Por fin se acordó que Fortunata saldría del convento para casarse en la segunda quincena de Setiembre. El día señalado estaba ya muy próximo, y si el pensamiento de la reclusa no se había familiarizado aún de una manera terminante con la nueva vida que la esperaba, no tenía duda de que le convenía casarse, comprendiendo que no debemos aspirar a lo mejor, sino aceptar el bien posible que en los sabios lotes de la Providencia nos toca. En las últimas visitas, Maxi no hablaba más que de la proximidad de su dicha. Contole un día que ya tenía tomada la casa, un cuarto precioso en la calle de Sagunto, cerca de su tía; otro la entretuvo refiriéndole pormenores deliciosos de la instalación. Ya se habían comprado casi todos los muebles. Doña Lupe, que se pintaba sola para estas cosas, recorría diariamente las almonedas anunciadas en La Correspondencia, adquiriendo gangas y más gangas. La cama de matrimonio fue lo único que se tomó en el almacén; pero doña Lupe la sacó tan arreglada, que era como de lance. Y no sólo tenían ya casa y muebles, sino también criada. Torquemada les recomendó una que servía para todo y que guisaba muy bien, mujer de edad mediana, formal, limpia y sentada. Bien podía decirse de ella que era también ganga como los muebles, porque el servicio estaba muy malo en Madrid, pero muy malo. Nombrábase Patricia, pero Torquemada la llamaba Patria, pues era hombre tan económico que ahorraba hasta las letras, y era muy amigo de las abreviaturas por ahorrar saliva cuando hablaba y tinta cuando escribía.
Otra tarde le dio Maxi una hermosa sorpresa. Cuando Fortunata entró en el convento, las papeletas de alhajas y ropas de lujo que estaban empeñadas quedaron en poder del joven, que hizo propósito de liberar aquellos objetos en cuanto tuviese medios para ello. Pues bien, ya podía anunciar a su amada con indecible gozo que cuando entrara en la nueva casa, encontraría en ella las prendas de vestir y de adorno que la infeliz había arrojado al mar el día de su naufragio. Por cierto que las alhajas le habían gustado mucho a doña Lupe por lo ricas y elegantes, y del abrigo de terciopelo dijo que con ligeras reformas sería una pieza espléndida. Esto le llevó naturalmente a hablar de la herencia. Ya había cogido su parte, y con un pico que recibió en metálico había redimido las prendas empeñadas. Ya era propietario de inmuebles, y más valía esto que el dinero contante. Y a propósito de la herencia, también le contó que entre su hermano mayor y doña Lupe habían surgido ruidosas desavenencias. Juan Pablo empleó toda su parte en pagar las deudas que le devoraban y un descubierto que dejara en la administración carlista. No bastándole el caudal de la herencia, había tenido el atrevimiento de pedir prestada una cantidad a doña Lupe, la cual se voló ¡y le dijo tantas cosas...! Total, que tuvieron una fuerte pelotera, y desde entonces no se hablaban tía y sobrino, y este se había ido a vivir con una querida. «¡Y viva la moralidad! ¡Y tradicionalista me soy!».
Charlaron otro día de la casa, que era preciosa, con vistas muy buenas. Como que del balcón del gabinete se alcanzaba a ver un poquito del Depósito de aguas; papeles nuevos, alcoba estucada, calle tranquila, poca vecindad, dos cuartos en cada piso, y sólo había principal y segundo. A tantas ventajas se unía la de estar todo muy a la mano: debajo carbonería, a cuatro pasos carnicería, y en la esquina próxima tienda de ultramarinos.
No podía olvidárseles el importante asunto de la carrera de Rubinius vulgaris. A mediados de Setiembre se había examinado de la única clase que le faltaba para aprobar el último año, y lo más pronto que le fuera posible tomaría el grado. Desde luego entraría de practicante en la botica de Samaniego, el cual estaba gravemente enfermo, y si se moría, la viuda tendría que confiar a dos licenciados la explotación de la farmacia. Maxi entraría seguramente de segundo, con el tiempo llegaría a ser primero, y por fin amo del establecimiento. En fin, que todo iba bien y el porvenir les sonreía.
