No pararon aquí las observaciones referentes a su decaimiento físico. Una mañana, al levantarse, notó que la cabeza se le mareaba. Jamás había sentido cosa semejante. En la calle advirtió que para andar completamente derecho, necesitaba pensarlo y proponérselo. Pasando junto a la carcomida puerta del convento de la Latina, no pudo menos que mirarse en ella como en un espejo. Se vio allí bien claro, cual vestigio honroso conservado sólo por indulgencia del tiempo. «Todo envejece —pensó—, y cuando las piedras se gastan, ¡cómo no ha de gastarse el cuerpo del hombre!».
Y los síntomas de decadencia aumentaban con rapidez aterradora. Dos días después notó Feijoo que no oía bien. El sonido se le escapaba, como si el mundo todo con su bulla y las palabras de los hombres se hubieran ido más lejos. Fortunata tenía que gritar para que él se enterase de lo que decía. A lo penoso de esta situación uníase lo que tiene de ridículo. Verdad que aún andaba al paso de costumbre; pero el cansancio era mayor que antes, y cuando subía escaleras, el aliento le faltaba. Mirábase al espejo por las mañanas, y en aquella consulta infalible notaba fláccidas y amarillentas sus mejillas, antes lozanas; la frente se apergaminaba, y tenía los ojos enrojecidos y llorones. Al ponerse las botas, la rodilla derecha le dolía como si le metieran por la choquezuela una aguja caliente, y siempre que se inclinaba, un músculo de la espalda, cuyo nombre no sabía él, producíale molestia lacerante, que fuera terrible si no pasara pronto... «¡Qué bajón tan grande, compañero—se decía—, pero qué bajón! Y esto va a escape. Ya se ve. La locurilla me ha cogido ya con los huesos duros y con muchas Navidades encima... Pero francamente, este bajoncito no me lo esperaba yo todavía...».
Esto le ocasionó grandes tristezas que al principio trataba de disimular delante de su querida; pero una tarde que estaban sentados junto al balcón, se le abatieron tanto los espíritus que no pudo contener su pena y la confió a su amiga: «Chulita, habrás notado que yo... pues... habrás visto que mi salud no es buena. Y entre paréntesis, ¿qué edad me echas tú?».
—Sesenta—dijo ella seriamente con la reserva mental de que se quedaba algo corta.
—Hace unos días que he entrado en lo sesenta y nueve... Dentro de nada setenta... ¿Sabes que de quince días a esta parte me parece que he envejecido de golpe y porrazo veinte años? Yo me conservaba en mis apariencias y en mis bríos de cincuenta, cuando de improviso la naturaleza ha dicho: «¡Que me voy... que no puedo más...!».
Fortunata había notado el bajón; pero, como es natural, no hablaba de semejante cosa.
«Lo que más me carga—dijo D. Evaristo con rabia, dando un puñetazo en el brazo del sillón—, es que la vista... Yo siempre he tenido una vista como un lince. Figúrate que en la Habana veía, desde el castillo de Atarés, las señales del vigía del Morro, distinguiendo perfectamente los colores de las banderas. Pues desde ayer noto no sé qué. Algunos objetos se me oscurecen completamente, y cuando me da el sol, me pican los ojos... Desde mañana pienso usar gafas verdes. Estaré bonito. En cuanto al oído, ya te habrás enterado. Hace días era el izquierdo, ahora es el derecho; he ascendido: era teniente y soy ya capitán. Te aseguro que estoy divertido. Pero es insigne majadería rebelarse contra la naturaleza. Tiene ella sus fueros, y el que los desconoce, lo paga. Yo he sido en esto poco práctico, siéndolo tanto en otras cosas; pero ya que se me olvidaron los papeles en el caso este de hacer el pollo a los sesenta y nueve años, voy a recogerlos para prevenir las malas consecuencias. Ahora es preciso que me ocupe más de ti que de mí. Yo, poco puedo durar...».
—No... ¡qué tontuna!—dijo Fortunata, aquella vez más piadosa que sincera.
—A mí no me vengas tú con zalamerías. Por mucho que tire... pon que tire un año, dos; eso si no me quedo el mejor día hecho un monigote y en tal estado que tengas tú que sonarme y ponerme la cuchara en la boca. De todas maneras, ya tengo poca cuerda, chulita de mi alma, y tengo que pensar mucho en ti, que la tienes todavía para rato, pues ahora estás en la flor de tus años y en lo mejor de tu hermosura.
Y otro día, subiendo la escalera, notaba que casi la subía más con los brazos que con las piernas, pues tenía que ampararse del pasamanos, haciendo mucha fuerza en él. «Esto va por la posta. Si me descuido, no tengo tiempo ni de dejar a esta infeliz bien defendida de los pillos y de las propias debilidades de su carácter. ¡Pobre chulita! Hay que mirar mucho cómo la dejo, porque esta al son que la tocan baila. Lo que se me ha ocurrido para asegurarla contra incendios, es decir, contra los rasgos de todas clases, quizás no le guste; de fijo que no le gustará. Pero ya irá comprendiendo que no hay otro camino... ¡Ay de mí, que aún me falta un tramo! Dios nos asista. ¡Quién me había de decir a mí...!».
