-ii-

Don Evaristo González Feijoo merece algo más que una mención en este relato. Era hombre de edad, solterón, y vivía desahogadamente de sus rentas y de su retiro de coronel del ejército. A poco de la guerra de África, abandonó el servicio activo. Era el único individuo de la tertulia que no tenía trampas ni apuros de dinero. Su existencia plácida y ordenada, reflejábase en su persona pulcra, robusta y simpática. Su facha denunciaba su profesión militar y su natural hidalgo; tenía bigote blanco y marcial arrogancia, continente reposado, ojos vivos, sonrisa entre picaresca y bondadosa; vestía con mucho esmero y limpieza, y su palabra era sumamente instructiva, porque había viajado y servido en Cuba y en Filipinas; había tenido muchas aventuras y visto muchas y muy extrañas cosas. No se alteraba cuando oía expresar las ideas más exageradas y disolventes. Lo mismo al partidario de la inquisición que al petrolero más rabioso, les escuchaba Feijoo con frialdad benévola. Era indulgente con los entusiasmos, sin duda porque él también los había padecido. Cuando alguno se expresaba ante él con fe y calor, oíale con la paciencia compasiva con que se oye a los locos. También él había sido loco; pero ya había recobrado la razón, y la razón en política era, según él, la ausencia completa de fe.

En las tertulias de los cafés hay siempre dos categorías de individuos, una es la de los que ponen la broza en la conversación, llevando noticias absurdas o diciendo bromas groseras sobre personas y cosas; otra es la de los que dan la última palabra sobre lo que se debate, soltando un juicio doctoral y reduciendo a su verdadero valor las bromas y los dicharachos. Donde quiera que hay hombres, hay autoridad, y estas autoridades de café, definiendo a veces, a veces profetizando y siempre influyendo, por la sensatez aparente de sus juicios, sobre la vulgar multitud, constituyen una especie de opinión, que suele traslucirse a la prensa, allí donde no existe otra de mejor ley.

Bueno. Los que ejercen autoridad en los círculos o tertulias de café suelen sentarse en el diván, esto es, de espaldas a la pared, como si presidieran o constituyesen tribunal. Juan Pablo y Feijoo pertenecían a esta categoría; pero el segundo no se sentaba nunca en el diván, porque le daba calor la pana, sino en una de las sillas de fuera, tomando café en un ángulo de la mesa y volviendo la espalda a los individuos de la mesa inmediata.

En cambio, D. Basilio Andrés de la Caña, que era vulgo, se sentaba siempre en el diván. Gustaba de ocupar posiciones superiores a las que merecía, y recostaba en el marco de los espejos su cabeza calva y lustrosa. Usaba gafas, y su nariz pequeña podría pasar por signo o emblema de agudeza. Entornaba los ojos cuando daba una respuesta difícil, como hombre que quiere reconcentrar bien las ideas. Su frente era espaciosísima y su fisonomía de esas que parecen revelar un entendimiento profundo y sintético. Tenía algún parecido con Cavour, de lo que provenían las bromas un tanto pesadas que le daban. Para juzgar su talento, acudiremos a un dicho de Melchor de Relimpio: «El mejor negocio que se podría hacer en estos tiempos, ¿a que no saben ustedes cuál es? Pues abrirle la cabeza a D. Basilio y sacarle toda la paja que hay dentro para venderla».

Y don Basilio, que tenía ciertas marrullerías de asno viejo, sacaba partido de su fisonomía engañosa y de aquel aire de hombre conspicuo que le daban su calva de calabaza, su frente abovedada, sus anteojos y su nariz chiquita y prismática. Más de una vez, los ministros a quienes se presentó experimentaron los efectos de fascinación que aquella carátula ejercía sobre el vulgo, y le tomaron por una eminencia no comprendida. Cráneo y entrecejo eran un timo frenopático. Siempre que discutía tomaba un tono tan solemne, que muchos incautos le miraban con respeto. Consideraba la risa como un acto impropio de la dignidad humana, y habíala desterrado casi en absoluto de su cara, tomando por modelo una página del Nomenclátor o de la Memoria de la Deuda Pública.