Estas cosas daban a Fortunata alegría y esperanza, avivando los sentimientos de paz, orden y regularidad doméstica que habían nacido en ella. Con ayuda de la razón, estimulaba en su propia voluntad la dirección aquella, y se alegraba de tener casa, nombre y decoro.
Dos días antes de la salida, confesó con el padre Pintado; expurgación larga, repaso general de conciencia desde los tiempos más remotos. La preparación fue como la de un examen de grado, y el capellán tomo aquel caso con gran solicitud y atención. Allí donde la penitente no podía llegar con su sinceridad, llegaba el penitenciario con sus preguntas de gancho. Era perro viejo en aquel oficio. Como no tenía nada de gazmoño, la confesión concluyó por ser un diálogo de amigos. Diole consejos sanos y prácticos, hízole ver con palmarios ejemplos, algunos del orden humorístico, la perdición que trae a la criatura el dejarse mover de los sentidos, y le pintó las ventajas de una vida de continencia y modestia, dando de mano a la soberbia, al desorden y a los apetitos. Descendiendo de las alturas espirituales al terreno de la filosofía utilitaria, don León demostró a su penitente que el portarse bien es siempre ventajoso, que a la larga el mal, aunque venga acompañado de triunfos brillantes, acaba por infligir a la criatura cierto grado de penalidad sin esperar a las de la otra vida, que son siempre infalibles. «Hágase usted la cuenta—le dijo también—, de que es otra mujer, de que se ha muerto y resucitado en otro mundo. Si encuentra usted algún día por ahí a las personas que en aquella pasada vida la arrastraron a la perdición, figúrese que son fantasmas, sombras, así como suena, y no las mire siquiera». Por fin, encomendole la devoción de la Santísima Virgen, como un ejercicio saludable del espíritu y una predisposición a las buenas acciones. La penitente se quedó muy gozosa, y el día que hizo la comunión se observó con una tranquilidad que nunca había tenido.
La despedida de las monjas fue muy sentida. Fortunata se echó a llorar. Sus compañeras Belén y Felisa le dieron besos, regaláronle estampitas y medallas, asegurándole que rezarían por ella. Doña Manolita mostrose envidiosa y desconsolada. Ella también saldría, pues sólo estaba allí por equivocación; pronto se habían de ver claras las cosas, y el asno de su marido vendría a pedirle perdón y a sacarla de aquel encierro. Sor Marcela, Sor Antonia, la Superiora y las demás madres mostráronse muy afables con ella, asegurando que era de las recogidas que les habían dado menos que hacer. Despidiéronla con sentimiento de verla salir; pero dándole parabienes por su boda y el buen fin que su reclusión había tenido.
En la sala esperaban Maximiliano y doña Lupe, que la recogieron y se la llevaron en un coche de alquiler. Estaba convenido de antemano llevarla a la casa del novio, cosa verdaderamente un poco irregular; pero como ella no tenía en Madrid parientes, al menos conocidos, doña Lupe no vio solución mejor al problema de alojamiento. La boda se verificaría el lunes 1.º de Octubre, dos días después de la salida de las Micaelas.
Sentía la señora de Jáuregui el goce inefable del escultor eminente a quien entregan un pedazo de cera y le dicen que modele lo mejor que sepa. Sus aptitudes educativas tenían ya materia blanda en quien emplearse. De una salvaje en toda la extensión de la palabra, formaría una señora, haciéndola a su imagen y semejanza. Tenía que enseñarle todo, modales, lenguaje, conducta. Mientras más pobreza de educación revelaba la alumna, más gozaba la maestra con las perspectivas e ilusiones de su plan.
Aquella misma mañana, cuando estaban almorzando, tuvo ya ocasión, con tanto regocijo en el alma como dignidad en el semblante, de empezar a aplicar sus enseñanzas. «No se dice armejas sino almejas. Hija, hay que irse acostumbrando a hablar como Dios manda». Quería doña Lupe que Fortunata se prestase a reconocerla por directora de sus acciones en lo moral y en lo social, y mostraba desde los primeros momentos una severidad no exenta de tolerancia, como cumple a profesores que saben al pelo su obligación.
