-xii-

Hay motivos para creer que cuando Papitos entró a media noche en el cuarto de Nicolás Rubín y le dijo sacudiéndole fuertemente: «Señor, señor, su tía que vaya allá ahora mismo», el santo varón soltó un bramido y dio media vuelta volviendo a caer en profundo sueño. Es probable que a la segunda acometida de Papitos, el clérigo se desperezara, y que ahuyentase a la mona con otro fuerte berrido, agasajando en su empañado cerebro la idea de que su tía debía esperar hasta la mañana siguiente. Y el fundamento de estas apreciaciones es que Nicolás no se presentó en la casa de su hermano Maxi hasta las siete dadas. Tanta pachorra sacaba de quicio a doña Lupe, que poniendo el grito en el Cielo, decía: «Estoy destinada a ser la víctima de estos tres idiotas... Cada uno por su lado me consumen la vida, y entre los tres juntos van a acabar conmigo... ¡Qué familia, Señor, qué familia! Si me viera mi Jáuregui, otro gallo me cantara. ¡Pero hombre de Dios, vaya que tienes una calma! No sé cómo con ella y lo que comes no estás más gordo... Te llamo a las once de la noche y esta es la hora en que te descuelgas por aquí... ¿Tú sabes lo que pasa?».

Esto lo decía en la sala, al ver entrar a Nicolás, cuyos ojos tenían aún señales evidentes de lo bien que había dormido. Al sentir el coloquio, salió la pecadora de su escondite, y acercándose a la puerta de la sala trató de escuchar. Pero tía y sobrino siguieron hablando muy bajito, y nada pudo percibir. Después el clérigo, a instancias de su tía, salió al pasillo, y Fortunata metiose rápidamente en su escondite para esperarle allí.

El cuarto aquel estaba casi completamente a oscuras en las primeras horas del día. Los que entraban no veían a quien dentro estuviera. La vela, que ardió gran parte de la noche, se había consumido. Desde dentro, vio Fortunata al cura, sombra negra en el cuadro luminoso de la puerta, y esperó a que entrase o a que dijese algo. Como el que recela penetrar en la madriguera de una bestia feroz, Nicolás permaneció en la puerta, y desde ella lanzó en medio de la oscuridad estas palabras: «Mujer, ¿está usted aquí?... No veo nada».

—Aquí estoy, sí señor—murmuró ella.

—Mi tía—añadió el clérigo—, me ha contado los horrores de esta noche... Mi hermano maltratado, herido; usted entrando en casa a deshora, y entrando para recoger su ropa y marcharse, rompiendo la armonía conyugal y dejándonos a todos en la mayor confusión. ¿Me querrá usted explicar a mí este turris-burris?

—Sí señor—replicó la voz con miedo y turbación indecibles.

—¿Y si ha tenido usted parte en esta infamia?

—Yo... en lo de los golpes no he tenido parte—apuntó con rápida frase la voz.

—Vamos a cuentas—dijo el clérigo avanzando un poco, precedido de sus manos que palpaban en las tinieblas—. Hace algunos días... lo he sabido ayer por casualidad... mi hermano sospechaba que usted no le era fiel; esta es la cosa. ¿Tenía fundamento esta sospecha?

La voz no dijo nada, y hubo un ratito de temerosa expectativa.

«¿Pero no contesta usted?—interrogó Nicolás con acento airado—. ¿Por quién me toma? Hágase usted cargo de que está en el confesonario. No hago la pregunta como persona de la familia ni como juez, sino como sacerdote. ¿Tenía fundamento la sospecha?».

Después de otro ratito, que al cura se le hizo más largo que el primero, la voz respondió tenuemente:

«Sí señor».

—Ya veo—afirmó Rubín con ira—, que nos ha engañado usted a todos, a mí el primero, a las señoras Micaelas, a mi amigo Pintado y a toda mi familia después. Es usted indigna de ser nuestra hermana. Vea usted qué bonito papel hemos hecho. ¡Y yo que respondí...! En mi vida me ha pasado otra. La tuve a usted por extraviada, no por corrompida, y ahora veo que es usted lo que se llama un monstruo.

Dio entonces un paso más, cerrando un poco la puerta, y tentó la pared por si hallaba silla o banco en qué sentarse.

«Hablando en plata, usted no quiere a mi hermano... Ábrete, conciencia».

—No señor—dijo la voz prontamente y sin hacer ningún esfuerzo.

—No le ha querido nunca... esta es la cosa.

—No señor.—Pero usted me dijo que esperaba tomarle cariño conforme le fuera tratando.

