La primera vez que D. Evaristo visitó a su dama después de esta entrevista, abrazola gozoso, y le dijo: «Albricias... vamos bien, vamos bien».
—¿Pero qué... qué hay? ¿buenas noticias?
—Oro molido; mejor dicho, excelentes impresiones. Tu marido...
—¿Le ha visto usted?—No he tenido esa satisfacción. Pero me han contado de él una cosa que es en extremo favorable. Te lo diré para que no caviles. Maximiliano se ha dedicado a la filosofía...
Fortunata se quedó mirando a su amigo, sin saber qué expresión tomar. No veía la tostada, ni sabía en rigor lo que era la filosofía, aunque sospechaba que fuese una cosa muy enrevesada, incomprensible y que vuelve gilís a los hombres.
«No me llama la atención que te quedes con la boca abierta. Ya irás comprendiendo... ¡Se da unos atracones de filosofía!, y me parece que dijo Juan Pablo que era filosofía espiritualista...».
—¡Ah!... ¿De esos que hablan con las patas de las mesas? ¡Alabado sea...!
—No, esos no. Pero estamos de enhorabuena: cualquiera que sea la secta o escuela que le sorbe el seso a tu marido, tenemos ya noventa y seis probabilidades contra cuatro de que te reciba con los brazos abiertos. Tú lo has de ver.
Fortunata dudaba que esto fuera así. La partida que ella le había jugado a Maxi era demasiado serrana para que este la olvidara por lo que dicen los libros. Al otro día entró el simpático amigo más alegre y excitado. Su proyecto llegó a dominarle de tal modo, que no sabía pensar en otra cosa, y de la mañana a la noche estaba dando vueltas al tema. Había mejorado mucho su salud y al mismo tiempo no ponía tanto cuidado como antes en el adorno de su persona. Desde que tomara con tanto cariño las funciones paternales, se había dejado toda la barba, usaba hongo y una gran bufanda alrededor del cuello. Salía a sus diligencias en coche simón por horas. Cuando la prójima le vio entrar aquel día con el sombrero echado hacia atrás, los ojos chispeantes, los movimientos ágiles, comprendió que las noticias eran buenas. «Con estos alegrones—dijo él abrazándola—, se rejuvenece uno. Chulita, otro abrazo, otro. Vengo de hablar con la mismísima doña Lupe la de los Pavos». Fortunata se asustó sólo de oír el nombre de su tía política.
«Impresiones muy buenas—añadió el diplomático...—. Ha empezado por ahuecar la voz, y por negarse a proponer la reconciliación. Pero mientras más cerdea ella, más claro veo yo que hará lo que deseamos. ¡Oh!, entiendo bien a mi gente. También esta tiene sus filosofías pardas, y a mí no me la da. Conozco las callejuelas de la naturaleza humana mejor que los rincones de mi casa. Doña Lupe está deseando que vuelvas; pero deseándolo, para que lo sepas. Se lo he conocido en la cara y en el modo de decir que no... Yo no sé si te he contado que en un tiempo, a poco de enviudar, tuvo sus pretensiones respecto a mí... pretensiones honestas... Decía la muy fatua que yo le paseaba la calle. ¿Creerás que se le descompone la cara siempre que me ve?».
Fortunata soltó la carcajada. «Dime, ¿y cuando te pretendía, ya le habían cortado el pecho que le falte?».
—Pues no lo sé. Por mí que le cortaran los dos... En fin, chica, que esto marcha. Yo le dije que si había reconciliación, vivirías con ella, pues yo estimaba muy conveniente esta vida común. Tan hueca se puso al oírme decir esto, que aún creo que le nacía un pecho nuevo... Oye lo que tienes que hacer cuando esto se realice: Yo te daré una cantidad que le entregarás a ella el primer día, suplicándole que te la coloque. Te niegas a admitirle recibo. Nada le gusta tanto como que tengan confianza en ella en asuntos de dinero... ¡Ah!... leo en ella como leo en ti. ¿No ves que la traté bastante en vida de Jáuregui, que, entre paréntesis, era un hombre excelente? Ya te daré una lección larga sobre el tole tole con que debes tratarla, una mezcla hábil de sumisión e independencia, haciéndole una raya, pero una raya bien clarita, y diciéndole: «de aquí para allá manda usted; de aquí para acá estoy yo...». Ahora la tecla que me falta tocar es tu marido. He hablado pocas veces con él, apenas le trato; pero no importa...
