La primera que llegó a la casa de la Cava, durante la ausencia de la Pitusa, fue Guillermina. Después de llamar dos veces, la voz de Encarnación le respondió al través de los agujeros de la chapa: «La señorita ha salido. Me ha dejado encerrada».
—¡Ha salido!... ¡Dios nos asista!... ¿Pero es eso verdad, o es que no quiere recibirme?
—No, señora, no está. Dijo que volvería pronto. Echó la llave con dos vueltas.
—¿Y el niño?—Sigue tan dormidito.—Esperaré un rato—dijo la santa dando un suspiro; y cansada de estar en pie, se sentó en el más alto escalón del tramo. Parecía una pobre que espera se abra la puerta para pedir limosna—¿Pero dónde habrá ido esa loca?... Lo que yo digo: a esta no la sujeta nadie. No va a poder criar a su hijo. Tiene a lo mejor algunas corazonadas felices; pero cuando menos se piensa la pega... El mejor día abandona a su niño o lo mete en la Inclusa... No, eso sí que no se lo consentimos. Si el pobrecito tiene una madre descastada, no le faltará quien mire por él.
Cuando esto pensaba, sintió subir a otra persona. Era Ballester, quien al verla, se quedó algo cortado. «¿Viene usted a esta casa?—le dijo la dama—. Pues tómelo con paciencia, que el pájaro voló. La señora esa se ha ido a la calle. Dentro están el chico y la criada; pero como se llevó la llave, no podemos entrar. Aguante usted el plantón, como yo, si no tiene prisa, que ya no puede tardar».
—¡Pero si le habíamos prohibido que saliera! (asustadísimo y disgustado). Anoche, según me dijo D. Francisco de Quevedo, estaba algo excitada. Por eso yo venía a ver... ¡Qué disparates hace!
—¡Ya lo creo que es disparate! ¿Y usted no sospecha dónde podrá estar?
—Yo... nada. En fin, esperaremos. Sentose el regente dos escalones más abajo, y la santa guiñó los ojos para mirarle. Como no se paraba en barras cuando creía necesario interrogar a alguna persona, de buenas a primeras acometió a Ballester en esta forma: «Dígame usted, caballero, y dispense la confianza. ¿Es usted la persona que ahora... tiene más ascendiente con esta mujer?».
—Yo, señora... ascendiente no creo tenerlo... La conozco hace poco tiempo. Soy su amigo; me intereso algo por ella.
—No trato yo de que usted me diga qué clase de amistad es esa...
—Las relaciones más puras... ¿Qué, no lo cree usted?
—Sí, yo creo todo. Precisamente, tengo mucha fe (riendo con gracia); pero no se trata ahora de esto. ¿A mí qué me importa? Lo que quiero decir es que si usted tiene algún influjo sobre ella, debe aconsejarle que... Porque el día mejor pensado, esta mujer vuelve a las andadas, y se cansará de criar a su niñito. Lo mejor sería que le pusiera un ama, entregándoselo a personas que le habrían de cuidar mejor que ella. Aconséjele usted esto.
—Yo... que quiere usted que le diga... creo que no le abandonará. Está muy entusiasmada con él.
—Sí; buen entusiasmo nos dé Dios. ¡Mire usted que esta...! ¡Marcharse a paseo!, qué ganas de calle tenía. Ni sé cómo el angelito aguanta tanto tiempo sin mamar...
No había acabado de decirlo, cuando oyeron los chillidos del pobre niño. No pudiendo contenerse, Guillermina se levantó y fue hacia la chapa agujereada, y por allí echó estas vehementes expresiones: «¡Hijo mío, esa loca que no viene!... tienes razón... ¡bribona! Aguárdate un poquitín, un poquitín». Llamó para que viniese a la puerta la chiquilla, y le dijo: «Oye, niña, a ver cómo le entretienes un momentito, que tu ama no puede tardar. Mécele en su cunita, cántale algo, sosona».
Y volviendo al peldaño, charló con su compañero de plantón: «¡Qué alma de mujer...! ¡Ay!, tengo el genio tan vivo, que rompería la puerta, cogería al niño y le llevaría a que le dieran de mamar... ¿Es usted médico?».
—No, señora; soy farmacéutico.
