-viii-

Doña Lupe era persona de buen gusto y apreció al instante la hermosura del basilisco sin ponerle reparos, como es uso y costumbre en juicios de mujeres. Aun aquellas que no tienen pretensiones de belleza se resisten a proclamar la ajena. «Es bonita de veras—decía para sí la viuda, camino de su casa—, lo que se llama bonita. Pero es una salvaje que necesita que la domestiquen». Los deseos de aprender que Fortunata manifestaba le agradaron mucho, y sintió que se agitaban en su alma, con pruritos de ejercitarse, sus dotes de maestra, de consejera, de protectora y jefe de familia. Poseía doña Lupe la aptitud y la vanidad educativas, y para ella no había mayor gloria que tener alguien sobre quien desplegar autoridad. Maxi y Papitos eran al mismo tiempo hijos y alumnos, porque la señora se hacía siempre querer de los seres inferiores a quienes educaba. El mismo Jáuregui había sido también, al decir de la gente, tan discípulo como marido.

Volvió, pues, a su casa la tía de Maximiliano revolviendo en su mente planes soberbios. La pasión de domesticar se despertaba en ella delante de aquel magnífico animal que estaba pidiendo una mano hábil que lo desbravase. Y véase aquí cómo a impulsos de distintas pasiones, tía y sobrino vinieron a coincidir en sus deseos; véase cómo la tirana de la casa concluyó por mirar con ojos benévolos a la misma persona de quien había dicho tantas perrerías. Mucho agradecía esto el joven, y juzgando por sí mismo, creía que la indulgencia de doña Lupe se derivaba de un afecto, cuando en rigor provenía de esa imperiosa necesidad que sienten los humanos de ejercitar y poner en funciones toda facultad grande que poseen. Por esto la viuda no cesaba de pensar en el gran partido que podía sacar de Fortunata, desbastándola y puliéndola hasta tallarla en señora, e imaginaba una victoria semejante a la que Maximiliano pretendía alcanzar en otro orden. La cosa no sería fácil, porque el animal debía tener muchos resabios; pero mientras más grandes fueran las dificultades, más se luciría la maestra. De repente le entraban a la señora de Jáuregui recelos punzantes, y decía: «Si no puede ser, si es mucha mujer para medio hombre. Si no existiera este maldito desequilibrio de sangre, él con su cariño y yo con lo mucho que sé, domaríamos a la fiera; pero esta moza se nos tuerce el mejor día, no hay duda de que se nos tuerce».

Media semana estuvo en esta lucha, ya queriendo ceder para oficiar de maestra, ya perseverando en sus primitivos temores e inclinándose a no intervenir para nada... Pero con las amigas tenía que representar otros papeles, pues era vanidosa fuera de casa, y no gustaba nunca de aparecer en situación desairada o ridícula. Cuidaba mucho de ponerse siempre muy alta, para lo cual tenía que exagerar y embellecer cuanto la rodeaba. Era de esas personas que siempre alaban desmedidamente las cosas propias. Todo lo suyo era siempre bueno: su casa era la mejor de la calle, su calle la mejor del barrio, y su barrio el mejor de la villa. Cuando se mudaba de cuarto, esta supremacía domiciliaria iba con ella a donde quiera que fuese. Si algo desairado o ridículo le ocurría, lo guardaba en secreto; pero si era cosa lisonjera, la publicaba poco menos que con repiques. Por esto cuando se corrió entre las familias amigas que el sietemesino se quería casar con una tarasca, no sabía la de los Pavos cómo arreglarse para quedar bien. Dificilillo de componer era aquello, y no bastaba todo su talento a convertir en blanco lo negro, como otras veces había hecho.

Varias noches estuvo en la tertulia de las de la Caña completamente achantada y sin saber por dónde tirar. Pero desde el día en que vio a Fortunata, se sacudió la morriña, creyendo haber encontrado un punto de apoyo para levantar de nuevo el mundo abatido de su optimismo. ¿En qué creeréis que se fundó para volver a tomar aquellos aires de persona superior a todos los sucesos? Pues en la hermosura de Fortunata. Por mucho que se figuraran de su belleza, no tendrían idea de la realidad. En fin, que había visto mujeres guapas, pero como aquella ninguna. Era una divinidad en toda la extensión de la palabra.

Pasmadas estaban las amigas oyéndola, y aprovechó doña Lupe este asombro para acudir con el siguiente ardid estratégico: «Y en cuanto a lo de su mala vida, hay mucho que hablar... No es tanto como se ha dicho. Yo me atrevo a asegurar que es muchísimo menos».

Interrogada sobre la condición moral y de carácter de la divinidad, hizo muchas salvedades y distingos: «Eso no lo puedo decir... No he hablado con ella más que una vez. Me ha parecido humilde, de un carácter apocado, de esas que son fáciles de dominar por quien pueda y sepa hacerlo». Hablando luego de que la metían en las Micaelas, todas las presentes elogiaron esta resolución, y doña Lupe se encastilló más en su vanidad, diciendo que había sido idea suya y condición que puso para transigir, que después de una larga cuarentena religiosa podía ser admitida en la familia, pues las cosas no se podían llevar a punto de lanza, y eso de tronar con Maximiliano y cerrarle la puerta, muy pronto se dice; pero hacerlo ya es otra cosa.