Dos fases tenía la vida de este hombre: el periodismo y la empleomanía. En la prensa, siempre estuvo encargado de la parte extranjera y de las cuestiones de Hacienda. Ni para una ni para otra cosa se necesitaba en el periodismo antiguo saber escribir. Pero la Caña tomaba tan en serio estas dos ramas del conocimiento humano, que cuando trabajaba parecía que estaba escribiendo la Crítica de la razón pura. Su sueldo en las redacciones no pasó nunca de treinta duros, cuando le pagaban. De las redacciones pasaba a las oficinas, y de las oficinas a las redacciones; de modo que cuando estaba cesante y la familia pereciendo, alegrábanse las Musas de la política extranjera y de la ciencia fiscal. Siempre fue mi hombre arrimado a la cola, como decían sus amigos; es decir, muy moderado, porque siempre le colocaban los doctrinarios. Su primer destino se lo dio Mon, y estuvo en Hacienda con ciertas alternativas hasta el periodo largo de la Unión Liberal. Esta época fue su crujía funesta, y vivió míseramente de la pluma, preguntando todos los días a la conclusión del artículo: «¿qué hará la Rusia?» y respondiéndose con la más deliciosa buena fe: «no lo sabemos». A Inglaterra la llamaba siempre el Gabinete de Saint-James, y a Francia el Gabinete de las Tullerías.

Durante el periodo revolucionario, pasó el pobre D. Basilio una trinquetada horrible, porque no quiso venderse ni abdicar sus ideas. Únicamente consintió en trabajar en un periódico liberal templado; pero... bien claro se lo dijo al director... nada más que para tratar de las cuestiones financieras, con exclusión absoluta de toda idea política. Dicho y hecho: la Caña se largaba todos los días un articulazo que no leía nadie, criticando la gestión de la Hacienda; pero no así como se quiera, sino con números. «Con los números no se juega» decía él, y le metía mano al presupuesto y lo desmenuzaba como si fuera la cuenta de la lavandera. «Si esta gente no comprende—decía en el café inflado de autoridad—, que sin presupuesto no hay política posible, ni hay país, ni nada. Estoy harto de decírselo todos los días. Y nada; como si se lo dijera a este mármol. Señores, yo les juro que he examinado una por una todas las cifras, y créanmelo, parece mentira que ese buñuelo haya salido de las oficinas de Hacienda. Pero si es lo que yo digo: ese señor (el Ministro del ramo) no sabe por dónde anda, ni en su vida las ha visto más gordas... ¡Cuidado que lo vengo demostrando como tres y dos son cinco! Pero nada... no lo quieren entender».

Después de expresar con un gran suspiro la lástima que tenía de este pobre país, seguía tomando su café con indolencia, pero con apetito, porque para D. Basilio era verdadero alimento, y lo tomaba colmado, en vaso, y dejando rebosar todo lo posible en el plato para trasegarlo después frío al vaso. En los últimos años de la Revolución, D. Manuel Pez diole un destinillo en el Gobierno civil, y él lo aceptó como ayuda hasta que vinieran tiempos mejores; pero estaba descontento, no sólo por lo mezquino del sueldo, sino por razones de dignidad. Los amigos que le oían quejarse, comparando la exigüidad de la paga con la muchedumbre de bocas que constituían su familia, le consolaban cada cual a su manera; pero él decía invariablemente: «y sobre todo, me lo pueden creer, lo que más me contrista es no estar en mi ramo». Su ramo era la Hacienda.

La conversación del círculo, que empezaba casi siempre con el tema de la guerra, pasaba insensiblemente al de los empleos. Leopoldo Montes, cesante eterno, Relimpio, y otros que tenían entre los dientes alguna piltrafa del presupuesto, se arrojaban con deleite famélico sobre aquel tema picante. «Usted, ¿cuánto tiene?».

—Yo catorce; pero me corresponden dieciséis; Fulano, que estaba por debajo de mí en la Ordenación de pagos, tiene ya veinte, y yo llevo diez años con catorce.

—Pues yo—decía D. Basilio—, cuando estaba en mi ramo, llegué a veinticuatro por mis pasos contados. Con este desbarajuste que hay ahora, no se sabe ya por dónde anda uno. El día que vuelva a mi ramo, no admito credencial que sea inferior a treinta.

—Pero como aquí se hacen mangas y capirotes de los derechos adquiridos... ¡qué país! Yo entré en Penales con ocho, después me pasaron a Instrucción Pública con diez, luego cesante, y al fin, para no morirme de hambre, tuve que aceptar seis en Loterías.

—Pues yo—murmuraba una voz que parecía salida de una botella, voz correspondiente a una cara escuálida y cadavérica, en la cual estaban impresas todas las tristezas de la Administración española—, sólo pido dos meses, dos meses más de activo para poderme jubilar por Ultramar. He pasado el charco siete veces, estoy sin sangre, y ya me corresponde retirarme a descansar con doce. ¡Maldita sea mi suerte!

El cesante más digno de conmiseración es aquel que sólo pide unos cuantos días más de empleo para poder reclinar sobre la almohada de las Clases Pasivas una frente cargada de años, de sustos y de servicios.

Share on Twitter Share on Facebook