La mejoría se acentuó tanto, que D. Evaristo atreviose a salir de noche, y lo primero que hizo fue ir en busca de Juan Pablo. No le encontró en el Suizo Viejo. Allí estaban Villalonga, Juanito Santa Cruz, Zalamero, Severiano Rodríguez, el médico Moreno Rubio, Sánchez Botín, Joaquín Pez y otros que tenían constituida la más ingeniosa y regocijada peña que en los cafés de Madrid ha existido. Habían hecho un reglamento humorístico, del cual cada uno de los socios tenía su ejemplar en el bolsillo. De aquellas célebres mesas habían salido ya un ministro, dos subsecretarios y varios gobernadores. Aunque era amigo de algunos, no quiso Feijoo acercarse, y se fue a una mesa lejana. Junto a él, los ingenieros de Caminos hablaban de política europea, y más acá los de Minas disputaban sobre literatura dramática. No lejos de estos, un grupo de empleados en la Contaduría central se ocupaba con gran calor de pozos artesianos, y dos jueces de primera instancia, unidos a un actor retirado, a un empresario de caballos para la Plaza de Toros y a un oficial de la Armada, discutían si eran más bonitas las mujeres con polisón o sin él. Después llamó la atención de D. Evaristo la facha de un hombre que iba por entre las mesas, el cual sujeto más bien parecía momia animada por arte de brujería. «Yo conozco esta cara—se dijo Feijoo—. ¡Ah! ya; es el que llamábamos Ramsés II, el pobre Villaamil que sólo necesitaba dos meses para jubilarse». Acercose tímidamente este desgraciado a Villalonga, que ya estaba levantado para marcharse; y en actitud cohibida, echando los ojos fuera del casco, le habló de algo que debía ser los maldecidos dos meses. Jacinto alzaba los hombros, respondiéndole con benevolencia quejumbrosa. Parecía decirle: «¡Yo, qué más quisiera...! He hecho todo lo posible... Veremos... he dado una nota... Crea usted que por mí no queda... Si, ya sé, dos meses nada más...». Un instante después Ramsés II pasó junto a D. Evaristo, deslizándose por entre las mesas y sillas como sombra impalpable. Llamole por su nombre verdadero Feijoo, y acercose el otro a la mesa, inclinando, para ver quién le llamaba, su cara amarilla, requemada por el sol de Cuba y Filipinas. Se reconocieron. Villaamil, invitado por su amigo, dobló su esqueleto para sentarse, y tomó café... con más leche que café... «¡Ah!, ¿buscaba usted a Juan Pablo? Pues del salto se ha ido al café de Zaragoza. Dice que le cargan los ingenieros...».
Como le convenía retirarse temprano, no fue D. Evaristo aquella noche al indicado café.
Las nueve serían de la siguiente, cuando entró en el establecimiento de la Plaza de Antón Martín, que lleno de gente estaba, con una atmósfera espesa y sofocante que se podía mascar, y un ensordecedor ruido de colmena; bulla y ambiente que soportan sin molestia los madrileños, como los herreros el calor y el estrépito de una fragua. Desembozándose, avanzó el anciano por la tortuosa calle que dejaran libre las mesas del centro, y miraba a un lado y otro buscando a su amigo. Ya tropezaba con un mozo encargado de servicio, ya su capa se llevaba la toquilla de una cursi; aquí se le interponía el brazo del vendedor de Correspondencias que alargaba ejemplares a los parroquianos, y allá le hacían barricada dos individuos gordos que salían o cuatro flacos que entraban. Por fin, distinguió a Juan Pablo en el rincón inmediato a la escalera de caracol por donde se sube al billar. Acompañábanle en la misma mesa dos personas: una mujer bastante bonita, aunque estropeada, y un joven en quien al pronto reconoció D. Evaristo a Maximiliano. Los dos hermanos sostenían conversación muy animada. La indivudua eran el amor de Juan Pablo, una tal Refugio, personaje de historia, aunque no histórico, de cara graciosa y picante, con un diente de menos en la encía superior. Feijoo no la había visto nunca, ni el filósofo de café acostumbraba a presentarse en público en compañía de aquella Aspasia, por cuya razón quedose Rubín un tanto cortado al ver a su amigo.
Maximiliano saludó a D. Evaristo, preguntándole con mucho interés por su salud, a lo que respondió el anciano con mucha viveza: «Ya ve usted... Cinco meses llevo así... un día caigo, otro me levanto... ¡Cinco meses!... Nada; que viene un día en que la máquina dice, 'hasta aquí llegamos, compañero' y no se empeñe usted en remendarla, ni echarle aceite. Que no anda, y que no anda, y se tiene que parar».
—¿Pero qué es lo que usted tiene?—preguntó Maximiliano con presunción de médico novel o de boticario incipiente, que unos y otros se desviven por ser útiles a la humanidad.
—¿Que qué tengo? ¡Ah!, una cosa muy mala. La peor de las enfermedades. ¡Sesenta años!, ¿le parece a usted poco?
Todos se echaron a reír. «Me ha dicho mi hermano—añadió Maxi—, que digiere usted mal».
—Cinco meses lleva mi estómago de indisciplina—replicó el ladino viejo, que quería sin duda meterle a Maxi en la cabeza aquello de los cinco meses—. Ya no le hago caso. Me he rendido, y espero tranquilo el cese.
