Pues lo que es hoy sí que no me quedo con esto dentro del cuerpo—pensó mi hombre al otro día, entrando en la sala, hecho un sol de limpio y despidiendo, como todas las mañanas al salir de su casa, un fuerte olor a colonia—. ¿Y dónde está?, ¿qué hace que no sale? Es un encanto esa mujer, y tengo al tal Santa Cruz por el gaznápiro más grande que come pan... ¡Cuánto me hace esperar! Paréceme que oigo trastazos como de dar con el zorro en los muebles. Estará de limpieza, aunque hoy no es sábado. Pero no importa que no sea sábado. Eso le conviene: trabajar, hacer ejercicio, distraerse, andar de aquí para allí. ¡Magnífico!... Sí, sí, sin duda está de limpieza. Es un diamante en bruto esa mujer. Si hubiera caído en mis manos, en vez de caer en las de ese simplín, ¡qué facetas, Dios mío, qué facetas le habría tallado yo!... Y sigue el traqueteo allá dentro. Parece que arrastran muebles... Bien, muy bien, dale duro. Para cosas del corazón, sudar, sudar. ¡Ay qué contento estoy hoy! Tiempo hacía, compañero, mucho tiempo hacía que no te sentías tan feliz como te sientes hoy. Desde que estuviste en Filipinas... Pues ahora parece que están moviendo la cama de hierro. ¡Cómo rechina el metal!... ¡Ah!, por fin sale...».
—Dispénseme usted, amigo D. Evaristo—dijo Fortunata apareciendo en la puerta del gabinete, con bata de diario, un delantal muy grande y pañuelo liado a la cabeza—. Estoy de limpia». Tras ella se veía una atmósfera polvorienta, turbia y luminosa; el sol entraba por el balcón, de par en par abierto.
«Porque yo tengo esta costumbre... Cuando me siento con ganas de llorar y dada a todos los demonios, ¿sabe usted qué hago?, pues coger el zorro, las escobas, una esponja grande y un cubo de agua. Siempre que tengo una pena muy grande le meto mano al polvo».
—Pues ¡ay, hija mía!, la compadezco a usted... porque la casa está como una plata...
—¡Cómo ha de ser!... Sí, esta es mi única distracción. Y no sé ninguna labor delicada; no sé coser en fino; no bordo ni toco el piano. Tampoco pinto platos como esa Antonia, amiga de Villalonga, la cual está siempre de pinceles; yo apenas sé leer y no le saco sentido a ningún libro... ¿qué he de hacer?, fregar y limpiar. Con esto no me acuerdo de otras cosas.
—Me la comería—pensó D. Evaristo, que la contemplaba embobado, sin decir nada.
—Conque lo mejor es que se vaya usted ahora, y vuelva más tarde. Le vamos a llenar de polvo y basura.
—No, hija, yo no me voy de aquí.
—¡Uy!... Cómo huele usted a colonia. Ese olor sí que me gusta... Pero le vamos a poner perdido. Mire que ahora empezaremos con la sala.
—No me importa—replicó el buen señor con sonrisa inefable—. ¿Me empolva?, mejor. Yo me sacudiré.
—Como usted quiera... Pues ándese por ahí... Yo no tengo aquí álbumes ni libros para que se entretenga.
—Maldita la falta que me hacen a mí los álbumes... Siga, siga usted y trabaje firme. Eso, eso es lo que nos conviene. Luego hablaremos. Yo no tengo absolutamente nada que hacer...
Y dos horas más tarde estaban sentados ambos en el gabinete, uno frente a otro, ella en el mismo pergenio en que antes se presentara, y algo fatigada...
«¡Debo tener una facha...!—dijo levantándose para mirarse al espejo que sobre el sofá estaba—. ¡María Santísima! ¿Ve usted las pestañas cómo las tengo, llenas de polvo?».
—No estarían así sino fueran tan negras y tan grandes y hermosas...
—Quisiera aviarme un poco. Es una falta recibir visitas con esta facha.
—Por mí no se apure usted... Me agrada más verla así. Descanse ahora y echemos un parrafito. Voy a permitirme una pregunta. ¿Qué piensa usted hacer ahora?
Fortunata, que se inclinaba hacia adelante para oír mejor, dejó caer la cabeza sobre el respaldo; la mejor manera de expresar que no había pensado nada sobre aquel punto.
—¿Piensa usted pedir perdón a su marido y reconciliarse con él?
—¡Jesús! ¡Y qué cosas se le ocurren!—exclamó ella, llevándose las manos a la cabeza, cual si oyera el mayor de los absurdos.
—Pues me parece que no he dicho ningún disparate.
—Antes que volver con Maximiliano—afirmó Fortunata poniendo la cara más seria que sabía poner—, todo lo paso, todo...
—Incluso la miseria, la deshonra...
