-xi-

El dictamen de Quevedo no fue alarmante con respecto a la madre; pero al chico le dio el comadrón malas noticias, anunciándole que se quedaba sin provisiones. Por la tarde, Plácido comunicó a la señora que la mujer aquella se negaba a poner a su hijo en pechos de nodriza, aunque esta fuese bajada del Cielo; insistía en que tenía leche; el niño berreaba, dando a entender que su mamá faltaba descaradamente a la verdad... «En fin, señora—agregó Estupiñá con oficiosidad sañuda—; que a esa mujer hay que matarla. Es más mala que arrancada, y lo que ella quiere es que la criaturita perezca...».

Fue allá la fundadora, y se alegró de encontrar a Ballester en la sala. «A ver si la convence usted de que no puede criar. La pobre, como tiene la cabeza un tanto débil y trastornada, se figura que le van a quitar a su hijo... Y no es eso, no es eso... Hay interés en que le críe bien».

—Ya se lo he dicho... Casi he empleado las mismas palabras, señora... Pero si viera usted... Hállase hoy en un estado de apatía y tristeza que no me hace maldita gracia. No hay medio de sacarle una respuesta a nada de lo que se le dice. Tiene el chico en brazos, y cuando le hablan de amas o de que ella se está secando, le aprieta, le aprieta tanto contra sí, que me temo que en una de estas le ahogue.

—Todo sea por Dios... Entraré a ver a la fiera, y trataremos de amansarla.

Sin abandonar aquella actitud de desconfianza y miedo, Fortunata pareció alegrarse de ver a Guillermina, que la saludó con extremada amabilidad, demostrando un gran interés por ella y por su niño.

«¡Qué gusto verla a usted!—exclamó la pecadora sin moverse—. Tenía yo ganas de que viniera para decirle una cosa...».

—Pues ya me la está usted diciendo, porque me voy a escape.

La infeliz joven puso el nene a su lado, mostrando menos desconfianza; pero le rodeó con su brazo en ademán de protección.

«¿Pero me le quitará?... Diga si me le quería quitar... Fuera bromas. Lo que usted me diga lo creeré».

—Muchas gracias, amiga mía... Me toma por ladrona de chiquillos. No sabía yo que soy bruja...

—No; es que... verá. Yo pensaba que me lo iban a quitar, por lo mala que he sido. Pero eso no tiene que ver, ¿verdad? Pues ahora soy mucho más mala. ¡Ay!, señora, he cometido un pecado tan grande, tan regrande, que no creo que me lo perdone Dios.

—¿Apostamos a que es cualquier tontería? (inclinándose hacia ella y acariciándole la barba).

—¡Ay, señora, ojalá fuera tontería!... Voy a decírselo... Pero no me riña mucho... Pues anoche estuvo aquí mi marido, hablamos, y le di veinte duros para que comprara un revólver. El revólver es para matar a ese y a esa... sobre todo a la francesota, infame, traicionera...

Guillermina recibió impresión muy fuerte con estas palabras; pero hizo un esfuerzo por aparentar que no perdía su serenidad. «Fuertecillo es, sí, señora... Pero su marido de usted no hará nada. He hablado con él y me ha parecido muy razonable».

—La razón es su tema... pero no hay que fiar... Lo que es los tiros, crea usted que no se le escapan. Yo le calenté bien la cabeza... Toda aquella sabiduría que ahora tiene se la quité con las cosas que le dije... Se volvió loco otra vez, señora; le prometí quererle como él me quiso a mí, y crea usted que hice la promesa con voluntad.

—Me hace usted temblar (alarmándose). Vamos; el pecado ese es de lo más atroz que puede haber. Él, si los mata, peca menos que usted, por haberle mandado que lo hiciera, acalorándole con promesas.

—Lo mismo me parece a mí, y por eso he estado con miedo toda la noche.

—Si usted reconoce que ha hecho mal, y le pide perdón a Dios de su mala intención y procura limpiarse de ella, Dios tendrá piedad de la pecadora.

