Doña Lupe la invitó, dos días después de la tarde del choque con Jacinta, a volver a visitar a Mauricia. ¡Qué diría doña Guillermina si no volvían! Negose Fortunata no sé con qué pretexto, a ir allá, y fue sola doña Lupe. Era el día de San Isidro y no había ventas en el Monte de Piedad. A eso de las diez regresó muy afectada, y entrando en el gabinete donde su sobrina estaba cosiendo, le dijo: «Hija, rézale un Padre nuestro a la pobre Mauricia».
—¡Se ha muerto!—exclamó Fortunata sintiendo una fuerte sacudida en su alma.
—Sí, a las diez y media. Parecía que estaba esperando a que llegara yo para morirse... ¡pobrecilla! Vengo horrorizada. Si yo lo sé, no parezco por allá. Estos cuadros no son para mí. Cuando llegué estaba en su sano juicio. ¡Preguntome por ti con un interés...! Dijo que te quería más que a nadie, y que en cuantito que entrara en el Cielo, le iba a pedir al Señor que te hiciera feliz. Yo, francamente, al oír esto, vi que estaba fatal, y Severiana me dijo que anoche creyeron por dos o tres veces que se les quedaba en las manos. Le dieron congojas tan fuertes, que se le acababa la respiración... Noté también que su voz parecía salir del hueco de un cántaro muy hondo, y sonaba como lejos... La cara la tenía muy arrebatada, y los ojos hundidos, pero muy brillantes. Guillermina estaba sentada a su cabecera, y a cada rato le daba abrazos y besos, diciéndole que pensara en Dios, que padeció tanto por salvarnos a nosotros... De repente, se descompuso, hija; ¡pero de qué manera...! se quedó amoratada, empezó a dar manotazos y a echar por aquella boca unas flores, ¡unas berzas...! Era un horror. En esto llegó el Padre Nones, a quien Guillermina había mandado llamar para que la auxiliase; pero todo inútil. Ni la pobre enferma podía oír lo que le decían, ni estaba su cabeza para cosas de religión. La santa tuvo una idea feliz. Le dio a beber una copa de Jerez, llena hasta los bordes. Mauricia apretaba los dientes; pero al fin, debió darle en la nariz el olorcillo, porque abriendo la bocaza, se lo atizó de un trago. ¡Cómo se relamía la infeliz! Se calmó y ¡pum!, la cabeza en la almohada. Entonces Guillermina, poniéndole una cruz entre las manos, le preguntaba si creía en Dios, si se encomendaba a Dios y a la Santísima Virgen, y a tales y cuales santos del Cielo, y contestaba ella que sí moviendo la cabeza... El Padre Nones estaba de rodillas, reza que te reza. Encendieron una vela, y te aseguro que el tufillo de la cera, los rezos y aquel espectáculo me levantaron el estómago y me han puesto los nervios como cuerdas de guitarra. Yo no quería mirar; pero la curiosidad... eso es lo que tiene... me hacía mirar. Los ojos de Mauricia se le habían hundido hasta ponérsele en la nunca, y la nariz, aquella nariz tan bonita, se le afiló como un cuchillo. Guillermina, alzando la voz, decíale que se abrazara a la cruz, que Dios la perdonaba, que ella la envidiaba por irse derechita a la gloria, y otras muchas cosas que la hacían a una llorar. La cabeza de Mauricia se iba quedando quieta, quieta... Luego la vimos mover los labios, y sacar la punta de la lengua como si quisiera relamerse... Dejó oír una voz que parecía venir, por un tubo, del sótano de la casa. A mí me pareció que dijo: más, más... Otras personas que allí había aseguran que dijo: ya. Como quien dice: «Ya veo la gloria y los ángeles». Bobería; no dijo sino más... a saber, más Jerez. Guillermina y Severiana le acercaron un espejo a la cara y lo tuvieron un ratito... Después todos empezaron a hablar en alta voz. Ya estaba Mauricia en el otro mundo; se había quedado de un color violado tirando a azul. A los diez minutos su fisonomía estaba tan variada, que si la ves no la conoces.
«Pero Guillermina... ¡Qué mujer esa!—prosiguió la de Jáuregui, después de una triste pausa, poniendo los ojos en blanco—. ¿Creerás que la amortajó con sus propias manos? No haría más si fuera su hija. Ella la lavó... ella la vistió... ella le puso el hábito... y tan tranquila. Yo habría querido ayudar; pero, francamente, no sirvo para esas cosas. Me parecía natural el ofrecerme. Bien sabía yo que la santa no había de ceder a nadie el llevar la batuta en aquella operación: lo ha tomado por oficio. Pero me ofrecí, me ofrecí. Hay que estar en todo y quedar siempre en buen lugar. Y créete que lo poco que hice tiene mérito, porque en mí es un sacrificio cualquier niñería de este género, mientras que en esa señora no lo es, por estar muy acostumbrada a revolverse entre enfermos y difuntos, como las hermanas de la caridad. Habías de verla. Y siempre con su carita tan sonrosada, y aquel pasito ligero y vivaracho. Cuando concluyó, echamos las dos un largo párrafo en la salita; hablamos de Mauricia, de la mucha miseria que hay en este Madrid, y de que gracias a las buenas almas 'como usted' me dijo, se remediaban muchos males. «¿Y la sobrinita, no ha venido?—me preguntó—. El otro día me prometió unos pantalones de su marido».