—Sí señor.—Bueno. Pues quiere decir que cuando se acabe lo poquito que usted tiene... y supongo que no habrá insistido en devolver los cuatro mil reales... pues cuando se acabe, no tendrá usted más remedio que buscarse la vida como pueda. Usted no sabe ningún trabajo honrado que produzca dinero; conque claro es... si me aciertas lo que llevo en la mano te doy un racimo.
Fortunata frunció el ceño, y sin levantar las miradas del suelo, doblaba y desdoblaba un pico del delantal.
—Eso no tiene vuelta de hoja, compañera. O a casa con su marido, o a la calle con Juan, Pedro y Diego, a ver si sale algún primo con quien ir tirando. De este camino malo parten varios senderos, y no todos concluyen en el hospital y en la abyección. De modo que piénselo usted. Por más que se devane los sesos, no podrá salir de este dilema.
—¿De este qué?—Dilema; quiere decir que a fondo o a Flandes.
—Yo quiero ser honrada—afirmó la joven con la mayor seriedad del mundo, atormentando más la punta del delantal.
—¿Honrada?, me parece muy bien. Y dígame usted con toda franqueza: ¿honrada comiendo o sin comer?
Fortunata se sonrió un poco. Aquella sonrisa iluminó su pena un instante; pero pronto quedó su rostro envuelto otra vez en seriedad sombría, señal de la duda horrible que agitaba su alma.
—Eso de la honradez es muy bonito—prosiguió Feijoo—. No hay nada que se diga tan fácilmente y que luego resulte más difícil en la práctica. Yo creo que usted ha querido decir honradez relativa...
—No; yo quiero ser honrada a carta cabal, honrada, honrada.
—¿Sin volver con su marido?
—Sin volver con mi marido. Feijoo hizo con los labios, con los ojos, con todos los músculos de su cara un mohín muy humano y expresivo, signo perteneciente al lenguaje universal y a la mímica de todos los países, el cual quería decir:
«Hija mía, no lo entiendo...».
Ni Fortunata lo entendía tampoco, por lo cual estaba verdaderamente anonadada. Faltábale poco para echarse a llorar.
«Vamos, vamos—dijo el coronel sacudiendo toda aquella argumentación capciosa, como se sacuden las moscas—; hablemos claro y seamos prácticos sin miedo a la situación verdadera. Las cosas son como son, no como deseamos que sean. ¡Qué más quisiéramos sino que usted pudiera ser tan honrada y pura como el sol! Pero tarde piache, como dijo el pájaro cuando se lo estaban comiendo. De lo que tratamos ahora es de que usted sea lo menos deshonrada posible. Porque me río yo de las virtudes que sólo están en el pico de la lengua. ¿Y el vivir y el comer?
Usted, compañera, no tiene ahora más remedio que aceptar el amparo de un hombre. Sólo falta que la suerte le depare un buen hombre. ¿Se echará usted a buscarlo por ahí entre sus relaciones, o saldrá a pescar un desconocido por las calles, teatros y paseos? A ver... Dígolo porque si quiere usted ahorrarse ese trabajo, figúrese que aburrida ha salido por esos mundos, que ha echado el anzuelo, que le han picado, que tira para arriba, y que ¡oh, sorpresa!, me ha pescado a mí. Aquí me tiene usted fuera del agua dando coletazos de gusto por verme tan bien pescado. Soy algo viejo, pero sin vanidad creo que sirvo para todo, y por fuera y por dentro valgo más que la mayoría de los muchachos. No tengo nada que hacer, vivo de mis rentas, soy solo en el mundo, me doy buena vida y puedo dársela a quien me acomoda. Conque a decidirse. Modestia a un lado, dígole a usted que dificilillo le sería, en su situación, encontrar un acomodo mejor. Bien lo comprenderá cuando le pasen las tristezas, que ojalá sea pronto. Ahora no tiene la cabeza despejada. Y no vacilo en decirlo—agregó alzando la voz, como si se incomodara—. Le ha caído a usted la lotería, y no así un premio cualquiera, sino el gordo de Navidad».
—Quiero ser honrada—repitió Fortunata sin mirarle, como los niños mimosos que insisten en decir la cosa fea por que les reprenden.
—No seré yo quien le quite a usted eso de la cabeza—dijo el caballero sonriendo, sin dudar de su victoria—. Y bien podría ser que hubiera usted descubierto la cuadratura del círculo.
—¿Qué dice?—Nada... También se me ocurre que dentro de mi proposición puede usted ser todo lo honrada que quiera. Mientras más, mejor... En fin, no quiero marearla a usted más, y la dejo sola para que piense en lo que le he dicho. Siga limpiando, trabaje, dé bofetadas a los muebles, fregotee hasta que le escuezan los dedos; mecánica, mucha mecánica, y mientras tanto, piense bien en esto, y mañana o pasado mañana... no hay prisa... vengo por la rimpuesta, como dice el payo...