—Sí lo dije.—Pero no ha resultado... No ha resultado. ¡Chasco como este...! Se dan casos... De modo que nada.

—Nada.—¡Perfectamente! Pero usted olvida que es casada y que Dios le manda querer a su marido, y si no le quiere, serle fiel de cuerpo y de pensamiento. ¡Bonita plancha, sí señor, bonita!... En mi vida me ha pasado otra. Y usted, pisoteando el honor y la ley de Dios, se ha prendado de cualquier pelagatos... ya se ve: su pasado licencioso le envenena el alma, y la purificación fue una pamema. ¡No haber visto esto, Señor, no haberlo visto!

Estaba tan furioso el cura por lo mal que le había salido aquella compostura, y su amor propio de arreglador padecía tanto, que no pudo menos de desahogar su despecho con estas coléricas razones: «Pues sépase usted que está condenada, y no le dé vueltas: condenada».

No se sabe si este procedimiento del terror hizo su efecto, porque Fortunata no contestó nada. La expresión de sus sentimientos acerca del tremendo anatema perdiose en la oscuridad de aquella caverna.

«Al menos, desdichada, confiese usted su delito—dijo Rubín, que deslizándose en las tinieblas había encontrado un cajón en que sentarse—. No me oculte usted nada. ¿Cuántas veces, cuántas veces ha faltado usted a su marido?».

La contestación tardaba. Nicolás repitió la pregunta hasta tres veces suavizando el tono, y al fin oyó un susurro que decía: «Muchas».

Cuenta el padre Rubín que aquel

muchas le dio escalofríos, y que le pareció el rumorcillo que hacen las correderas cuando en tropel se escurren por las paredes.

—¿Con cuántos hombres?

—Con uno solo...—¡Con uno sólo!... ¿De veras? ¿Le conoció usted después de casada?

—No señor. Le conozco hace mucho tiempo... le he querido siempre.

—¡Ah! ya... la historia vieja... perfectamente—dijo el cura, cuyo amor propio se erguía al encontrar un medio de aparecer previsor—. Eso ya me lo temía yo. ¡El amorcito primero...! ¿No lo dije, no se lo dije a usted? Por ahí está el peligro. He visto muchos casos. Bueno. ¿Y ese pelafustán es el de marras?

Fortunata contestó que sí, sin comprender lo que quería decir de marras.

«Y ese ha sido el miserable que abusando de su fuerza maltrató al pobre Maxi, débil y enfermizo... ¡Ay, mundo amargo!».

—Él fue... pero Maxi le provocó...—dijo la voz—. Esas cosas vienen sin saber cómo... Yo lo presencié desde la ventana.

—¿Desde qué ventana?

—De la casa aquella.—¿Casita tenemos?... Sí... sí, lo de siempre. Lo había previsto yo. No crea usted que me coge de nuevo. ¡Casita y todo!... ¡Cuánta infamia! ¿Y no siente usted remordimientos? Cualquier persona que tuviera alma estaría en tal caso llena de tribulación... pero usted tan fresca.

—Yo lo siento... lo siento... Quisiera que eso no hubiera pasado.

—Eso, que no hubiera pasado el lance, para continuar pecando a la calladita. Y siga el fandango. También esta clase de perversidad me la sé de memoria.

Fortunata se calló. Fuera que los ojos del clérigo se acostumbraran a la oscuridad, fuera que entrase en el cuarto más luz, ello es que Nicolás empezó a distinguir a su hermana política, sentada sobre el baúl, con un pañuelo en la mano. A ratos se lo llevaba al rostro como para secar sus lágrimas. Cierto es que Fortunata lloraba; pero algunas veces la causa de la aproximación del pañuelo a la cara era la necesidad en que la joven se veía de resguardar su olfato del olor desagradable que las ropas negras y muy usadas del clérigo despedían.

«Esas lágrimas que usted derrama, ¿son de arrepentimiento sincero? ¡A saber...! Si usted se nos arrepintiera de verdad, pero de verdad, con contrición ardiente, todavía esto podría arreglarse. Pero sería preciso que se nos sometiera a pruebas rudas y concluyentes... esta es la cosa. ¿Volvería usted a las Micaelas?».

—¡Oh!, no señor—replicó la pecadora con prontitud.

—Pues entonces, que se la lleve a usted el demonio—gritó el clérigo con gesto de menosprecio.

—Le diré a usted... yo me arrepiento; pero...