—Si quiere usted, le haré un preparado de peptona.
—Gracias... Veremos lo que dice mi médico.
—Poco mal y bien quejado—afirmó el otro Rubín, dándole palmadas en el hombro.
—Pero ustedes estaban hablando de algo que debía de ser interesante—dijo Feijoo—. Por mí no se interrumpan.
—Estábamos... pásmese usted... en las regiones etéreas.
—Nada, es que me quiere convencer—manifestó Maximiliano con calor—, de que todo es fuerza y materia. Yo le digo una cosa, «pues a eso que tú llamas fuerza, lo llamo yo espíritu, el Verbo, el querer universal; y volvemos a la misma historia, al Dios uno y creador y al alma que de él emana».
Don Evaristo, en tanto, miraba a Refugio, examinándole el rostro, la boca, el diente menos. La muchacha sentía vergüenza de verse tan observada, y no sabía cómo ponerse, ni qué dengues hacer con los labios al llevarse a ellos la cucharilla con leche merengada.
«Eso, eso... por ahí duele—dijo el ex-coronel, arrimándose al partido de Maximiliano—. ¡El alma!... Estos señores materialistas creen que con variar el nombre a las cosas han vuelto el mundo patas arriba».
—Pero si ya te he dicho...—argüía sofocado Juan Pablo.
—Déjame que acabe...—No es eso... ¡qué cuña!
—Volvemos a lo mismo. ¿No me conozco yo en mí, uno, consciente, responsable?
—¡Otra te pego! Pero ven acá...
—Aguarda. Si yo me reconozco íntimamente en la sustancia de mi yo...
Se expresaba con exaltación sin dejar meter baza a su hermano, y este, en cambio, no se la dejaba meter a él, y simultáneamente se quitaban la palabra de la boca.
—Espérate un poco... no es eso.
—Allá voy... yo vivo en mi conciencia, por mí y antes y después de mí.
—¡Ah!, pero lo primero es distinguir... Mira...
—¡Buen par de chiflados estáis los dos!—dijo para sí D. Evaristo mirando con curiosidad el portillo que en la dentadura tenía Refugio.
—¡Dale, bola!...—replicó Maxi—. Si no es eso... Yo, ¿soy yo?... ¿me reconozco como tal yo en todos mis actos?
—No, yo no soy más que un accidente del concierto total; yo no me pertenezco, soy un fenómeno.
—¡Que yo soy un fenómeno!... ¡Ave-María Purísima, qué disparate!
—Estás tú fresco... Lo permanente no soy yo, ¡qué cuña!, es el conjunto... Yo lo reconozco así en el fenómeno pasajero de mi conocimiento.
¡Y estas cosas se decían en el rincón de un café, al lado de un parroquiano que leía La Correspondencia y de otro que hablaba del precio de la carne! En una de las mesas próximas había un grupo de individuos que tenían facha de matuteros o cosa tal. A la derecha veíanse dos cursis acompañadas de una buscona y obsequiadas por un señor que les decía mil tonterías empalagosas; enfrente una trinca en que se disputaba acerca de Lagartijo y Frascuelo, con voces destempladas y manotazos. Y por la escalera de caracol subían y bajaban constantemente parroquianos, dando patadas que más parecían coces; y por aquella espiral venían rumores de disputa, el chasquido de las bolas de billar, y el canto del mozo que apuntaba.
«Si se me permite dar una opinión—dijo Feijoo, que empezaba a marearse con tanto barullo—, voto con el pollo».
En esto sonó el piano, que se alzaba sobre una tarima en medio del café, con la tapa triangular levantada para que hiciera más ruido; y empezó la tocata, que era de piano y violín. La música, los aplausos, las voces y el murmullo constante del café formaban un run run tan insoportable, que el buen D. Evaristo creyó que se le iba la cabeza, y que caería redondo al suelo si permanecía allí un cuarto de hora más. Decidió retirarse, descontento de no haber encontrado solo a Juan Pablo, pues delante del farmacéutico no podía hablar del espinoso asunto que entre manos traía. Su enojo se trocó en alegría cuando Maxi, al verle en pie, dijo que él también se iba porque era hora de volver a su farmacia. Salieron, pues, juntos, y antes de llegar a la puerta, vio el anciano que le cortaba el paso una figura macilenta y sepulcral. Era Ramsés II, que venía en busca suya. «Señor D. Evaristo, por Dios, hable usted de mí al señor de Villalonga» le dijo la momia, interponiéndose como si no quisiera darle paso sino a cambio de una promesa.
—Se hará, compañero, se hará; hablaremos a Villalonga—dijo D. Evaristo embozándose—; pero ahora estoy de prisa... no puedo detenerme... Hijo, vamos.
Y abriéndose paso, salió con el chico de Rubín.