—Es que... verá usted... estoy arrepentida por mitad. ¡Matarle a él!, ¿sabe usted que me da lástima? No, no, que no le mate... Pero lo que es a esa bribona, tramposa, embustera... ¿Pues no tiene la poca vergüenza de creer que tendrá hijos?... ¡Hijos ella...! Dígame usted, ¿qué se pierde con que se vaya para el otro mundo un trasto semejante?

Esto lo decía con tanta naturalidad, que Guillermina, por un instante, no supo si indignarse o tomarlo a risa. «Vaya, que las ideas de usted me gustan... Se me figura que marido y mujer allá se van... en sabiduría. Si usted no se desdice al momento en todos esos disparates me voy y no vuelve a verme en su vida más. No se puede tolerar esto...».

—¿De modo que a esta tía monstrua no se le da un castigo?... Eso sí que está bueno. Y seguirá riéndose de nosotras... No lo entiendo.

—Dios es el que castiga; nosotros aprendemos.

Ambas callaron, mirándose. «Tengo que traerle a usted un confesor. Usted no está buena ni del cuerpo ni del alma. Pues digo, si lo que Dios no quiera, sobreviene la muerte a la hora menos pensada, y la coge así, le cayó la lotería».

—Si me muero, me llevo a mi hijo conmigo—dijo la diabla, volviéndole a coger y estrechándole contra sí.

—Otra barbaridad. Hoy estamos de vena.

—¿Pues no es mío?, ¿no le he dado yo la vida? (con febril impaciencia y ardor).

—¡Cómo!... ¿darle vida usted? Hija, no tiene usted pocas pretensiones. También quiere ponerse en competencia con el Creador del mundo y de todas las cosas... Vamos, lo mejor es que me eche a reír... En fin, estamos aquí como dos tontas, y hay que poner las cosas en su lugar. Tiene usted que llamar a su marido y decirle que para quererle como Dios manda, es preciso que no mate a nadie, absolutamente a nadie. ¿Lo hará usted?

—Si usted me lo manda, sí... ¡Ay!, yo creí que matar al que nos engaña, al que nos vende, no es pecado... vamos, que no era pecado muy gordo, se me subió la hiel a la cabeza. ¡Le tengo tanta rabia a ésa...! Digo yo que se puede tener rabia a otra persona, desear que la maten, y sin embargo no ser una mala.

Incorporose para expresar con mímica más persuasiva un argumento que se le había ocurrido y que creía de gran fuerza: «Vamos a ver, señora. ¿A que la dejo callada ahora?, ¿a que, sabiendo usted tanto como sabe, no me devuelve esta?».

—¿Qué?—Esta razón. Vamos a ver. La señorita Jacinta es, como quien dice, un ángel... Todos la llaman así... Bueno; pues con todo su mérito y su santificación, ¿no se alegrarla ella de que me quitaran a mí de en medio?

Se volvió a reclinar en las almohadas, satisfecha, esperando la respuesta, con la seguridad de que la santa no tenía más remedio que mentir para no darle la razón.

«¿Qué está usted diciendo?—replicó Guillermina indignada—. ¡Jacinta desear que maten a nadie!... ¡O usted es tonta o ha perdido el juicio!».

—Vamos... Pues bueno, diré otra cosa (retirándose a la segunda paralela después de rechazada en la primera). ¿No se alegrará la señorita de que yo me muera?...

—¿Alegrarse... de que usted se muera... de que se la lleve Dios...? (titubeando). Tampoco... tampoco... Jacinta no desea el mal del prójimo, y sabe que debemos amar a nuestros enemigos y hacer bien a los que nos aborrecen.

Con un ju ju melancólico expresaba Fortunata su incredulidad.

«¡Ay!, ¿no lo cree?...».

—¡Que me desea bien a mí!

Tie gracia.