Al entrar en la casa, pasó insensiblemente del soliloquio al discurso, dando voz a sus meditaciones. «¡Quién me había de decir a mí que llegaría a ocuparme de que existan boticas en el mundo! Yo que jamás caté píldora, ni pastilla, ni glóbulo, tengo mi alcoba llena de potingues; y si fuera a hacer todo lo que el médico me dice, no duraría tres días. ¡Y quién me había de decir a mí que le haría ascos a la comida, yo que jamás le he preguntado a ningún plato por sus intenciones! El estómago se me quiere jubilar antes que lo demás del cuerpo, y ya debes suponer que faltando el jefe de la oficina... En fin, qué le hemos de hacer».
Al llegar aquí, D. Evaristo tenía que alzar mucho la voz para hacerse oír, porque en la calle se situó un pianito de manubrio, tocando polkas y walses. Las del tercero, que eran las amas o sobrinas del ecónomo de San Andrés, que allí vivía, se pusieron a bailar, y al poco rato hicieron lo propio de los del segundo de la derecha. En el principal y segundo de la casa de enfrente armose igual jaleo, y como los chicos alborotaban tanto en la calle, la gritería era espantosa y D. Evaristo y su amiga tuvieron que callarse, mirándose y riendo.
«Pues sobre que estoy sordo—dijo el simpático viejo—, la vecindad no nos deja oírnos. Callémonos, que tiempo hay de hablar».
Fijó sus tristes miradas en el suelo y Fortunata, con los brazos cruzados, mirábale atenta, contemplando los estragos de la degeneración senil en su fisonomía, mientras se alejaban y extinguían en la calle los picantes ritmos del baile. La tarde caía; pronto iba a ser de noche, y como Feijoo tenía horror a la oscuridad, su amiga encendió luz, que puso en la mesa de camilla, y cerró después las maderas.
«¿En dónde has estado hoy?» le preguntó D. Evaristo, que casi todas las noches le hacía la misma pregunta, no por fiscalizar sus actos, sino porque de aquella interrogación salía casi siempre una plática agradable.
—Pues hoy al mediodía subí a casa de las del cura—dijo ella sonriendo y pasándole el brazo por encima de los hombros—. Son dos sobrinas o qué sé yo qué, guapillas, y se parecen aunque no son hermanas. Ayer estuvieron aquí y me dijeron si les quería pespuntar y dobladillar unas tiras para tableado de vestidos. Se componen mucho y tienen arriba la mar de figurines. Están haciendo dos trajes, y si vieras... no pude por menos de reírme; porque del terciopelo que les sobra hacen trajes para Niños Jesús y para Vírgenes. Todo lo aprovechan, y hasta una hebilla de sombrero que no puedan gastar, se la plantan a cualquier santo en la cintura.
Había hecho Fortunata algunas relaciones en la vecindad más próxima. Se visitaba con los inquilinos de la casa, y con alguna familia de la inmediata, gente muy llana, muy neta; como que a todas las visitas iba la prójima con mantón y pañuelo a la cabeza. En el tiempo que duró aquella cómoda vida volvieron a determinarse en ella las primitivas maneras, que había perdido con el roce de otra gente de más afinadas costumbres. El ademán de llevarse las manos a la cintura en toda ocasión volvió a ser dominante en ella, y el hablar arrastrado, dejoso y prolongando ciertas vocales, reverdeció en su boca, como reverdece el idioma nativo en la de aquel que vuelve a la patria tras larga ausencia. La gente más fina de aquella vecindad, o la que más procuraba serlo, era la familia del cura, y estas dos sobrinas eclesiásticas se esforzaban en hacer contrastar su lenguaje atildado con el de su hermosa vecina.
«Pero ¿no sabes, hijo, lo que me han dicho hoy?—prosiguió Fortunata conteniendo la risa—. ¡Ay qué gracia!... Te lo contaré para que te rías. La mayor, que es la más estirada, levantó las cejas, y mirándome como con lástima, y echando aquella voz tan fina, pero tan fina que parece que se la han hecho las arañas, fue y me dijo, dice: '¿Pero ese señor, no se casa con usted?'. Por poco suelto el trapo... Yo le contesté 'puede' y siguió con el sermón. Para que me dejara en paz le dije al fin que sí, que nos íbamos a casar, que ya estábamos sacando los papeles y que pronto se echarían las proclamas».
—Bien contestado... ¡Qué ganas de meterse en lo que no les importa!
—Y ahora te pregunto yo—dijo Fortunata más cariñosa, pero bastante más seria—. Si yo fuera soltera, ¿te casarías conmigo?
