Lo que había soñado se le quedó a la señora de Rubín tan impreso en la mente cual si hubiera sido realidad. Le había visto, le había hablado. Completó su pensamiento, amenazando con el puño cerrado a un ser invisible: «Tiene que volver... ¿Pues tú qué creías? Y si él no me busca, le buscaré yo... Yo tengo mi idea, y no hay quien me la quite». Incorporose después, quedándose apoyada en un codo y mirando a los ladrillos. Sus ojos se fijaron en un punto del suelo. Con rápido impulso saltó hacia aquel punto y recogió un objeto. Era un botón... Mirolo tristemente, y después lo arrojó con fuerza lejos de sí, diciendo: «es negro y de tres aujeritos. Mala sombra». Vuelta otra vez a la cavilación: «Porque si le encuentro y no quiere venir, me mato, juro que me mato. No vivo más así, Señor; te digo que no me da la gana de vivir más así. Yo veré el modo de buscar en la botica un veneno cualquiera que acabe pronto... Me lo trago, y me voy con Mauricia». Esta idea parecía darle cierto aplomo, y salió del cuarto. En pocas palabras la puso doña Lupe al tanto de la gran burrada que había hecho Papitos. «Nada, hija, que si es de noche y se vierte el mineral con la luz encendida, aquí perecemos todos achicharrados... Es muy perra esta chica, y me va a consumir la vida».
Pasado el berrinche, se fijó en la cara de su sobrina, encontrando en ella un oscurísimo jeroglífico que no podía descifrar: «Pero estate sin cuidado que ya te lo acertaré yo... Conmigo no juegas tú».
Aquella noche hizo Maxi mil extravagancias, y a la mañana siguiente se puso tan encalabrinado y vidrioso, que no se le podía aguantar. «Hay que tener mucha paciencia—dijo doña Lupe a Fortunata—. ¿Sabes lo que te aconsejo? Que no le lleves la contraria en nada. Hay que decirle a todo que sí, sin perjuicio de hacer lo que se deba. El pobrecito está mal. Me ha dicho esta mañana Ballester que tiene algo de reblandecimiento cerebral. Dios nos tenga de su mano». Sentía Fortunata vivos deseos de salir a la calle, y no sabía qué pretexto inventar para procurarse escapatorias. Ofrecíase a hacer compras de que doña Lupe tenía necesidad, e inventaba menesteres que motivaran una salidita. La taimada viuda de Jáuregui comprendió que una sujeción absoluta sería perjudicial, y empezó a darle libertad. Un día le leyó la cartilla en estos términos: «Puedes salir; no eres una chiquilla y ya sabes lo que haces. Yo creo que no nos darás ningún disgusto, y que has de mirar por el decoro de la familia lo mismo que miro yo. La dignidad, hija, la dignidad es lo primero». Pero doña Lupe empezaba a hacérsele horriblemente antipática, y por nada del mundo le habría hecho una confidencia. Hablando con verdad, lo que más disgustada tenía a doña Lupe era, no que Fortunata saliese, sino que no le comunicase nada de lo que pensaba o sentía. El pensar que tal vez estaría a la sazón la señora de Rubín jugando una gran trastada al decoro de la familia, la mortificaba, sí, pero no tanto como el ver que no la consultaba ni le pedía consejo sobre aquello desconocido y oscuro que sin duda le ocurría. «El tapujito es lo que me revienta. Como yo lo descubra va a ser sonada. En hora maldita entró aquí esta loquinaria. No, yo nunca la tragué, el Señor es testigo... siempre me dio la cara. El ganso de Nicolás fue quien lo echó a perder tomándolo por lo religioso... Si al menos se llegara a mí y me dijera: «tía, yo me veo en este conflicto, yo he faltado o voy a faltar, o puede que falte si no me atajan...». Demasiado sabe ella que con este mundo que yo tengo y con lo bien que discurro, gracias a Dios, le abriría camino para poner a salvo el honor de la familia. Pero no... la muy bestia se empeña en gobernarse sola, ¿y qué hará?... Alguna barbaridad, pero gorda. Si no, allá lo veremos».
Fortunata se echó a la calle, y en la Plaza del Progreso vio muchos coches; pero muchos. Era un entierro, que iba por la calle del Duque de Alba hacia la de Toledo. Por las caras conocidas que fue viendo mientras el fúnebre séquito pasaba, vino a comprender que el entierro era el de Arnaiz el Gordo, que se había muerto el día antes. Pasaron los Villuendas, los Trujillos, los Samaniegos, Moreno-Isla... Pues irían también D. Baldomero y su hijo... quizás en los coches de delante, haciendo cabecera... «Toma; también Estupiñá». Desde el simón en que iba con uno de los chicos, el gran Plácido le echó una mirada de indignación y desdén. Siguió ella tras el entierro, y al llegar a la parte baja de la calle de Toledo, tomó a la derecha por la calle de la Ventosa y se fue a la explanada del Portillo de Gilimón, desde donde se descubre toda la vega del Manzanares. Harto conocía aquel sitio, porque cuando vivía en la calle de Tabernillas, íbase muchas tardes de paseo a Gilimón, y sentándose en un sillar de los que allí hay, y que no se sabe si son restos o preparativos de obras municipales, estábase largo rato contemplando las bonitas vistas del río. Pues lo mismo hizo aquel día. El cielo, el horizonte, las fantásticas formas de la sierra azul, revueltas con las masas de nubes, le sugerían vagas ideas de un mundo desconocido, quizás mejor que este en que estamos; pero seguramente distinto. El paisaje es ancho y hermoso, limitado al Sur por la fila de cementerios, cuyos mausoleos blanquean entre el verde oscuro de los cipreses. Fortunata vio largo rosario de coches como culebra que avanzaba ondeando; y al mismo tiempo otro entierro subía por la rampa de San Isidro, y otro por la de San Justo. Como el viento venía de aquella parte, oyó claramente la campana de San Justo que anunciaba cadáver.