—Jacinta no sabe tener rencor... ni se acuerda de usted para nada...

—Pero de eso a que me mire con buenos ojos...

—Pues no faltaba más sino que la quisiera a usted como me quiere a mí... Por cierto que ha hecho la niña merecimientos para ello. Con que la perdone debe darse por satisfecha...

—¿Y me perdona de verdad?... ¿pero es de verdad?

—¿Pues qué duda tiene? Usted, como no sabe lo que es fe, ni temor de Dios, ni nada, no comprende esto.

—¿Y podría ser mi amiga?...

—Hija, tanto como amiga... Eso ya es un poco fuerte (no pudiendo contener la risa). Vamos, que no pide usted poco... Ahora quiere que después de lo que ha pasado partan un piñón...

—¡Amigas!...—repitió la diabla frunciendo las cejas—. Por más que usted diga, no me puede ver, mayormente ahora que he tenido un hijo y ella no... Y lo que es ahora, ya no lo tiene, está visto... Que no le dé vueltas.

Como Ballester se acercara a la puerta de la alcoba cuando oía reír a la santa, esta le dijo: «Entre usted si quiere divertirse, pues esto es una comedia. Su amiga de usted está por conquistar. ¡Qué ideas tiene! Por cierto que yo le voy a traer al Padre Nones. Tenemos que darle una limpia buena. En fin, me retiro, que con estas tonterías se me va la mañana».

Se levantó, y Fortunata le tiró del vestido para hacerla sentar otra vez. «Una duda me queda, señora. Sáqueme de ella».

—Veamos esa duda... otro despropósito. ¡Ay, qué cabeza!

—Siéntese usted un momento, que le voy a hacer otra pregunta. Dígame (bajando la voz), ¿Jacinta faltó o no faltó con aquel caballero?

—¡Ave María Purísima!... ¿con qué caballero?

—Con aquel que se murió de repente...

—Cállese, cállese o le pego...

—No, si yo no lo creo ya. Lo creía; pero como fue la indecente de Aurora quien me lo dijo, ya dejé de creerlo... sólo que tenía un poquito de duda.

—¿Esa...? (con soberano desprecio). ¡Y se atrevía a decir...!

—Si es lo más mala... Usted no puede figurarse lo mala que es (con la mayor buena fe). Aquí donde usted me ve, yo, al lado de ella, soy un ángel.

—Lo creo (sonriendo). No nos ocupemos de esas miserias. ¡Jacinta faltar! Estas pecadoras empedernidas creen que todas son como ellas...

—No, si yo no lo creo, señora, si no lo creí (muy apurada). Ella fue la que lo dijo y lo creía... ¿Sabe una cosa? (Atrayéndola a sí y hablándole en secreto). Créame esto que le voy a decir... Uno de los motivos porque le pegué fue el haber dicho eso, el haberme encajado la bola de que Jacinta era como nosotras... Y dígame, ¿no merecía el morrazo que le di con la llave por afrentar a nuestra amiguita?... ¿No lo merecía? Claro que sí...

Guillermina estaba confusa; no sabía si aprobar o desaprobar...

«Quedamos en una cosa—dijo levantándose—; mañana vendrá el Padre Nones para usted, y para este ternerito un ama asturiana que, según dice Estupiñá...».

—Ama, no... ¿para qué? Si puedo... ¿No ha visto lo satisfecho que está el rey de la casa? ¿No es verdad, rico, que para nada te hacen falta amas? Su mamá, su mamá le da al niño todo lo que quiere.

—El Sr. de Quevedo sabe más que usted... Aquí no se hace más que lo que yo mando—declaró la santa con aquel ademán y tono autoritarios a los cuales nadie se podía oponer—. Si de aquí a mañana Quevedo no varía de opinión, vendrá la nodriza. Usted se calla y obedece... Yo pago y dispongo. Conque a cuidarse, y ya hablaremos. El excelentísimo señor de Ballester queda encargado de la ejecución del presente decreto.

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