que recibí de Dios. Cuando estaba loco, adivinaba por inspiración; bien lo sabes, y recordarás que te anuncié todo lo que iba a pasar... La verdad venía entonces a mí envuelta en una especie de simbolismo, como las verdades reveladas a los pueblos de Oriente. Pero luego entré en la época de la razón, y la verdad se me ofrece clara y desnuda, y desnuda y clara te la digo. ¿Acerté a encontrarte cuando todos me decían que te habías muerto? ¿Acerté a descubrir lo de Aurora con los detalles de casa, hora a que se reunían, etcétera? Pues ya ves. Nada se me esconde, y lo que acabo de decirte es el Evangelio. Has dado la victoria a tu enemiga... aguanta el golpe. Tu víctima y tu verdugo serán felices y tendrán muchos hijos».
—Cállate, cállate o verás...—dijo Fortunata amenazándole con el puño, y tratando de vencer el terror sugestivo y supersticioso que su marido le inspiraba—. Yo también sé verdades y te voy a decir una.
—Pues dímela pronto.—Digo que eres un hombre sin honor...
Maximiliano se estremeció ligeramente, pero nada más. Seguía oyendo. «¿Y qué más?» dijo.
—¿Te parece poco?—prosiguió la diabla, que de rabiosa que estaba, tenía espuma de saliva en los labios—. Pues Ballester y doña Guillermina lo decían hace poco: «Es un santo; pero no tiene el sentimiento del honor». Conque ya sabes. Déjame en paz. No quiero verte más. Unos dicen que estás cuerdo, y otros que estás loco. Yo creo que estás cuerdo, pero que no eres hombre; has perdido la condición de hombre, y no tienes... vamos al decir, amor propio ni dignidad... Conque ahí tienes tu lección. Aguanta y vuelve por otra. ¿Qué creías?, ¿que yo iba a sufrirte tus lecciones, y no te iba yo a dar las mías?
—Lo que dices (con glacial estoicismo) es propio de una criatura llena de debilidades y de impurezas, en quien la razón se halla en estado embrionario, y que habla y obra siempre al impulso de las pasiones y del vicio.
—¡Tiologías!—gritó Fortunata exaltándose y moviendo los brazos como una actriz en pasaje de empeño—. Si tú hubieras tenido tanto así de dignidad, me habrías pegado un tiro... No lo has hecho. Mejor para mí. Y otra cosa te digo. Si hubieras tenido un adarme de sangre de hombre, cuando viste a ese y a esa, les habrías pegado seis tiros, dejándoles secos a los dos. Pero tú no tienes sangre. Esa santidad y esa cristiandad y esa pastelera razón son la horchata que tienes en las venas...
Izquierdo, que oía desde la puerta, se alarmó, creyendo oportuno evitar aquel coloquio que tan mal giro tomaba: «Ea—dijo entrando—, bastante hemos hablado. Y usted, señor de Maxi, haga el favor de tomar soleta...».
Le cogía por un brazo, sin que él hiciese resistencia. Rubín estaba algo aturdido, como si analizara y descompusiera en su mente las acusaciones de su mujer antes de darles la réplica que merecían. De repente, cual movida de un impulso epiléptico, Fortunata se incorporó en el lecho, echó los brazos hacia adelante, clavó los dedos de una mano en el hombro de su marido con tanta fuerza que le tuvo atenazado, y comiéndoselo con los ojos, le gritó de este modo: «Marido mío, ¿quieres que te quiera yo?, ¿quieres que te quiera con el alma y la vida?... Di si quieres... Yo me he portado mal contigo; pero ahora, si haces lo que te pido, me portaré bien. Seré una santa como tú... Di si quieres...».
Maxi la interrogaba con su mirada luminosa.
«Di si quieres. Verás cómo lo cumplo. Seré una mujer modelo, y tendremos hijos tú y yo... Pero has de hacer lo que te digo. Yo te juro que no me volveré atrás, y te querré. Tú no sabes lo que es una mujer que se muere por un hombre. ¡Pobretín, esa miel no la has catado nunca!... ¿No darías tú algo porque yo te quisiera como tú me querías a mí?... ¿Te acuerdas de cuando me adorabas, te acuerdas?... Pues figúrate que yo te adoro a ti lo mismo y que te llevo estampado en mi corazón, como tú me llevabas a mí...».
Maximiliano empezó a inmutarse... La máscara fría y estoica parecía deshacerse como la cera al calor, y sus ojos revelaban emoción que por instantes crecía, como una ola que avanza engrosando.
«Di si quieres...—repetía la diabla con exaltación delirante—. Déjate de santidades y reconciliémonos y querámonos... Tú no lo has catado nunca. No sabes lo que es ser querido... Verás... Pero ha de ser con una condición... Que hagas lo que debiste hacer, matar a esa indina, matarla... porque lo merece... Yo te compro el revólver... ahora mismo...».
Sus manos revolvieron temblorosas bajo las almohadas buscando el portamonedas. De él sacó un billete de Banco. «Toma, ¿quieres más? Compras un revólver... bien seguro... pero bien seguro... la acechas, y plim... la dejas seca... Oye otra cosa: Para que se te quiten los celitos, y cumplas con tu honor como un caballero, les matas a los dos, ¿sabes?, a ella y a él, que también lo merece, y después de muertos (con salvaje sarcasmo), después de muertos, ¡que tengan los hijos en el otro mundo!... ¿Con que lo harás? Hazlo por mí, y por su pobrecita mujer, que es un ángel... las dos somos ángeles, cada una a su manera... Dime que lo harás... ¡Y luego te querré tanto...! No viviré más que para ti... ¡Qué felices vamos a ser!... tendremos niños... hijos tuyos, ¿qué te crees?...».
Maxi, lelo y mudo, la miraba, y al fin sus ojos se humedecieron... Se deshelaba. Quiso hablar y no pudo... La voz le hacía gargarismos.
«Sí... quererte a ti—añadió ella—. No sé por qué lo dudas. ¡Ah!, no me conoces... no sabes de lo que soy capaz... déjate de tiologías... ¡El amor! Yo te enseñaré lo que es... No lo sabes, tontín... ¡la cosa más rica...!».
—Vamos, ¿qué yeciones son estas?—clamó Izquierdo, tirando a Rubín de un brazo—. Basta de música... A la calle, que esta chica está mu mala.
—Tío, déjele usted, déjele usted... Es mi marido, y queremos estar juntos... ¡Vaya!...
Maxi se dejaba levantar del asiento como un saco. Se había quedado inerte. De pronto, hubo algo en su espíritu que podría compararse a un vuelco súbito, o movimiento de cosas que, girando sobre un pivote, estaban abajo y se habían puesto arriba. Las manos le temblaban, sus ojos echaron chispas, y cuando dijo matarles, matarles, su voz sonó en falsete como en la noche aquella funesta, después del atropello de que fue víctima en Cuatro Caminos.
«Mátameles, sí...—añadió la diabla, retorciéndose las manos—. ¡Hijos ella!... En el infierno los tendrá...».
Cayó desplomada sobre las almohadas, chocando la cabeza contra los hierros de la cama.
Maxi alargó la mano y recogió el billete, que estaba aún sobre la colcha. Y a punto que Izquierdo le sacaba, resonó la voz de Juan Evaristo con agudísimo timbre, y entraba Segismundo, asombrándose mucho de ver al filósofo otra vez allí.