—¡Ah!, sí—recordó Fortunata—. No crea usted que lo he olvidado. Ya los aparté. Son para un hombre que toca la corneta, el trombón o qué sé yo qué. Se los mandaremos a Severiana.
—Yo me encargo de eso—replicó doña Lupe, dando a entender que pensaba volver allá.
—No, los llevaré yo, bien envueltitos en un pañuelo—dijo la sobrina, a quien de súbito entraron ganas de ir a la casa mortuoria—. Llevaremos cada una nuestro duro, por si piden para el entierro.
—Eso no está mal pensado. Pero a quien hay que darlos es a Guillermina que es la que sabe agradecer. ¡Ah! Se me olvidaba decirte otra cosa. Me invitó a ir a visitar su asilo, mejor dicho, nos invitó a las dos. Iremos. Ese día estrenaré mi abrigo nuevo y tú la falda que te piensas hacer. Habrá que echarle algo en el cepillo; pero no importa. Otros petitorios me enfadan a mí; que a los cepillos no les temo.
Papitos entró, y su ama le dijo que hiciera una taza de té, porque tenía el estómago revuelto. La señora no se había quitado el manto ni los guantes; pero cuando se aligeraba, charlando, de la carga que en su espíritu tenía, pensó en mudarse de ropa. En la mano traía un lío. Eran varias cosillas que de paso compró para engolosinar a Maxi. Ballester había recomendado que se le diera carne cruda; pero como él se negaba a comerla, doña Lupe discurrió el darle menudillos, corazones de aves, y suprimir para él el cocido y los feculentos. Para postre le trajo bruños de Portugal.
A nada de esto atendía Fortunata, por tener el pensamiento enteramente ocupado con aquella idea de visitar el asilo de doña Guillermina. De allí sacaría el huerfanito que quería prohijar. Pues digo... si estaba todavía en el establecimiento aquel mismo nene que su tío Pepe Izquierdo quiso venderle a Jacinta, ¡qué ocasión, Cristo!, ¡qué golpe! Que vieran, sí, que vieran cómo también ella...
Pero pronto había de ocurrir algo que desconcertó por completo el plan de adoptar un huerfanito. Al día siguiente, resistiendo al empeño de Maxi que quería llevarlas a San Isidro, fueron, como estaba concertado, a la calle de Mira el Río. Temía Fortunata aquella visita por diferentes motivos, no siendo el menor la pena que le causaría, ver los restos de Mauricia. Temerosa y sobresaltada, quedose en la salita, donde estaba doña Fuensanta con un pañuelo negro por los hombros. Severiana entraba y salía. Sus ojos revelaban que había llorado, y también tenía un mantón negro por los hombros. Por un resquicio de la puerta que comunicaba la sala primera con la cámara mortuoria, vio Fortunata los pies de la Dura en el ataúd, y no tuvo ánimo para acercarse a ver más. Dábale pena y terror, y no podía olvidar las últimas palabras que le dijo su infeliz amiga: «Lo primerito que le he de pedir al Señor es que te mueras tú también, y estaremos juntas en el Cielo». Aunque se tenía por desgraciada, la de Rubín se agarraba con el pensamiento a la vida. Lo que dijo Mauricia era un disparate. Cada uno se muere cuando le toca, y nada más. Doña Lupe, que pasó a ver a la difunta, se afectó tanto, que no pudo permanecer allí. «Hija mía—dijo a su sobrina secreteándose—, yo no puedo ver estas cosas fúnebres. Creo que me va a dar algo. La muerte me aterra, y no es que yo sea aprensiva. No me causa espanto ninguna enfermedad, como no sea el mal de miserere. Es lo que temo... En fin, que yo me voy de aquí al Monte. Necesito que me dé el aire. Quédate tú por el buen parecer; ahí dentro está la santa. Toma mi duro, por si hay la consabida suscricioncita. En cuanto se lleven el cuerpo te vas a casa. Abur».
Cuando se fue la de Jáuregui, dejando sola a su sobrina, esta mudó de sitio por no ver los pies de Mauricia, calzados con bonitas botas de caña clara; pies preciosísimos que no darían ya un solo paso, Doña Fuensanta salió y le dijo algunas palabras. Un ratito después, abriose la puerta de la estancia mortuoria, y Fortunata tuvo un estremecimiento nervioso, creyendo al pronto que era la propia Mauricia que aparecía... Pero no, era Guillermina. Desde que dio esta el primer paso en la sala, fijáronse sus ojos en la joven, quien otra vez tuvo miedo. La santa iba derecha a ella, mirándola como no la había mirado nunca.
Tocándole suavemente un brazo, le dijo: «Tengo que hablar con usted».
«¡Conmigo!...».—Sí, con usted—y al decir esto le volvió a tocar. La impresión de este contacto corríale por el brazo arriba hasta llegar al corazón.
«Dos palabritas—añadió la santa; y luego se corrigió así—: Algunas más serán».
Advertía Fortunata en aquella cara cierta severidad: iba a decir algo; pero la otra no le dio tiempo, y tomándole el brazo, como se toma el de los hombres, le dijo:
«Venga usted por aquí. ¿Tiene prisa?».
—No señora...—Yo no me había marchado por esperar a ver si usted venía. Anoche también la esperé a usted, y no quiso venir.
Condújola a la casa próxima, donde doña Fuensanta vivía, y entraron en una salita bastante desordenada, en la cual había más baúles que sillas, y dos cómodas. Guillermina cerró la puerta, e invitando a Fortunata a ocupar una silla, sentose ella en un cofre.