Destinósele una habitación contigua a la alcoba de la señora, y que le servía a esta de guardarropa. Había allí tantos cachivaches y tanto trasto, que la huéspeda apenas podía moverse; pero dos días se pasan de cualquier manera. Durante aquellos dos días, hallábase la joven muy cohibida delante de la que iba a ser su tía, porque esta no bajaba del trípode ni cesaba en sus correcciones; y rara vez abría la boca Fortunata sin que la otra dejara de advertirle algo, ya referente a la pronunciación, ya a la manera de conducirse, mostrándose siempre autoritaria, aunque con estudiada suavidad. «En los conventos—decía—, se corrigen muchos defectos; pero también se adquieren modales encogidos. Suéltese usted, y cuando salude a las visitas, hágalo con serenidad y sin atropellarse».
Estas cosas ponían a Fortunata de mal humor, y su encogimiento crecía.
Consideraba que cuando estuviera en su casa, se emanciparía de aquella tutela enojosa, sin chocar, por supuesto, porque además doña Lupe le parecía mujer de gran utilidad, que sabía mucho y aconsejaba algunas cosas muy puestas en razón.
Molestaban a Fortunata las visitas que, según ella, sólo iban por curiosear. Doña Silvia no había podido resistir la curiosidad y se plantó en la casa el mismo día en que la novia salió del convento. Al otro día fue Paquita Morejón, esposa de D. Basilio Andrés de la Caña, y ambas parecieron a Fortunata impertinentes y entrometidas. Su finura resultole afectada, como de personas ordinarias que se empeñan en no parecerlo.
Las visitas le daban cumplida enhorabuena por su boda. En los ojos se les leía este pensamiento: «¡Vaya una ganga la de usted!». La señora de D. Basilio repitió la visita el segundo día. Iba vestida de pingajos de seda mal arreglados, queriendo aparentar. Hízose muy pegajosa; quería intimar y elogiaba la hermosura de la novia, como un medio indirecto de expresar las deficiencias de la misma en el orden moral.
Otra visita notable fue la de Juan Pablo, a quien llevó su hermano. Doña Lupe y el mayor de los Rubines no se hablaban después de la marimorena que tuvieron al repartir la herencia. Con gran sorpresa de la novia, Juan Pablo estuvo afectuoso con ella. Creeríase que intentaba hacer rabiar a su tía, concediendo su benevolencia a la persona de quien aquella había dicho tantas perrerías. Durante la visita, que no fue breve, sentose Fortunata en el borde de una silla, como una paleta, algo atontada y no sabiendo qué decir para sostener la conversación con un hombre que se expresaba tan bien. Al despedirse, diole Juan Pablo un fuerte apretón de manos, diciéndole que asistiría a la boda.
Luego fueron tía y sobrina a ver la casa matrimonial. Doña Lupe le mostró uno por uno los muebles, haciéndole notar lo buenos que eran, y que su colocación, dispuesta por ella, no podía ser más acertada. El juicio sobre cada parte de la casa y sobre los trastos y su distribución dábalo ya por anticipado doña Lupe, de modo que la otra no tuviese que decir más que «sí... verdad...».
De vuelta, ya avanzada la tarde, a la calle de Raimundo Lulio, se ocuparon en disponer varias cosas para el día siguiente. Maximiliano había ido a invitar a algunos amigos, y doña Lupe salió también diciendo que volvería antes de anochecido. Quedose sola Fortunata, y se puso a hacer en su vestido de gro negro, que había de lucir en la ceremonia, ciertos arreglos de escasa importancia. No tenía más compañía que la de Papitos, que se escapaba de la cocina para ponerse al lado de la señorita, cuya hermosura admiraba tanto. El peinado era la principal causa de la estupefacción de la chiquilla, y habría dado esta un dedo de la mano por poder imitarlo. Sentose a su lado y no se hartaba de contemplarla, llenándose de regocijo cuando la otra solicitaba su ayuda, aunque sólo fuera para lo más insignificante. En esto llamaron a la puerta; corrió a abrir la mona, y Fortunata no supo lo que le pasaba cuando vio entrar en la sala a Mauricia la Dura.