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En esta nueva emigración, deseando estar lo más lejos posible del Siglo, se fue a San Joaquín, en la calle de Fuencarral, y no se corrió más al Norte porque no había cafés en las latitudes altas de Madrid. Pero en esta deserción, ya no le acompañaron ni D. Basilio Andrés de la Caña, ni Montes; éste porque San Joaquín estaba donde Cristo dio las tres voces, aquél porque ya se iba cargando de la pertinencia con que Rubín se burlaba de sus profecías sobre la proximidad de la Restauración. El mismo D. Evaristo Feijoo le siguió de mal humor, diciéndole con desabrimiento que no le gustaban los cafés de piano, y que el género y la sociedad no debían ser de lo mejor en aquellas alturas. Estuvieron solos algunos días. No veían por allí caras de amigos, hasta que una noche se apareció en el local una pareja conocida. Eran Feliciana y Olmedo, el estudiante de farmacia amigo de Maxi. Ya no vivían juntos, porque Olmedo había dado un cambiazo en sus costumbres volviéndose aplicadísimo a cara descubierta. No se recataba ya para estudiar, y hacía público alarde, con la mayor desvergüenza, de su decidida inclinación a tomar el grado aquel mismo año, llegando hasta la audacia de escribir un trabajo muy bueno sobre la dextrina, e ilusionándose con la idea de hacer oposición a una cátedra. Pero no se había encontrado a su antiguo amor, hecha un pingo, y la convidó a tomar un café en aquel apartado establecimiento. Más de dos horas estuvieron charlando los que fueron amantes, y ella no paraba el pico refiriendo los malos tratos que le daba el hombre que a la sazón era su dueño. Volvieron dos noches después a la misma mesa, y Rubín trabó conversación con ellos. Hablaron de la boda de Maximiliano y de los increíbles sucesos que después vinieron, diciendo Juan Pablo que su cuñadita era una buena pieza.

«Pero, hombre—dijo Feijoo a su amigo—. Y usted, ¿para qué dejó casar a su hermano?».

—A mi hermano le falta un tornillo...

—¡Ah!, como guapa, ya lo es—agregó D. Evaristo con cierto entusiasmo—. La he visto ayer... mejor dicho, la he visto varias veces.

—¿Dónde?—En su casa. Es largo de contar... dejémoslo para otra noche.

Era sin duda cosa delicada para dicha delante de testigos, y estos eran: Olmedo con Feliciana, el pianista ciego, que en los descansos solía agregarse a aquella plácida tertulia, y una señora jamona, fiel parroquiana del café de nueve a doce. La llamaban doña María de las Nieves, y era una de las figuras más notables que presenta Madrid en la variadísima serie de los tipos de café. Iba algunas veces sola, otras con una mujer de mantón borrego que parecía verdulera acomodada. Llevaba toquilla de color corinto, que se quitaba al sentarse, y al punto se le armaba en la mesa una tertulia de hombres, compuesta de los siguientes personajes: un portero del Colegio de Sordo-Mudos, un empleado del Tribunal de Cuentas, un teniente viejo, de la clase de tropa, retirado del servicio, y dos individuos que tenían puesto de carne y frutas en la plaza de San Ildefonso. En esta sociedad reinaba doña Nieves como en un salón, siendo ella la que pronunciaba las frases maliciosas y chispeantes sobre el suceso del día, y los otros los que las reían. Corríase algunas veces hacia la mesa inmediata, sobre todo a última hora, cuando sus amigos, gente que tenía que madrugar, empezaba a desertar del local. Entonces se formaba una segunda peña. Doña Nieves, bien digerido el café, tomaba chocolate, y acompañábanla Juan Pablo, Feijoo, el pianista ciego, Feliciana, Olmedo y algún otro. El mozo mismo, que había llegado a familiarizarse con aquella sociedad, se agregaba también, tomando asiento a un extremo del corro para escuchar y aplaudir. Doña Nieves era propietaria de algunos puestos del mercado y los arrendaba; por esto, así como por sus muchas relaciones, los diferentes tratos en que andaba y los anticipos que hacía a las placeras, ejercía cierto caciquismo en la plazuela. Se hacía respetar de los guindillas, protegiendo al débil contra el fuerte y los contraventores de las Ordenanzas urbanas contra la tiranía municipal.

Al pianista ciego le daba el cafetero siete reales y la cena. Por el día se dedicaba a afinar. Era casado y con ocho de familia. Tocaba piezas de ópera y de zarzuelas francesas como una máquina, con ejecución fácil, aunque incorrecta, sin gusto ni sentimiento. A pesar de esto, en ciertos pasajes muy naturalistas en que imitaba una tempestad o las campanadas de incendios que da cada parroquia, le aplaudía mucho el público, y a última hora le pedían siempre habaneras.

La verdad es que todo esto, doña Nieves y las placeras sus amigas, las mujeres de equívoca decencia que iban allí acompañadas de madres postizas, el mozo y sus familiaridades, el pianista y sus habaneras, aburrían a Juan Pablo soberanamente. Para colmo de hastío, Feijoo no era puntual y faltaba muchas noches. En cambio, Feliciana y Olmedo iban con más frecuencia, llevando ella una amiguita que acababa de salir de San Juan de Dios.

