En el portal de su casa se separaron; doña Lupe subió y Fortunata fue a la botica, donde Maxi estaba solo, haciendo un emplasto. Contole su mujer lo que había visto aquel día, recordando con feliz memoria todos los pormenores. La visita de Jacinta fue omitida discretamente. Al farmacéutico le agradaba que su cara mitad anduviera en aquellos trotes de beneficencia, viese buenos ejemplos y se familiarizara con aquellos cuadros hondamente humanos de la miseria y de la muerte, pues sin duda serían más provechosos a su espíritu que los saraos, bullangas y diversiones.
A la hora de comer se hablaba de lo mismo, y ponderaba doña Lupe la solemnidad conmovedora del acto de aquel día. Discutiose si debían volver por la noche a la calle de Mira el Río o irse a Variedades a ver una pieza; mas como Fortunata mostrase gran repugnancia a las funciones teatrales, prevaleció lo primero, y Maxi, muy complacido de aquella aplicación a las obras de piedad, prometió que las acompañaría y que iría a recogerlas a las once. «Y como no haya esta noche quien se quede a velar, me quedaré yo» dijo la viuda, a quien no se le cocía el pan hasta no dar a Guillermina prueba palmaria de humildad y abnegación. Opusiéronse a esto el sobrino y su mujer, diciendo el primero que bueno era lo bueno, pero no lo demasiado. La de Jáuregui decía con deliciosa modestia: «¡Si yo no lo hago por buscar un elogio; si no hay en esto el menor asomo de mérito...! Yo resisto perfectamente una noche toledana, y hasta dos y tres. De modo que...».
Las nueve sería, cuando los tres entraban por el portal de la casa de corredor, y no fue poco su asombro al ver en el patio resplandor de hoguera y multitud de antorchas, cuyas movibles y rojizas llamas daban a la escena temeroso y fantástico aspecto. ¿Qué era aquello? Que los granujas de la vecindad habían pegado fuego a un montón de paja que en mitad del patio había, y después robaron al maestro Curtis todas las eneas que pudieron, y encendiéndolas por un cabo empezaron a jugar al Viático, el cual juego consistía en formarse de dos en dos, llevando los juncos a guisa de velas, y en marchar lentamente echando latines al son de la campanilla que uno de ellos imitaba y de la marcha real de cornetas que tocaban todos. La diversión consistía en romper filas inesperadamente, y saltar por encima de la hoguera. El que llevaba el copón, bien abrigadito con un refajo atado al cuello, daba las zapatetas más atrevidas que se podrían imaginar, y hasta vueltas de carnero, poniendo todo su arte en recobrar la actitud reverente en el momento mismo de tomar la vertical. En fin, que semejante escena daba una idea de aquella parte del Infierno donde deben tener sus esparcimientos los chiquillos del Demonio. Maximiliano y su mujer se detuvieron un rato a ver aquello; pero doña Lupe dirigió a la infantil tropa miradas y expresiones de desdén, diciendo que la culpa la tenían los padres que tal sacrilegio consentían.
Subieron, y cuando Fortunata pasó a la alcoba de Mauricia, que estaba sola, retirose Maxi, diciendo que volvería a las once. Estaba aquella noche la enferma sumamente inquieta, y lo poco que hablaba no era un modelo de claridad. El temor de pronunciar palabras malas parecía haberse desvanecido en ella, porque escupió de sus labios algunas que ardían. La memoria no debía de estar muy firme, porque cuando su amiga le dijo: «Sosiégate y acuérdate de lo de esta mañana» replicó: «¡Lo de esta mañana...!, ¿qué ha sido...?». Y mirando con extraviados ojos al techo, parecía entregarse al doloroso trabajo de recordar, cazando las ideas como si fueran moscas. Más presente que la administración del Sacramento tenía el paso con su hija; ¡ay, qué paso!... «¿No vistes a la Jacinta?—preguntó a Fortunata, volviéndose de un costado y poniéndole la mano en el hombro...—. ¿Habló contigo?... Tú eres una sosona y no tienes genio... Si a mí me llega a pasar lo que te ha pasado a ti con esa pastelera; si el hombre mío me lo quita una mona golosa, y se me pone delante, ¡ay!, por algo me llaman Mauricia la Dura. Si me la veo delante, digo, y me viene con palabras superfirolíticas... la trinco por el moño y así, así, le doy cuatro vueltas hasta que la acogoto...». Uniendo la acción a la palabra, Mauricia hacía contorsiones violentas, se destapaba, rechinaba los dientes... no pudiendo sujetarla Fortunata, llamó a Severiana: «¡Ay, venga usted! Está diciendo mil disparates... por Dios, vea usted de reducirla... Dele algo para que se calme, aguardiente...».