—Qué peros ni qué manzanas...—manifestó Rubín, manoteando con groseros modales—. Reniegue usted de su infame adulterio; reniegue también del hombre malo que la tiene endemoniada.

—Eso...—¿Eso qué?... ¡Vaya con la muy...! Y me lo dice así, con ese cinismo.

Fortunata no sabía lo que quiere decir cinismo, y se calló.

«Todo induce a creer que usted se prepara a reincidir, y que no hay quien le quite de la cabeza esa maldita ilusión».

El gran suspiro que dio la otra confirmó esta suposición mejor que las palabras.

«De modo que, aun viéndose perdida y deshonrada por ese miserable, todavía le quiere usted. Buen provecho le haga».

—No lo puedo remediar. Ello está entre mí y no puedo vencerlo.

—Ya... la historia de siempre. Si me la sé de memoria... Que quieren sólo a aquel y no pueden desterrarlo del pensamiento, y que patatín y que patatán... En fin, todo ello no es más que falta de conciencia, podredumbre del corazón, subterfugios del pecado. ¡Ay, qué mujeres! Saben que es preciso vencer y desarraigar las pasiones; pues no señor, siempre aferradas a la ilusioncita... Tijeretas han de ser... En resumidas cuentas, que usted no quiere salvarse. La pusimos en el camino de la regeneración, y le ha faltado tiempo para echarse por los senderos de la cabra. ¡Al monte, hija, al monte! Bueno; allá se entenderá usted con Dios. Ya me estoy riendo del chasco que se va usted a llevar. Porque ahora, como si lo viera, se lanzará otra vez a la vida libre. Divertirse... ¡ea!... Por de pronto habrá un arreglito, y ese tunante le dará alguna protección; tendrá usted casa en que vivir... Y ahora que me acuerdo, ¿ese hombre es casado?

—Sí señor—dijo Fortunata con pena.

—¡Ave María Purísima!—exclamó el cura llevándose ambas manos a la cabeza—. ¡Qué horror y qué sociedad! Otra víctima; la esposa de ese señor... Y usted tan fresca, sembrando muertes y exterminios por donde quiera que va...

Esta frase de sermón aterró un poco a Fortunata.

«Tendrá usted su castigo y pronto. La historia de siempre... ¡Qué mujeres, Señor, qué mujeres! Váyase usted a correr aventuras, deshonre a su marido, perturbe dos matrimonios; ya vendrá, ya vendrá el estallido. No le arriendo la ganancia. El amancebamiento ahora, después la prostitución, el abismo. Sí, ahí lo tiene usted, mírelo abierto ya, con su boca negra, más fea que la boca de un dragón. Y no hay remedio, a él va usted de cabeza... porque ese hombre la abandonará a usted... Son habas contadas».

Fortunata tenía la cabeza próxima a las rodillas. Estaba hecha un ovillo, y sus sollozos declaraban la agitación de su alma.

«¡Ah, mujer infeliz!—añadió el clérigo con solemnidad, levantándose—; no sólo es usted una bribona, sino una idiota. Todas las enamoradas lo son porque se les seca el entendimiento. Las saca uno del purgatorio del deleite y allá se van otra vez. Tú te lo quieres, pues tú te lo ten. En el Infierno le ajustarán a usted las cuentas. Váyase usted luego allá con sofismas y con zalamerías de amor... Esto se acabó. Ni yo tengo que hacer nada con usted, ni usted tiene nada que hacer en esta casa. Cuenta concluida. Al arroyo, hija; divertirse; usted sale de aquí, y cuando se vaya, sahumaremos, sí, sahumaremos... Perfec... tamente».

Esto lo dijo en la puerta y luego se retiró sin añadir una palabra más. Doña Lupe le aguardaba en la sala para saber si había sido más afortunado que ella en la averiguación de la verdad, y allí se estuvieron picoteando un buen rato. Después oyeron ruido, sintieron la voz de Fortunata que hablaba quedito con Patricia, diciéndole quizás cómo y cuándo mandaría a buscar su ropa. Tía y sobrino asomáronse luego a los cristales del balcón y la vieron atravesar la calle presurosa, y doblar la esquina sin dirigir una mirada a la casa que abandonaba para siempre.

Nicolás repetía una figura de que estaba satisfecho: «Sahumar, sahumar y sahumar». Y a propósito de espliego, a él, físicamente, tampoco le vendría mal... esto sin ofender a nadie.

Madrid.—Mayo de 1886.

FIN DE LA PARTE SEGUNDA

Fortunata y Jacinta: (dos historias de casadas)

por
B. Pérez Galdós

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