«Cállese usted, so guillati—chillaba Segunda, que por los movimientos amenazadores que hizo, parecía dispuesta a desbaratar con un par de bofetadas la frágil persona del profesor idumeo—. La culpa la tiene este morral que está aquí durmiéndola».
Obra de romanos fue el despertar a Platón; por fin, su hermana le tiró de una pata, mientras Encarnación tiraba de la otra, y el corpachón del modelo, resbalando sobre el sofá, se desplomó con estruendo sobre el piso. Un rato estuvo estirándose, refregándose los ojos con las manazas, y escupiendo más hostias que palabras. «¿Onde está el judío ladrón que ha entrado sin mi premiso?, ¡hostia!, que le parto por la metá». El lenguaje de Segunda no desmerecía del de su hermano por la finura ni por lo escogido de las voces, lo que desagradaba extraordinariamente a Ido. Maxi salió a la salita, y José Izquierdo se le cuadró ladrándole así: «¡Ah!, era usté. Ora mismo a la calle... brrr... ¡Y que tengo yo un genio mu blando...! Pues si le llego a ver antes ¡hostia!, me caso con la santísima... si le llego a ver antes, por el judío balcón, ¡hostia!, va solutamente a la calle».
Sin demostrar temor alguno, Maximiliano sonreía. Se armó tal zaragata, que tuvo que intervenir Ido con frases de concordia, y Segunda manoteaba, echando la culpa al calzonazos de su hermano, y este increpaba a Encarnación, y la chiquilla daba de rechazo contra Maxi; y fue tal el vocerío que hubo de presentarse en la puerta, que estaba abierta, Estupiñá, y penetró en la casa con ademanes policiacos, mandando callar a todo el mundo y amenazando con traer una pareja. «Ya decía yo que en este cuarto no habría paz, y como sigan así, pronto los planto a todos en la calle». Se fue refunfuñando, y al anochecer, cuando ya Ido y Maxi se habían marchado, y los hermanos Izquierdo estaban comiendo, volvió a subir, con bastón de mando, y dijo despóticamente: «Orden, orden y el primero que meta ruido, va a la cárcel».
—Pues qué, D. Plácido, ¿va a venir el Viático?
—Poco menos—replicó el hablador entrando sin pedir permiso y dirigiéndose a la alcoba—. Que va a venir el ama, la señora casera. Mucho orden, señores, mucha formalidad.
Lo mismo fue oír Platón que la señora de Pacheco venía, que el temor de verla le intranquilizó y no tuvo ya sosiego. A trangullones despachó la comida, apresurándose a largarse a la calle. Tal era su miedo de que la señora le viese, que bajó la escalera a escape, y se le erizaba el cabello pensando en que si Guillermina subía cuando él bajaba, no tendría dónde meterse para evitar su encuentro.
Desde la entrevista con su marido, Fortunata se puso tan inquieta, que Segunda tuvo que enfadarse para impedir que se levantara, pues quería hacerlo a todo trance. El chiquitín debía de encontrar novedad en lo tocante a provisiones de boca, porque estaba mal humorado, como si quisiera también echarse a la calle, en son de pronunciamiento. El aviso de la visita de la santa calmó bastante a la madre; pero no al hijo, que no entendía aún ni jota de santidades. Presentose la dama a las nueve, acompañada de Estupiñá; y después de saludar a Segunda como si fuera esta la señora más encopetada, pasó, y antes de decir nada a la que fue su amiga, examinó bien a Juan Evaristo Segismundo. Segunda acercaba una vela para que la dama pudiera ver bien las facciones del niño, quien no parecía entusiasmado, ni mucho menos, con inspección tan impertinente ni con la viveza de la luz, tan próxima a sus ojitos.
«¡Qué mal genio tiene!» dijo la santa sentándose junto al lecho, mientras Fortunata agasajaba a su hijo, y metiéndole el pecho en la boca, trataba de aplacarle. Fue Guillermina muy parca en saludos y demostraciones de afecto, y luego, cuando se quedaron solas la señora de Rubín y la santa, esta no dijo nada de religión, ni mentó la virtud, ni el pecado, ni cosa alguna concerniente al orden moral. Habló de si la joven madre tenía o no mucha leche, y de si sentía esta o la otra molestia, con otras cosas pertinentes al estado en que se hallaba. Fortunata notó en la cara apacible de la fundadora cierta severidad estudiada, y para romper aquel hielo, dijo lo siguiente, cuya oportunidad podría dudarse: «Este sí que es el Pituso legítimo, el de la propia tía Javiera, ¿verdad, señora? ¡Ah!, ¿no sabe? En cuanto mi tío José oyó decir que usted venía, salió de carrera, como alma que lleva el diablo».
—Por el miedo que me tiene. Buena nos la dio... Déjele usted estar, que como yo le coja a mano, le he de decir cuatro cosas.
Y cuando la madre puso al niño a su lado, ya harto y dormido, Guillermina le volvió a mirar atentamente, observando sus facciones como el numismático observa el borroso perfil y las inscripciones de una moneda antigua para averiguar si es auténtica o falsificada. Después dio un suspiro, y guiñando los ojos para mirar a Fortunata, se expresó así: «¡Buena la hemos hecho, buena!...».