«A mí no me puede nadie—gritó la infeliz con frenesí, los ojos desencajados, forcejeando contra los cuatro brazos que la querían sujetar—. Soy Mauricia la Dura, la que le abrió una ventana en el casco a aquella ladrona que me robaba los pañuelos, la que le arrancó el moño a la Pepa, la que le arañó la cara a doña Malvina la protestanta... Suéltame tiorra pastelera, o de una mordida te arranco media cara. ¡Persona decente tú!... tú, que dejas un soldado pa tomar otro... tú que tienes ya el corazón como la puerta de Alcalá, de tanta gente como ha entrado por él... Ja, ja, ja... Loba, más que loba, so asquerosa, judía, con más babas que un perro tiñoso... cara de escupidera, zurrón, celemín de peinetas... verás qué recorrido te doy... así, así, y te arranco la nariz, y te escupo los ojos, y te saco todo el mondongo...». Por fin no eran voces humanas las que de sus labios llenos de espuma salían, sino rugidos de fiera sujeta y acorralada. No pudiendo librar sus brazos de los vigorosos que la contenían, sus dedos se agarraron con rabia epiléptica a lo que encontraban, y querían deshacer y rasgar la sábana y la colcha. El fatigoso mugido iba calmándose poco a poco, las contorsiones eran menos violentas, y por fin, cayó en un colapso profundísimo. La sedación era instantánea, y a la misma muerte se parecía.
La señora de Rubín estaba aterrada. Severiana le dijo: «ya ha tenido esta noche tres achuchones de estos, y anteanoche tuvo seis. Si viniera el médico la aplacaría dándole esos pinchacitos que llaman yeciones... ¿sabe?, una gotita de morfina». Sin duda por esta frecuencia de los accesos veíalos Severiana con relativa calma, como los que se acostumbran a los prodigios del dolor humano en las clínicas. A poco de tranquilizarse Mauricia, la otra se dedicó a preparar la lámpara que debía arder toda la noche, un vaso con agua, aceite y una mariposa encima.
Media hora estuvo la tarasca como dormida, pronunciando en sueños retazos de palabras y fragmentos de cláusulas groseras, como retumban en lontananza los dejos de la tempestad que ha pasado. Despertó luego, y con voz sosegada dijo a su amiga: «¿Estás aquí?... ¡qué gusto me da verte! De todas las personas que veo aquí, la que me gusta más eres tú. Te quiero más que a mi hermana. Lo primerito que he de pedirle al Señor cuando me meta en el Cielo, es que te haga feliz, dándote lo que es muy re-tuyo, lo que te han quitado... Su Divina Majestad puede arreglarlo, si quiere...».
A Fortunata no se le ocurría nada que responder a estos disparates.
«Porque tú has padecido... ¡pobrecita! Buenas perradas te han jugado en esta vida. La pobre siempre debajo, y las ricas pateándole la cara. Pero déjate estar, que el Señor te arreglará, haciendo justicia y dándote lo que te quitaron. Lo sé, lo he soñado ahora, cuando me dormí pensando que me moría y que entraba en el Cielo escoltada por la mar de angelitos... ¡tan monos...! Créetelo, porque yo te lo digo... Y yo, mismamente le he de decir a la Virgen y al Verbo y Gracia que te hagan feliz y se acuerden de las amarguras que has pasado».