—Sobre eso ya sabes cuáles son mis ideas—replicó él de buen humor—. ¿Crees que han variado desde que estoy enfermo, y que los hombres piensan de un modo cuando tienen el estómago como un reloj, y de otro cuando la maquina principia a descomponerse? Algo de esto pasa, chulita, y una cosa es hablar desde la altura de una salud perfecta y otra al borde del hoyo... Pero en esto del matrimonio te aseguro que no han variado mis ideas. Sigo creyendo que el casarse es estúpido, y me iré para el otro barrio sin apearme de esto. ¡Qué quieres! Yo he visto mucho mundo... A mí no me la da nadie. Sé que es condición precisa del amor la no duración, y que todos los que se comprometen a adorarse mientras vivan, el noventa por ciento, créetelo, a los dos años se consideran prisioneros el uno del otro, y darían algo por soltar el grillete. Lo que llaman infidelidad no es más que el fuero de la naturaleza que quiere imponerse contra el despotismo social, y por eso verás que soy tan indulgente con los y las que se pronuncian.
Por aquí siguió en su ingenioso tema; pero Fortunata no entendía bien estas teorías, sin duda por el lenguaje que empleaba su amigo. A poco de esto se puso ella a cenar. Feijoo no tomaba más que un huevo pasado y después chocolate, porque su estómago no le permitía ya las cenas pesadas. Pero en su frugal colación gozaba viendo comer a su protegida, cuyo apetito era una bendición de Dios.
«Hija, tienes un apetito modelo. Te estoy mirando, y al paso que te envidio, me felicito de verte tan bien agarrada a la vida. Así, así me gusta... No te dé vergüenza de comer bien, y puesto que lo hay, aplícate todo lo que puedas, que día vendrá... ojalá que no. Ya ves qué contraste; yo voy para abajo, tú para arriba. ¡Cuando digo que tienes lo mejor de la vida por delante...! Y buena tonta serás si no engordas todo lo que puedas, y te pones las carnes aún más duras y apretadas si es posible. Figúrate si con esas tragaderas estarás bien dispuesta para el amor».
Después de esto y mientras Fortunata se comía una cantidad inapreciable de pasas y almendras, cogiéndolas del plato una a una y llevándoselas a la boca sin mirarlas, el bondadoso anciano siguió sus habladurías con cierto desconcierto, y como desvariando. A ratos parecía incomodado, y expresándose cual si refutara opiniones que acabara de oír, daba palmetazos en los brazos del sillón:
«Si siempre he sostenido lo mismo, si no es de ahora esta opinión. El amor es la reclamación de la especie que quiere perpetuarse, y al estímulo de esta necesidad tan conservadora como el comer, los sexos se buscan y las uniones se verifican por elección fatal, superior y extraña a todos los artificios de la Sociedad. Míranse un hombre y una mujer. ¿Qué es? La exigencia de la especie que pide un nuevo ser, y este nuevo ser reclama de sus probables padres que le den vida. Todo lo demás es música; fatuidad y palabrería de los que han querido hacer una Sociedad en sus gabinetes, fuera de las bases inmortales de la Naturaleza. ¡Si esto es claro como el agua! Por eso me río yo de ciertas leyes y de todo el código penal social del amor, que es un fárrago de tonterías inventadas por los feos, los mamarrachos y los sabios estúpidos que jamás han obtenido de una hembra el más ligero favorcito».
Fortunata le miraba con sorpresa mezclada de temor, el codo en la mesa, derecho el busto, en una actitud airosa y elegante, llevando pausadamente del plato a la boca, ahora una pasita, ahora una almendrita. Feijoo le cogió la barbilla entre sus dedos, diciéndole con cariño: «¿Verdad, chulita, que tengo razón? ¿Verdad que sí?... ¡Ay, qué será de ti, chulita, cuando yo me muera!... ¿Y en lo que me queda de vida, si esta se prolonga y voy más para abajo todavía...? Hay que preverlo todo, compañera. ¡Me ha entrado un desasosiego...! ¡Qué gruesa estás y qué hermosota, y yo... yo... concluido, absolutamente concluido! Soy un reloj que tocó su última campanada, y aunque anda un poco todavía, ya no da la hora».
—No—murmuró ella frotándole el pecho con su cabeza—, no... Todavía...
—¡Ay, qué ilusión! Yo acabé. El estómago me pide el retiro. Hay algo en mí que ha hecho dimisión; pero dimisión irrevocable; efectividad concluida, funciones que pasaron a la historia. Es preciso prevenir... mirar por ti, asegurarte contra la tontería.
Fortunata se reía, y para calmarle aquel desasosiego que sus estrafalarios pensamientos y aprensiones le causaban, prodigole aquella noche, hasta que se separaron, los cariños y cuidados de una hija amantísima con el mejor de los padres.