Es cosa muy cargante para el historiador verse obligado a hacer mención de muchos pormenores y circunstancias enteramente pueriles, y que más bien han de excitar el desdén que la curiosidad del que lee, pues aunque luego resulte que estas nimiedades tienen su engranaje efectivo en la máquina de los acontecimientos, no por esto parecen dignas de que se las traiga a cuento en una relación verídica y grave. Ved, pues, por qué pienso que se han de reír los que lean aquí ahora que Sor Marcela tenía miedo a los ratones; y no valdrá seguramente añadir que el miedo de la cojita era grande, espantoso, ocasionado a desagradables incidentes y aun a derivaciones trágicas. Como ella sintiera en la soledad de su celda el bulle bulle del maldecido animal, ya no pegaba los ojos en toda la noche. Le entraba tal rabia, que no podía ni siquiera rezar, y la rabia, más que contra el ratón, era contra Sor Natividad, que se había empeñado en que no hubiera gatos en el convento, porque el último que allí existió no participaba de sus ideas en punto al aseo de todos los rincones de la casa.
En una de aquellas noches de Agosto le dio el diminuto roedor tanta guerra a la madrecita, que esta se levantó al amanecer con la firmísima resolución de cazarlo y hacer el más terrible de los escarmientos. Era tan insolente el tal, que después de ser día claro se paseaba por la celda muy tranquilo y miraba a Sor Marcela con sus ojuelos negros y pillines. «Verás, verás—dijo esta subiéndose con gran trabajo a la cama, porque la idea de que el ratón se acercase a uno de sus pies, aunque fuera el de palo, causábale terror—, lo que es hoy no te escapas... déjate estar, que ya te compondremos».
Llamó a Fortunata y a Mauricia, y en breves palabras las puso al corriente de la situación. Ambas recogidas, particularmente la Dura, no querían otra cosa. O se apoderaban del enemigo, o no eran ellas quienes eran. Bajó Sor Marcela a la iglesia, y las dos mujeres emprendieron su campaña. No quedó trasto que no removieran, y para separar de su sitio la cómoda, que era pesadísima, estuvieron haciendo esfuerzos varoniles cosa de un cuarto de hora, no acabando antes porque la risa les cortaba las fuerzas. Por fin, tanto trabajaron que cuando Sor Marcela salió de la iglesia, una monja le dio la feliz noticia de que el ratón había sido cogido. Subió la enana a su celda, y la algazara de las recogidas le anunciaba por el camino las diabluras de Mauricia, que tenía el ratón vivo en la mano y asustaba con él a sus compañeras.
Costó algún trabajo restablecer el orden y que Mauricia diese muerte a la víctima y la arrojase. Sor Marcela dispuso que le volviesen a poner los trastos de la celda lo mismo que estaban, y acabose el cuento del ratón.
El día siguiente fue uno de los más calurosos de aquel verano. En las habitaciones que caían al Mediodía era imposible parar, porque faltaba el aire respirable. Donde quiera que daba el sol, el ambiente seco, quieto y abrasado tostaba. Ni aun las ramas más altas de los árboles de la huerta se movían, y el disco de Parson, inmóvil, miraba a la inmensidad como una pupila cuajada y moribunda. De doce a tres, se suspendía todo trabajo en la casa, porque no había cuerpo ni espíritu que lo resistiera.
Algunas monjas se retiraban a su celda a dormir la siesta; otras se iban a la iglesia que era lo más fresco de la casa, y sentadas en las banquetas, apoyando en la pared su espalda, o rezaban con somnolencia, o descabezaban un sueñecillo.
Las Filomenas caían también rendidas de cansancio. Algunas se iban a sus dormitorios, y otras tendíanse en el suelo de la sala de labores o de la escuela. Las monjas que las vigilaban permitían aquella infracción a la regla, porque ellas tampoco podían resistir, y cerrando dulcemente sus ojos y arrullándose en un plácido arrobo, conservaban en las facciones, como una careta, el mohín de la maestra, cuya obligación es mantener la disciplina.
En la sala de escuela había dos o tres grupos de mujeres sentadas en los bancos, con la cabeza y el busto descansando sobre las mesas. Algunas roncaban con estrépito. La monja se había dormido también con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. En una de las carpetas de estudio, dos recogidas velaban: una era Belén, que leía en su libro de rezos, y la otra Mauricia la Dura, que tenía la cabeza inclinada sobre la carpeta, apoyando la frente en un puño cerrado. Al principio, su vecina Belén creyó que rezaba, porque oyó cierto murmullo y algún silabeo fugaz. Pero luego observó que lo que hacía Mauricia era llorar.
«¿Qué tienes, mujer?» le dijo Belén, alzándole a viva fuerza la cabeza.
La pecadora no contestó nada; mas la otra pudo observar que su rostro estaba tan bañado en lágrimas como si le hubiesen echado por la frente un cubo de agua, y sus ojos encendidos y aquella grandísima humedad igualaban el rostro de Mauricia al de la Magdalena; así al menos lo vio Belén. Tantas preguntas le hizo esta y tanto cariño le mostró, que al fin obtuvo respuesta de la pobre mujer desolada, que no parecía tener consuelo ni hartarse nunca de llorar.
«¿Qué he de tener, desgraciada de mí?—exclamó al fin bebiéndose sus lágrimas—, sino que hoy, sin saber por qué ni por qué no, me veo tal y como soy; soy mala, mala, más que mala, y se me vienen al filo del pensamiento toditos los pecados que he cometido, desde el primero hasta el último...».