Callose un instante, y después de los dos o tres suspiros que Fortunata echó de su seno, volvió a hablar la enferma de este modo: «¿Has visto a Jacinta?... porque ella fue quien trajo a mi niña. Es un serafín esa mujer... Ahora cuando me pensé que estaba en el Cielo, la vi encima de una nube con un velo blanco... Estaba allí, entremedio de aquellos grandes corros de ángeles. ¿Será que se va a morir? Lo sentiré por mi niña. Pero Dios sabe más que nosotras, ¿verdad?, y lo que él hace, bien sabido se lo tiene... Pero dime, ¿te habló ella? ¿Le soltaste alguna patochada? Harías mal. Porque ella no tiene la culpa. Perdónala, chica, perdónala; que lo primerito para salvarse es perdonar a una parte y otra. Mírame a mí, que no hago más que lo que me manda el Padre Nones, y he perdonado a la Pepa, a la Matilde, que me quiso envenenar, y a doña Malvina la protestanta y a todo el género mundano... ¡re...! Párate boca que ya ibas a soltarlo... Pues sí, perdonar; créetelo porque yo te lo digo. ¿Ves qué tranquila estoy? Pues a cuenta que lo mismo estarás tú, y Dios te dará lo tuyo; eso no tiene duda... porque es de ley. Y por la santidad que tengo entre mí, te digo que si el marido de la señorita se quiere volver contigo y le recibes, no pecas, no pecas...».
Fortunata creyó prudente mandarla callar, pues aquel concepto se armonizaba mal con la santidad de que hacía gala su amiga.
—Me parece—le dijo—, que si el Padre Nones te oye eso, te ha de reprender... porque ya ves... quien manda manda, y está dispuesto que no sean las cosas así.
—¡Qué risa contigo! ¿Pues tú qué sabes? Yo estoy arrepentida de todo lo malo que he hecho; yo he perdonado a todo Cristo. ¿Qué más quieren? Esto que te cuento es, como quien dice, una idea. ¿No puede una tener una idea?... Cuando me muera, veremos, créetelo... el Santísimo me dirá que tengo razón...
Callose fatigada, y Fortunata le impuso silencio. De repente determinose una brusca sacudida en su espíritu, y tomándole la mano a su querida amiga y apretándosela mucho, le dijo con expresión de terror:
«¿Qué te parece a ti, me salvaré yo?».
—¿Pues qué duda tiene?—replicó la otra tranquilizándola—Dicen que aunque los pecados de una sean tantos como las arenas de la mar... figúrate tú la cantidad de arenas que habrá en todita la mar...
—¡Oh!... ¡si habrá arenas en todita la mar y sus arenales!—repitió Mauricia con voz patética.
—Pues aunque los pecados de una sean más que las arenas, Dios los perdona cuando una se arrepiente de verdad.
—¿Y crees tú que una idea, pongo por caso, es también pecado?
—Según y conforme. Pero tú no tienes malas ideas. Estate tranquila.
—Dios te oiga... Se me arranca el alma de verte penando... con un hombre que no quieres... ¡qué traspaso! Chavala querida, muérete, y vente conmigo. Verás qué bien vamos a estar las dos allá. ¡Porque te quiero tanto...! Dame un abrazo, hija, y muérete conmigo.
—No lo digas mucho—balbució Fortunata conmovidísima, acariciando a su amiga—. Bien podría ser que me muriera pronto. Para lo que yo hago en este mundo... no sé... valdría más... ¡Ay, qué desgraciada soy!
—¡Re...! ¡Bendita sea tu alma! Lo primerito que le pido al Señor, lo juro por estas cruces, es que te mueras.