Se calló porque sintieron pasos, ya muy cerca, como de una persona que subía con cautela, y miraron a la meseta intermedia, esperando a que el que subía diese la vuelta. La aparición de aquella persona les dejó a ambos muy sorprendidos. Era Maximiliano, quien al ver a doña Guillermina y a Segismundo sentados en la escalera, hizo el siguiente razonamiento: «Dos personas que esperan y que se sientan cansadas. Luego, hace tiempo que esperan, y la casa está cerrada».
Un rato estuvo inmóvil sin saber si seguir subiendo o volverse para abajo. El regente se reía y Guillermina le miraba con gracejo.
«Nada—le dijo esta—, que tiene usted que esperar también. ¿Tiene usted llave?».
—¿Llave yo?—La del campo—indicó Ballester con mal humor, discurriendo que maldita la falta que hacía Maxi allí—. Más vale que se vaya usted, amigo Rubín, y vuelva, porque esto va largo.
—Esperaré yo también—contestó el otro sentándose debajo de Ballester.
Y volvieron a oírse los desesperados gritos del Pituso, y Guillermina no disimulaba su impaciencia y zozobra. «Ya se ve, la pobre criatura tiene ganita... ¡Cuidado que levantarse antes de tiempo y plantarse en la calle...! Le digo a usted que le pegaría...».
Maximiliano callaba, no quitándole los ojos a la santa, a quien nunca había visto tan de cerca.
—Pues estamos lucidos—añadió ella—. Ya somos tres. Y esto va picando en historia. Siento pasos. Si será al fin esa veleta...
Los pasos no parecían de mujer. ¿Quién sería? Miraron los tres, y apareció José Izquierdo, quien al ver a doña Guillermina, se sobresaltó extraordinariamente y miró para abajo, como si se quisiera tirar de cabeza. Habría él dado cualquier cosa por tener dónde meterse. La santa se reía en sus barbas, y por fin le dijo: «No me tenga usted miedo, señor de Platón... ¿Por qué está usted tan asustado? No me como la gente. Si somos amigos usted y yo...».
—Señora—dijo el modelo con un gruñido—, cuando el endivido tiene necesidad, no pue ser caballero y hace cualquiera cosa.
—Sí, hombre, ya lo sé; y aquel gran timo que usted nos dio está olvidado... ¡Pues si viera usted qué guapo está el Pituso!
—¿De veras? ¡Ay!, ¡probe piojín de mis entrañas!
—Sí; se cría perfectamente. Y es tan listo y tan travieso que tiene alborotado todo el asilo.
—¡Ay!, cómo se le conoce la santísima sangre de su madre, que revolvía medio mundo. Si tenía aquel chico un talento macho... vamos que...
—Ahora está usted como quiere, Sr. de Platón, según he oído, ganando unos grandes dinerales con la pintura.
—Defendemos el santo garbanzo, señora...
—Yo me alegro por diferentes motivos, pues estando usted tan en grande no se le ocurrirá engañar a la gente.
Izquierdo se rascaba una oreja, y la habría dado porque la santa mudara de conversación.
—Si la señora quiere, no miremos pa tras.
—Si esto no es mirar pa tras... Vamos, que ahora, si usted estuviera mal de fondos, bien podría intentar otro negocio como aquel... y no con moneda falsa, sino con legítima.
Ballester se reía y Maximiliano estaba muy serio, lo que reparó la fundadora, apresurándose a decir: «Si no fuera por estas bromas, ¿cómo pasaríamos el horrible plantón? Yo me consumo cuando tengo que esperar, y cuando espero estúpidamente por la tontería de una persona, pierdo la paciencia en absoluto...».
Volvió a oírse la quejumbrosa cantinela de Juan Evaristo, y Guillermina tiró de la campanilla para decir a la criada: «Mujer, entretenle; dile cositas. Pareces tonta... ¡Hijo mío, ya viene, ya viene!... Verás qué soba le doy cuando entre, por tenerte así tan solito, muertecito de hambre... Señores (volviendo al escalón), ustedes me han de dispensar, y si alguno se cansa, no esté aquí por hacerme compañía. Algo debe de haberle pasado a esa mujer, cuando tarda tanto. Propongo que se nombre una comisión, que vaya a hacer un reconocimiento a la calle y averigüe dónde puede estar». Al decir esto, miraba a Maxi, dando a entender que fuera él de la citada comisión. El joven no hizo ademán alguno que indicara intención de moverse, y en la misma actitud perezosa en que estaba, mirando de soslayo a sus compañeros de plantón, dijo así: «Hace como unos cinco cuartos de hora iba en un coche por la calle de Atocha... Entró por la calle de Cañizares... Hace como unos tres cuartos de hora, vi el mismo coche atravesar la plaza de Santa Cruz hacia la calle de Esparteros...».