Y ambas estuvieron calladas un rato, mirándose.
—Señora—dijo de improviso la parida, como queriendo romper un secreto que abruma—. Yo tengo que pedir a usted perdón...
—¡A mí!, perdón... ¿de qué?
—De las burradas que hice, de las atrocidades que dije aquella mañana en su casa de usted. También a ella le pediría perdón si la viera... Me porté mal, lo conozco. Yo no guardo rencor a nadie... digo, no se lo guardo a ella, porque...
¡Ay, señora, usted no sabe lo que pasa, usted no sabe que a las dos nos está engañando... y sé quién es la que nos le entretiene, una culebra, una hipocritona, que me vendía amistad...! Esto no quedará así, señora, no quedará así...
—No me traiga usted a mí cuentos, que no me dan frío ni calor (con reprensión graciosa). Ahora lo que le conviene es tranquilidad; que tiempo hay de ajustar cuentas atrasadas...
Y volvió a mirar al chico, recreándose silenciosamente en su hermosura y lozanía. Fortunata le bebía a ella las miradas, jactándose de adivinarle el pensamiento, el cual bien podía ser este: «¡Si Jacinta le viera...!». ¿Pero cómo le había de ver? Esto sí que era imposible. «Por mí—pensaba la Pitusa—, no habría inconveniente... ¡Pero cuánto sufrirá la pobrecilla, si le ve! Y puede que se le antoje... Sí, para ella estaba... Amiga mía, tenerlos, tenerlos... Esta le irá contando cómo es; le dirá: 'tiene la boca así, los ojos asado, y en esto se parece a su padre y en lo otro a su madre. Criatura más perfecta no ha echado Dios al mundo'».
«Cuando usted esté buena, hablaremos—indicó la santa con ánimo ya de retirarse—. Yo tengo una idea... No es usted sola quien tiene ideas; sólo que las mías no son malas, al menos no las tengo por tales. Y para concluir por hoy, ¿necesita usted algo? Si no puede criar, no se apure, le pondremos un ama a este caballerito, que me parece no habría de hacerle ascos. Es preciso criarle bien».
—Yo puedo, yo puedo... ¡vaya!—replicó la otra contrariada—. ¿Qué cree usted? Soy muy fuerte. Mi hijo no lo cría nadie más que yo.
—Pues alimentarse bien (recobrando su tono dulcemente autoritario). Y cuidado con hacerme disparates. Obedecer al médico... Nada de arrebatos de ira, ni devaneos. ¡Ah!, yo dudo mucho que usted sirva...
Y sintiendo uno de aquellos arranques de inspiración que la embellecían y sublimaban, le dijo esto, ya en pie para marcharse:
«Porque ha de saber usted que Dios me ha hecho tutora de este hijo... Sí, buena moza, no se espante ni me ponga esos ojazos. Su madre es usted, pero yo tengo sobre él una parte de autoridad. Dios me la ha dado. Si su madre le faltara, yo me encargo de darle otra, y también abuela. Hijo mío, has venido al mundo con bendición, porque suceda lo que suceda, no estarás nunca solo. Déjeme usted que le vea otra vez. No me harto de mirarle. Quiero llevármele metido dentro de mis ojos. ¡Virgen del Carmen!, ¡qué lindísimo es...! Tiene a quien salir. Adiós, adiós».
Salió acompañada de Estupiñá, diciendo al modo de rezo: «Acatemos la voluntad de Dios... Él sabrá por qué ha mandado acá este angelote. Jacinta, furiosa, dice que Dios está chocho y que no hace más que disparates... Pobrecilla... ¡Qué limitada inteligencia la nuestra! No comprendemos nada, pero nada, de lo que Él hace, y nos devanamos los sesos por adivinar el sentido de ciertas cosas que pasan, y mientras más vueltas les damos menos las entendemos. Por eso yo corto por lo sano, y todas mis matemáticas se reducen a decir: «Cúmplase la voluntad del Señor».
Fortunata soñó aquella noche que entraban Aurora, Guillermina y Jacinta, armadas de puñales y con caretas negras, y amenazándola con darle muerte, le quitaban a su hijo. Después era Aurora sola la que cometía el nefando crimen, penetrando de puntillas en la alcoba, dándole a oler un maldecido pañuelo empapado en menjurje de la botica, y dejándola como dormida, sin movimiento, pero con aptitud de apreciar lo que pasaba. Aurora cogía al chiquillo y se lo llevaba, sin que su madre pudiera impedirlo, ni siquiera gritar. Despertó acongojadísima. Se sentía mal, propensa a desvaríos de la mente en cuanto se aletargaba, y con muchísima sed. Esta llegó a ser tan fuerte, que no pudiendo despertar a su tía dando con los nudillos en el tabique, tuvo al fin que levantarse en busca de agua. Al volverse a acostar sintió bastante frío, y con estas alternativas de frío y calor estuvo hasta la mañana.