Las dos se echaron a llorar. En tanto doña Lupe sostenía una gallarda disputa con Severiana. «Ya lo he dicho y no hay más que hablar. Yo me quedo esta noche para que usted descanse un poco».—«Señora, no lo consiento. Hay vecinas que se quieren quedar».—«¡Vecinas!... Aviada está la enferma con las vecinas. ¡Son tan torpes y tan descuidadas...! Verá usted cómo trabucan las medicinas y le encajan una por otra».—«¡Oh!, no señora, no consiento que usted se moleste».—«Repito que me quedo, ¡vaya! Si no hay en ello mérito alguno, ni sacrificio. No me cuesta ningún trabajo estar en vela toda la noche. Y además, hija, hay que hacer algo por el prójimo. Velaremos, pues, y no me hable usted de gratitud que es ridículo hacer tanto aspaviento por lo que no vale tres cominos».
La viuda de Jáuregui no hacía gran sacrificio, y su determinación estaba calculada con habilidad, pues como una de las vecinas le dijera que Guillermina pensaba echar un guante al día siguiente para atender a las apremiantes necesidades de algunos inquilinos de la casa, doña Lupe pensó de esta suerte: «Con quedarme a velar, cumplo; y eso del guante no va conmigo, porque en todo el día de mañana no aparezco por aquí, ni a media legua a la redonda».
Severiana explicó minuciosamente a la señora cuanto había que hacer, advirtiéndole que la llamase si ocurría algo extraordinario. Otra vecina se quedaba también, en calidad de ayudante. A las doce, Fortunata se retiró a su casa con su marido, que fue a buscarla. Cogiditos del brazo recorrieron el trayecto más tortuoso que largo que les separaba de su domicilio, hablando de alcoholismo y de beneficencia domiciliaria, y poniendo muy en duda que doña Lupe resistiese toda la noche sin dormirse, pues era persona que en dando las diez ya estaba haciendo cortesías aunque se encontrase en visita.
A la mañana siguiente, determinó la esposa ir a enterarse de la noche toledana que habría pasado doña Lupe, y Maximiliano no se opuso a ello. Cumplidas las sabias órdenes que había dado la directora de la casa, Fortunata salió con Papitos, y después de encaminarla a la compra, indicándole algunas cosas que debía tomar, separose de ella en la plazuela de Lavapiés para dirigirse a la calle Mira el Río. Encontró a su tía en el cuarto de la comandanta en un estado verdaderamente aflictivo, ojerosa, con la cabeza pesada y un humor poco dispuesto a las bromas.
«¡Bien por las valentías!...—le dijo Fortunata—. ¿Y qué tal se ha portado la enferma?».
—No me hables, hija; noche más perra no la he pasado en mi vida. No me ha dejado ni siquiera descabezar un sueño de diez minutos. La maldita parecía que lo hacía a propósito y por vengarse de lo muy derecha que la he obligado a andar cuando me corría mantones... Figúrate; en un puro delirio hasta que Dios amaneció. Juraría que todo el aguardiente que ha bebido en su vida se le subió a la cabeza esta noche. Ya se levantaba, ya se revolvía, echaba las piernazas fuera de la cama, y los brazos como aspas de molino... ¡Luego unas voces y unos berridos...! Ya sabes el diccionario que gasta... Y a lo mejor se quedaba como un gato que acecha, los ojos como ascuas, y hablando bajito, bajito, y señalando para la mesa en que está el altar y la lamparilla, decía: «Mírenlo, mírenlo; allí está». ¡A mí me daba un miedo...! Prefería oírla gritar... Créete que me horripilaba cuando le veía señalar a la luz y al altarito.
Doña Lupe empezó a tomar el chocolate que le trajo doña Fuensanta, y a renglón seguido continuó la relación, imitando la voz y la actitud de la delirante.