«Estará con su papá—pensó ella—, y aunque al volver me vea, no ha de decirme nada».
Después de permanecer allí largo rato, fue a la Virgen de la Paloma, a quien dijo cuatro cosas, y estaba rezándole, cuando sus ojos, al resbalar por el suelo, tropezaron con un objeto que brillaba en medio de los baldosines de mármol. Púsose un momento a gatas para cogerlo. Era un botón. «¡Es blanco y de cuatro aujeritos! Buena sombra» dijo guardándolo.
Se fue a su casa, y al día siguiente salió a comprar tela para un vestido. Estuvo en dos tiendas de la Plaza Mayor, tomó después por la calle de Toledo, con su paquete en la mano, y al volver la esquina de la calle de la Colegiata para tomar la dirección de su casa, recibió como un pistoletazo esta voz que sonó a su lado: «¡Negra!».
¡Ay Dios mío!, encontrársele así tan de sopetón, ¡precisamente en uno de los pocos instantes en que no estaba pensando en él! Como que iba discurriendo la combinación que le pondría al vestido. ¿Azul o plata vieja? Le miró y se puso del color de la cera blanca. Él entonces detuvo un simón que pasaba. Abrió la portezuela, y miró a su antigua amiga, sonriendo; sonrisa que quería decir: ¿Vienes o no? Si estás rabiando por venir... ¿a qué esa vacilación?
La vacilación duraría como un par de segundos. Y después Fortunata se metió en el coche, de cabeza, como quien se tira en un pozo. Él entró detrás, diciendo al cochero: «Mira, te vas hacia las Rondas... paseo de los Olmos... el Canal».
Durante un rato se miraban, sonreían y no decían nada. A ratos Fortunata se inclinaba hacia atrás, como deseando no ser vista de los transeúntes; a ratos parecía tan tranquila, como si fuera en compañía de su marido.
«Ayer te vi... digo, no te vi... Vi el entierro y me figuré que irías en los coches de delante».
Los ojos de ella le envolvían en una mirada suave y cariñosa.
«¡Ah!, sí, el entierro del pobre Arnaiz... Dime una cosa, ¿me guardas rencor?».
La mirada se volvió húmeda.
—¿Yo?... ninguno.—¿A pesar de lo mal que me porté contigo?...
—Ya te lo perdoné.—¿Cuándo?—¡Cuándo! ¡Qué gracia! Pues el mismo día.
—Hace tiempo, nena negra, que me estoy acordando mucho de ti—dijo Santa Cruz con cariño que no parecía fingido, clavándole una mano en un muslo.
—¡Y yo!... Te vi en la calle Imperial... no, digo, soñé que te vi.
—Yo te vi en la calle de la Magdalena.
—¡Ah!, sí... la tienda de tubos; muchos tubos.
Aun con este lenguaje amistoso, no se rompió la reserva hasta que no salieron a la Ronda. Allí el aislamiento les invadía. El coche penetraba en el silencio y en la soledad, como un buque que avanza en alta mar.
—¡Tanto tiempo sin vernos!—exclamó Juan pasándole el brazo por la espalda.
—¡Tenía que ser, tenía que ser!—dijo ella inclinando su cabeza sobre el hombre de él—. Es mi destino.
—¡Qué guapa estás! ¡Cada día más hermosa!
—Para ti toda—afirmó ella, poniendo toda su alma en una frase.
—Para mí toda—dijo él, y las dos caras se estrujaron una contra otra—. Y no me la merezco, no me la merezco. Francamente, chica, no sé cómo me miras.
—Mi destino, hijo, mi destino. Y no me pesa, porque yo tengo acá mi idea, ¿sabes?
Santa Cruz no pensó en rogarle que explicara su idea. La suya era esta: «¡Pero qué hermosa estás! ¿Has hecho alguna picardía en el tiempo que ha pasado sin que nos veamos?».
—¿Picardías yo?... (extrañando mucho la pregunta).
—Quiero decir: después que volviste con tu marido, ¿no has tenido por ahí algún devaneo...?
—¡Yo!—exclamó ella con el acento de la dignidad ofendida—; ¡pero estás loco! Yo no tengo devaneos más que contigo...