En las últimas semanas del 74, Rubín volvió a sentir comezón de lecturas. Quería instruirse a todo trance, labor inmensa y difícil por carecer de base, pues su padre, con la idea de que al comerciante le estorba el latín, no le permitió aprender más que las cuatro reglas y un poco de francés. No tenía biblioteca, y un amigo le proporcionaba libros. Fue a verle, escogió los que más despertaron su curiosidad por los títulos, y consagró a la lectura todo el tiempo que le dejaban libre el café y el sueño. Tantas ideas adquirió que se sentía con vivas ansias de devolverlas por medio de la propaganda. O predicaba o reventaba. Lástima grande no volver a la tertulia de Pedernero para ponerle verde, porque ya sabía lo bastante para pasarse a todos los teólogos por la nariz.

Las lecturas de Rubín fueron como un descubrimiento. Ya sospechaba él aquello; pero no se atrevía a expresarlo. El hallazgo era negativo, es decir, había descubierto que la mejor organización de los estados es la desorganización; la mejor de las leyes la que las anula todas, y el único gobierno serio el que tiene por misión no gobernar nada, dejando que las energías sociales se manifiesten como les da la gana. La anarquía absoluta produce el orden verdadero, el orden racional y propiamente humano. Las sociedades, claro, tienen sus edades como las personas: hay sociedades que están mamando, sociedades que andan a gatas, sociedades pollas, sociedades jóvenes, y por fin, las maduras y dueñas de sí; sociedades con barbas, en una palabra, y también con algunas canas. Tocante a religiones y prácticas sociales que de ellas se derivan, Juan Pablo iba muy lejos, pero muy lejos; como que no le costaba nada el billete para tan largo viaje. Sólo en la edad pueril, cuando a la sociedad se le cae la baba y vive bajo la férula del dómine, se comprende que exista y tenga prosélitos la institución llamada matrimonio, unión perpetua de los sexos, contraviniendo la ley de Naturaleza... ¿y a santo de qué?, vamos a ver... Eso sí, por encima de todo la Naturaleza. Estudiando bien la vida total, el entendimiento se limpia de las telarañas que en él han tejido los siglos. La Naturaleza es la verdadera luz de las almas, el Verbo, el legítimo Mesías, no el que ha de venir sino el que está siempre viniendo. Ella se hizo a sí propia, y en sus devoluciones eternas, concibiendo y naciendo sin cesar, es siempre hija y madre de sí misma. ¿Qué tal? Toma canela fina.

Encontrábase mi hombre con fuerza dialéctica y entusiasmo bastantes para predicar y extender por todo el mundo aquellas verdades. Pero como no tenía más público que la tertulia del café, con ese inocente auditorio tuvo que contentarse. ¿Y qué? ¡Cuánto mejor no era sembrar la nueva doctrina en entendimientos sencillos y absolutamente incultivados! Pues el mismo Jesucristo ¿no escogió por discípulos a unos infelices pescadores, hombres rudos que no conocían ninguna letra, y a mujeres de mala vida? Ved aquí por dónde doña Nieves y las placeras sus amigas, Feliciana y la parroquiana de San Juan de Dios, el camarero, el pianista fueron escogidos para que Juan Pablo sembrara en ellos la primera simiente de aquel Evangelio al natural. Por espacio de muchas noches hizo propaganda acalorada. A veces se tenía que incomodar, porque le hacían observaciones estúpidas o socarronas. Como se expresaba muy bien, oíanle todos con gran atención, y las chicas del partido le ponían buenos ojos. El mozo era el más entusiasmado y decía: «¡Qué pico tiene este señor de Rubín!».

Pasaba lo de la anarquía y aun lo del matrimonio; pero en llegando a que todo es Naturaleza, reinaba gran confusión en el auditorio, y doña Nieves, tomando el caso a broma, pedía mayor claridad.

«Pero a ver, D. Juan Pablo, explíquese mejor... porque eso de que todos seamos todo no lo calo yo bien...».

—Lo primero, hijas mías—decía con unción el expositor—, es limpiar el intellectus de errores adquiridos en la infancia, de prejuicios y muletillas; lo primero es querer entender. No admito argumentos que no sean racionales.

—Y cuando nos morimos—preguntó una de las samaritanas—, ¿qué pasa?

—Hija, cuando nos morimos, pasamos a fundirnos en el grandioso conjunto universal...

Mia ésta... ¿Pues qué querías tú, seguir gozando y divirtiéndote por allá?

—¿Y Dios?—¡Dios!... francamente, no me gusta, por consideraciones que se deben a toda gran idea histórica, no me gusta, digo, hablar mal de Él... Me concreto, pues, a negarle... respetuosamente.

—¡Otra!, ¡qué cosas se le ocurren! De modo que la misa no es nada tampoco...

—¡María Santísima!, con lo que sale usted ahora. La misa... es un rito, uno de tantos ritos.