Entre tanto, acercábase el día designado para llevar el basilisco a las Micaelas. Nicolás Rubín había hablado al capellán, su compañero de Seminario, el cual habló a la Superiora, que era una dama ilustre, amiga íntima y pariente lejana de Guillermina Pacheco. Acordada la admisión en los términos que marca el reglamento de la casa, sólo se esperaba para realizarla a que pasasen los días de Semana Santa. El Jueves salieron Maxi y su amiga a andar algunas estaciones, y el Viernes muy tempranito fueron a la Cara de Dios, dándose después un largo paseo por San Bernardino. Fortunata estaba, con la religión, como chiquillo con zapatos nuevos, y quería que su amante le explicase lo que significan el Jueves Santo y las Tinieblas, el Cirio Pascual y demás símbolos. Maxi salía del paso con dificultad, y allá se las arreglaba de cualquier modo, poniendo a los huecos de su ignorancia los remiendos de su inventiva. La religión que él sentía en aquella crisis de su alma era demasiado alta y no podía inspirarle verdadero interés por ningún culto; pero bien se le alcanzaba que la inteligencia de Fortunata no podía remontarse más arriba del punto a donde alcanzan las torres de las iglesias católicas. Él sí; él iba lejos, muy lejos, llevado del sentimiento más que de la reflexión, y aunque no tenía base de estudios en qué apoyarse, pensaba en las causas que ordenan el universo e imprimen al mundo físico como al mundo moral movimiento solemne, regular y matemático. «Todo lo que debe pasar, pasa—decía—, y todo lo que debe ser, es». Le había entrado fe ciega en la acción directa de la Providencia sobre el mecanismo funcionante de la vida menuda. La Providencia dictaba no sólo la historia pública sino también la privada. Por debajo de esto ¿qué significaban los símbolos? Nada. Pero no quería quitarle a Fortunata su ilusión de las imágenes, del gori gori y de las pompas teatrales que se admiran en las iglesias, porque, ya se ve... la pobrecilla no tenía su inteligencia cultivada para comprender ciertas cosas, y a fuer de pecadora, convenía conservarla durante algún tiempo sujeta a observación, en aquel orden de ideas relativamente bajo, que viene a ser algo como sanitarismo moral o policía religiosa.

El entusiasmo que la joven sentía era como los encantos de una moda que empieza. Iban, pues, los dos amantes, como he dicho, por aquellos altozanos de Vallehermoso, ya entre tejares, ya por veredas trazadas en un campo de cebada, y al fin se cansaron de tanta charla religiosa. A Rubín se le acabó su saber de liturgia, y a Fortunata le empezaba a molestar un pie, a causa de la apretura de la bota. El calzado estrecho es gran suplicio, y la molestia física corta los vuelos de la mente. Habían pasado por junto a los cementerios del Norte, luego hicieron alto en los depósitos de agua; la samaritana se sentó en un sillar y se quitó la bota. Maximiliano le hizo notar lo bien que lucía desde allí el apretado caserío de Madrid con tanta cúpula y detrás un horizonte inmenso que parecía la mar. Después le señaló hacia el lado del Oriente una mole de ladrillo rojo, parte en construcción, y le dijo que aquel era el convento de las Micaelas donde ella iba a entrar. Pareciéronle a Fortunata bonitos el edificio y su situación, expresando el deseo de entrar pronto, aquel mismo día si era posible. Asaltó entonces el pensamiento de Rubín una idea triste. Bueno era lo bueno, pero no lo demasiado. Tanta piedad podía llegar a ser una desgracia para él, porque si Fortunata se entusiasmaba mucho con la religión y se volvía santa de veras, y no quería más cuentas con el mundo, sino quedarse allí encerradita adorando la custodia durante todo el resto de sus días... ¡Oh!, esta idea sofocó tanto al pobre redentor, que se puso rojo. Y bien podía suceder, porque algunas que entraban allí cargadas de pecados se corregían de tal modo y se daban con tanta gana a la penitencia, que no querían salir más, y hablarles de casarse era como hablarles del demonio... Pero no, Fortunata no sería así; no tenía ella cariz de volverse santa en toda la extensión de la palabra, como diría doña Lupe. Si lo fuera, Maximiliano se moriría de pena, se volvería entonces protestante, masón, judío, ateo.

No manifestó estos temores a su querida, que estaba con un pie calzado y otro descalzo, mirando atentamente las idas y venidas de una procesión de hormigas. Únicamente le dijo: «Tiempo tienes de entrar. No conviene tampoco que te dé muy fuerte».

Era preciso seguir. Volvió a ponerse la bota y... ¡ay!, ¡qué dolor!, lo malo fue que aquel día, Viernes Santo, no había coches, y no era posible volver a casa de otra manera que a pie.

«Nos hemos alejado mucho—dijo Maximiliano ofreciéndole su brazo—. Apóyate y así no cojearás tanto... ¿Sabes lo que pareces así, llevada a remolque?... pues una embarazada fuera de cuenta, que ya no puede dar un paso, y yo parezco el marido que pronto va a ser padre». No pudo menos de hacerla reír esta idea, y recordando que la noche anterior, Maximiliano, en las efusiones epilépticas de su cariño, había hablado algo de sucesión, dijo para su sayo: «De eso sí que estás tú libre».

El jueves siguiente fue conducida Fortunata a las Micaelas.

Share on Twitter Share on Facebook