«Y se ponía así: 'Allí está, mírenlo... el señor de Sor Natividad... La bribona lo tiene preso... Bribona, más que loba...'. ¿Sabes tú quién es el señor... con retintín, de Sor Natividad? Pues la custodia, hija, el Santísimo... Y seguía: 'Ahora voy allá, te cojo, te saco y te echo al pozo...'. ¡Al pozo!, ¿has visto?, ¡arrojar la custodia al pozo! Mira tú si tendrá malas ideas... Luego dice que se salva. ¡Como no se salve esa...! Me ha dicho Severiana que cuando delira fuerte, siempre se sale con eso, con que va a sacar del Sagrario la custodia y a guardarla en su baúl, o qué sé yo qué. Verás: soltaba una risa que a mí me ponía los pelos de punta, y decía muy callandito: «¡Qué guapo estás con tu cara blanca, con tu cara de hostia dentro del cerco de piedras finas!... ¡Oh, qué reguapo estás! No creas que te robo las piedras... Para nada las quiero... Me gustas... ¡te comería! No me digas que no te coja, porque te cojo, aunque me muera y me eches al infierno... Sor Natividad te falta; para que lo sepas; te falta con el Padre Pintado...'. En fin, hija, que era un horror. Suprimo las flores que iba entreverando, porque me ardería la boca».
Doña Lupe hizo esfuerzos por atraer hacia su paladar, con la lengua y con los rechupidos de sus labios, lo que en el fondo del pocillo quedaba, y conseguido esto al fin, acabó así: «Con estos disparates sacrílegos estuve toda la noche en vilo, horrorizada, el estómago revuelto, y deseando que el día llegara».
—Me lo figuraba—dijo Fortunata, y después le dio cuenta de lo que había dispuesto y de lo que le indicó a Papitos que comprase.
«¡Ay! Me parece que he estado un año fuera de mi casa. Me ocurría que no sabríais desenvolveros y que la mona se declararía en cantón, haciendo lo que le daba la gana. Ahora a casa, que es madre. Ya hemos cumplido. Claro que esto no es ninguna santidad extraordinaria, ni un caso de heroísmo; pero algo es algo...».
Vieron entonces que Guillermina pasaba en dirección al cuarto de Severiana, y doña Lupe corrió a recibir de su boca augusta los plácemes que merecía. «¡Oh, qué buena es usted!—le dijo la santa, estrechándole las manos—. ¡Quedarse aquí cuidando a esta pobre...! No, no diga usted que esto no vale nada. Vaya si vale. ¡Dejar las comodidades de su casa para velar a la cabecera de una infeliz...! Pues lo que yo sé es que no lo hacen todas... Dios se lo pagará. Más de agradecer es esto que los donativos que hacen otras... quedándose muy abrigaditas en sus camas... porque esta es la verdadera caridad que sale del corazón... En fin, veo que su modestia se ofende, amiga mía, y no quiero sacarle a usted los colores a la cara. Gracias, gracias».
Doña Lupe estaba muy satisfecha; pero sospechando que la fundadora iba a sacar el temido guante, se despidió con prisa. «Amiga de mi alma, la obligación me llama a mi choza...».
—Sí, sí—le dijo Guillermina—. La obligación antes que nada. Hasta luego.
Y llevando aparte a Fortunata en el corredor, su tía le dijo: «Tú te quedarás aquí un ratito; si hay petitorio, no quedaremos nosotras en mal lugar. Le dices que apunte un duro por ti y otro por mí. Es bastante. Bien debe saber que no somos potentadas. No me gustan guantes; pero sé cumplir en todas las circunstancias y no hacer un mal papel. Un duro por ti y otro por mí; no lo olvides. No digas si podemos o no podemos más. Tú lo sueltas seco, sin achicarte ni engrandecerte; que ella, aunque se le dé un ochavo, siempre da las gracias con la misma boquita de merengue. Vaya... Mentira me parece que he de verme en mis cuatro paredes...».