—Pues, hija—arguyó Belén con aquel sonsonete que había aprendido y que tan bien se acomodaba a su figura angelical y a sus moditos insinuantes—, ten entendido que aunque tus crímenes fueran tantos como las arenas de la mar, Dios te los perdonará si te arrepientes de ellos.
Oír esto Mauricia y dar un gran berrido y soltar otra catarata de lágrimas fue todo uno.
«No, no, no—murmuró luego entre sollozos tales que parecía que se ahogaba—. A mí no me puede perdonar, a mí no, porque he sido muy arrastrada, pero mucho, y cuanto pecado hay, chica, lo he cometido yo... Y si no, di uno, nómbrame el que quieras, y de seguro que lo tengo metido aquí...».
—Qué cosas tienes, mujer—observó Belén muy apurada, acordándose de cuando fue corista y representándose con terror el escenario de la Zarzuela—; otras han hecho también pecados feos, pero los han llorado como tú, y cátalas perdonadas.
Mauricia tenía un pañuelo en la mano; pero con la humedad del lloro y del sudor era ya como una pelota. Amasábalo en la mano y se lo pasaba por la angustiada frente.
«¿Pero cómo te ha dado así... tan de repente?—dijo la otra confusa. ¡Ah!, es que Dios toca en el corazón cuando menos lo piensa una. Llora, hija, desahógate, y no te asustes... ¿Sabes lo que vas a hacer? Mañana te confiesas... Puede que se te haya quedado algo por decir y confesar, porque siempre se queda algo sin saber cómo, y esos pozos son lo que más atormenta... pues dilo todo, rebaña bien... Así lo hice yo, y hasta que lo hice no tuve tranquilidad. Luego el perro de Satanás me atormentaba por vengarse, y cuando empezaba la misa, a mí me parecía que alzaban el telón, y cuando yo rompía a cantar, se me venía a la boca aquello de El Siglo, que dice: 'Somos figurines vivos...'. Y un día por poco no lo suelto... Pillinadas del diablo; pero no podía conmigo ni con mi fe, y tanto hice que lo metí en un puño, y ahora, que se atreva, ¿a que no se atreve?... Llora, hija, llora todo lo que quieras, que Dios te iluminará y te dará su gracia».
Ni por esas. Mientras más consuelos le daba Belén, más inconsolable estaba la otra, y más caudaloso era el río de sus lágrimas. Sor Antonia, la madre que gobernaba allí, se despertó, y para disimular su descuido, dio una fuerte voz, sin incomodarse mucho con las durmientes y añadiendo que hacía un calor horrible. Un instante después, Belén y la monja cuchichearon, sin duda a propósito de Mauricia a quien miraban. Tenía Belén vara alta con las señoras, por su humildad y devoción y por la diligencia con que iba a contarles cuanto hacían y decían sus compañeras.
Era domingo, y a las cuatro toda la comunidad entró en la iglesia donde había ejercicio y sermón. Las Filomenas ocuparon su sitio detrás de las monjas, unas y otras con los velos por la cabeza. Las Josefinas permanecían en la habitación que hacía de coro. Belén y las damas cantoras entonaban inocentes romanzas, mientras duró el Manifiesto, en las cuales se decía que tenían el pecho ardiendo en llamas de amor y otras candideces por el estilo. La que tocaba el harmonium hacía en los descansos unos ritornellos muy cursis. Pero a pesar de estas profanaciones artísticas, la iglesita estaba muy mona, como diría Manolita, apacible, misteriosa y relativamente fresca, inundada de la fragancia de las flores naturales.
A Fortunata le tocó al lado Mauricia. Cuenta la que después fue señora de Rubín que en una ocasión que miró a su compañera, hubo de observar al través del velo suyo y del de ella una expresión tan particular que se quedó atónita. Mauricia, al entrar, lloraba; pero al cabo de un rato más bien parecía reírse con contenida y satánica risa. Fortunata no pudo comprender el motivo de esto, y creyó que la oscuridad del velo le desfiguraba la realidad de la cara de su pareja. Volvió a mirar con disimulo, haciendo que se volvía para ahuyentar una mosca, y... ello podría ser ilusión, pero los ojos de Mauricia parecían dos ascuas. En fin, todo sería aprensión.
Subió D. León Pintado al púlpito y echó un sermonazo lleno de los amaneramientos que el tal usaba en su oratoria. Lo que aquella tarde dijo habíalo dicho ya otras tardes, y ciertas frases no se le caían de la boca. Tronó, como siempre, contra los librepensadores, a quienes llamó apóstoles del error unas mil y quinientas veces. Al salir de la iglesia, Fortunata echó, como de costumbre, una mirada al público, que estaba tras de la verja de madera, y vio a Maximiliano, que no faltaba ningún domingo a aquella amorosa cita muda. Le vio con simpatía. Notaba gozosa que empezaban a perder valor ante sus ojos los defectos físicos del apreciable joven. ¡Si serían aquellos los brotes del amor por la hermosura del alma! Lo que más consolaba a Fortunata era la esperanza cada día más firme, porque el capellán se lo había dicho no pocas veces en el confesonario, de que cuando se casase y viviese santamente con su marido a la sombra de las leyes divinas y humanas, le había de amar; pero no así de cualquier modo, sino con verdadero calor y arranque del alma. También le decía esto la forma, la idea blanca encerrada en la custodia.