Ballester y Guillermina se miraron alarmados. «Pues propongo—repitió ella—, que vaya una comisión a la calle de Esparteros...
¿Y no vio usted si el coche se detuvo en alguna parte?».
—No, señora... Yo creí que el coche venía hacia acá, pues aunque el camino más directo desde la calle de Atocha es Plaza Mayor, Ciudad Rodrigo y Cava, como en la entrada de la Plaza, por Atocha, están adoquinando y no se puede pasar, dije yo: «Es que el cochero va a tomar la calle Mayor». Pero por lo visto no ha venido aquí. Luego, ha ido a otra parte. Quizás haya ido a visitar a alguna amiga: Aurora, por ejemplo...
Ballester y la santa volvieron a mirarse con inquietud. «Lo que este chico dice—indicó el farmacéutico, comunicando a la dama sus temores—, me parece tan lógico, que casi casi me inclino a tenerlo por cierto».
Oyéronse pasos otra vez; pero eran muy pesados y los acompañaba un carraspeo y resoplido de persona madura, por lo que nadie creyó fuera Fortunata la que llegaba. «Es Sigunda», dijo izquierdo antes de verla, y no se equivocó. La placera se puso en jarras al ver la escalonada tertulia que allí había, y cuando apreció quién estaba sentada en el lugar más alto, abrió medio palmo de boca, expresando su admiración de esta manera: «¡Bendito Dios! ¡El ama de la casa sentadita en la escalera, como una pobre que está esperando las sobras de la comida! Pero qué, ¿no está esa diabla?
¡Se ha escapado a la calle! Me lo temía. ¡Qué cabeza! ¡Si estaba ella anoche muy encalabrinada...! Pero señora, ¿por qué no pasa a casa de D. Plácido? Allí habrá sillas, al menos, y podrán la señora y los señores sentarse a gusto...».
—Hágame el favor de llamar en el tercero y ver si está Plácido. Tengo la seguridad de que él la encuentra.
Segunda llamó, y Plácido no estaba.
«¿Quiere la señora que vaya a buscarla?... ¿Pero adónde?».
—Yo iré—dijo Ballester, que no podía desechar la idea de que en el obrador de Samaniego darían razón de la fugitiva. Pero aún hablaba con Guillermina en secreto, cuando Segunda, que había bajado en busca de una llave o ganzúa con que abrir la puerta, gritó desde el principal: «Ya está aquí, ya está aquí».
—¡Ah!, ¡gracias a Dios...!—exclamó Guillermina sin intención de doble sentido—. Ya pareció la perdida. Veremos lo que trae.
—Una de dos—dijo Ballester suspirando—: o trae la cara arañada, o trae sangre o quizás piel humana en las uñas.
—Es mucha mujer esta... Todos se levantaron menos Maximiliano, que continuó echado apáticamente hasta que vio a su mujer. Esta subía jadeante, sofocadísima, limpiándose con un pañuelo el sudor de la cara, y levantándose las faldas para no pisárselas. En la mano traía la llave de la casa. «¿Qué, he tardado?... Si no he tardado nada. Despaché en seguida... ¡Ah!, doña Guillermina también aquí. Hija, yo creí desocuparme más pronto... Y mi rey tiene hambre... ya le oigo llorar... Voy, voy, hijo de mis entrañas... ¡Ay!, creí que no me dejaban venir. Si me llevan a la cárcel, no sé... pobrecito mío».
—Abra usted, abra pronto...—le dijo Guillermina empujándola—, callejera, cabra montés. Está visto; no sirve usted para madre... ¡Ángel de Dios!, hace dos horas que está rabiando... Si usted no se enmienda, tendremos que mirar por él.