—¿Y lo mismo da oírla que no? ¿Y para qué son los funerales?

—Otro rito... La que no pueda o no sepa dar a la Naturaleza lo que es de la Naturaleza y a la historia lo que es de la historia, que se calle... No hay tal muerte, hijas mías: la que tenga oídos, oiga... Esta es la verdad; morirse es cumplir una ley de armonía.

—¡Vaya un lío que me arman ustedes!

Una de las placeras que presentes estaban tenía muy abultado el seno. En cierta ocasión, estando confesándose, le dijo el cura: «sea usted modesta en el vestir y no haga ostentación de esas naturalezas...».—«¿Qué, señor?».—«Eso, la delantera». Por esto, al oír hablar de Naturaleza y de pecado, creyó que se referían a aquellas partes que debe cubrir el recato, y dijo escandalizada:

«¡Vaya unas conversaciones indecentes que sacan ustedes!».

«Indecentes no, hija».

—Lo que yo dijo y sostengo—manifestó una de las samaritanas, tirando por la calle de enmedio—, es que este D. Juan Pablo está guillado.

Loco, tal vez no; pero fatigado sí de sus inútiles esfuerzos. Ni abriendo con martillo un boquete en aquellas cabezas de piedra, lograría meter la luz de la verdad. Corriéndose al velador inmediato, donde estaba cenando el ciego, mandó al mozo que le pusiese allí su chocolate. El ciego volvió hacia él sus ojos vacíos y muertos, su cara que parecía un quinqué sin encender, y le dijo con profundísima tristeza:

«¿Pero es verdad, D. Juan Pablo, lo que usted nos cuenta? ¿Lo cree usted así, o es que quiere entretenerse y divertirse con nosotros, ignorantes? Me ha llenado usted de dudas.

¿Será verdad que cuando uno se muere se convierte en escarola?».

Juan Pablo miró al ciego, y se helaron en sus labios las palabras con que iba a espetarle nuevamente su cruel filosofía. Era Rubín hombre de buen corazón, y le pareció poco humano aumentar las tinieblas de aquella triste y miserable vida. Pero al propio tiempo su conciencia no le permitía desmentir lo que acababa de sostener. La dignidad por delante. Estuvo luchando un rato entre la piedad y el deber, y como el ciego volviese a preguntarle con insistente afán: «¿pero es cierto que al morir nos convertimos en berzas...?» le replicó el apóstol:

«Le diré a usted... hay opiniones... No haga caso. Si no fuera por estas bromas, ¿cómo se pasaba el rato?».

No siguieron estas conversaciones filosóficas, porque sobrevino lo de Sagunto, y este suceso absorbió la atención general en todos los cafés, desde el más grande al más chico. Rubín estaba furioso, y sostenía que el Gobierno no tenía vergüenza si no fusilaba en el acto... pero en el acto... a Martínez Campos, a Jovellar y todos los demás que habían andado en aquel lío. Cuando sus amigos no le querían oír sobre este particular, hablaba solo. Desmentía categóricamente cuantas noticias llegaban al café. Todo era falso. Antes que el Príncipe viniera, habría un levantamiento general, y los carlistas harían el último esfuerzo. Negaba que D. Alfonso hubiera llegado a Marsella, que se embarcase para Barcelona en la Navas de Tolosa, y viéndolo entrar en Madrid habría de negar que estaba entre nosotros. Pero una noche, después de largas ausencias, llegó Feijoo al café, y sentándose los dos aparte, le dijo:

«Hombre, he visto a Jacinto Villalonga; he hablado largamente con él. Ya sabe usted que es de la situación y muy amigo mío. Por supuesto, no acepta la Dirección que se le ha ofrecido, porque prefiere andar suelto. Es uña y carne de Romero Robledo. Y voy a lo que iba... Le he hablado de usted...».

—¡De mí!—Sí; es preciso colocarse. Usted no puede continuar así.

—Mire usted, amigo Feijoo—dijo Rubín masticando las palabras para salir de aquel atolladero—. Yo no puedo admitir... ¿Y el decoro de los hombres? ¡Yo he profesado toda mi vida...!

—Música, música.—Yo no soy de esos que hablan mal de una situación, y luego van a quitarles motas al que antes desollaron.

—Música, música.—En fin, que yo agradezco... pero no puede ser... Me ofendería, sí señor, me ofendería.

—De modo—exclamó Feijoo en voz alta, abriendo los brazos y tomando un tono que no se podría decir si era de indignación o de burla—, de modo que ya no hay patriotismo.

—¡Otra!... Patriotismo sí hay; pero yo...

—Usted hará lo que yo le mande, y tendremos credencial.

Rubín siguió toda la noche afectando mal humor, una severidad torva, el malestar de la persona a quien ponen un puñal al pecho para que consume un acto contrario a sus convicciones. Al retirarse a casa, se comparaba con Wamba y decía para su sayo: «Cómo ha de ser... paciencia. Tengo que ser alfonsino... a la fuerza. ¡Vaya un compromiso... Re-Dios, qué compromiso...!».

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