—¿De cuánto tiempo puedes disponer?
—De todo el que tú quieras.
—Podrías tener un disgusto en tu casa.
—Es verdad... pero ¿y qué?
Y en el acto se acordó de las amonestaciones de Feijoo. Claro; no había necesidad de descomponerse, ni de faltar a la religión de las apariencias.
—Pues dispongo de una hora.—¿Y mañana?—¿Nos veremos mañana? No me engañes, pero no me engañes—dijo ella suplicante—. Estoy acostumbrada a tus papas...
—No, ahora no... ¿Me quieres?
—¡Qué pregunta!... Bien lo sabes tú, y por eso abusas. Yo soy muy tonta contigo; pero no lo puedo remediar. Aunque me pegaras, te querría siempre. ¡Qué burrada! Pero Dios me ha hecho así, ¿qué culpa tengo?
Tanta ingenuidad, ya conocida del incrédulo Delfín, era una de las cosas que más le encantaban en ella. Tiempo hacía que él notaba cierta sequedad en su alma, y ansiaba sumergirla en la frescura de aquel afecto primitivo y salvaje, pura esencia de los sentimientos del pueblo rudo.
—¿Me engañarás otra vez, farsantuelo? (clavándole a su vez los dedos en la rodilla).
—No claves tanto, hija, que duele. Y ahora gocemos del momento presente, sin pensar en lo que se hará o no se hará después. Eso depende de las circunstancias.
—¡Ah!, esas señoras circunstancias son las que me cargan a mí. Y yo digo: «¿Pero, Señor, para qué hay en el mundo circunstancias?». No debe haber más que quererse y a vivir.
—Tienes razón (abrazándola con nervioso frenesí y dándole la mar de besos). Quererse y a vivir. Eres el corazón más grande que existe.
Fortunata se acordó otra vez de su amigo y maestro Feijoo. El corazón grande era un mal y había que recortarlo.
—Reconozco—prosiguió el Delfín—, que vales mucho más que yo, como corazón; pero mucho más. Soy al lado tuyo muy poca cosa, nena negra. No sé qué tienes en esos condenados ojos. Te andan dentro de ellos todas las auroras de la gloria celestial y todas las llamas del Infierno... Quiéreme, aunque no me lo merezco.
—¡Me muero por ti! (tirándole suavemente de las barbas). Si no me quieres, te irás al Infierno... para que lo sepas; te irás conmigo... te llevaré yo, arrastrándote por estas barbas.
Risas. «¡Qué feliz soy, pero qué feliz soy hoy, Dios mío!—exclamó la joven, con semblante y ojos iluminados—. No me cambiaría por todos los ángeles y serafines que están brincando delante de su Divina Majestad en el Cielo; no me cambiaría, no me cambiaría».
—Ni yo... hace tiempo que yo necesitaba una alegría. Estaba triste, y decía: «A mí me falta algo; ¿pero qué es lo que me falta a mí?».
—Yo también estaba triste. Pero el corazón me está diciendo hace tiempo: «Tú volverás, tú volverás...». Y si una no volviera, ¿para qué es vivir? Vivir para que llegue un día así; lo demás es estarse muriendo siempre.
—Es tarde, y no quiero que te comprometas. Precaución, chica. No hagamos tonterías.
Volviendo a acordarse de Feijoo, repitió ella: «Lo principal es no hacer tonterías».
—Quedamos en que...—Mañana, a la hora que te venga mejor.
—Cochero, vuelva usted.—Déjame a la entrada de la calle de Valencia.
—Donde tú quieras.—Y pasado mañana también—dijo tras una pausa y con ansiedad la insensata mujer.
—Y al otro, y al otro... Pero no muerdas...
Miraba ella al porvenir, y su radiante felicidad se nublaba con la idea de que los días venideros desmintieran aquel en que estaba.
—Porque ahora no serás tan malito como antes. ¿Verdad, pillín mío?... ¿No serás, no, verdad, rico mío?
—Que no, que no... Vas a ver... Tú te convencerás...
—Júramelo... ¡Ah!, ¡qué tonta!, ¡como si los juramentos valieran! En fin, que ahora tomaré mis precauciones... Si mi idea se cumple...
—¿Y cuál es tu idea?, ¿qué idea es esa?
—No te lo quiero decir... Es una idea mía: si te la dijera, te parecería una barbaridad. No lo entenderías... ¿Pero qué te crees tú, que yo no tengo también mi talento?
—Lo que tú tienes, nena negra, es toda la sal de Dios (besándola con romanticismo).
—Pues eso... junto con la sal está la idea... Si mi idea se cumple... No te quiero decir más.
—Mañana me lo dirás.
—No, mañana tampoco... El año que viene.
—Ya llegó el instante fiero...
—Silvia de la despedida. Déjame aquí. Adiós, hijo de mi vida. Acuérdate de mí. ¡Que no fueran los minutos horas! Adiós... me muero por ti.
—Que no faltes. Y no te olvides del número.
—¿Qué me he de olvidar, hombre? Primero me olvidaré de mi nombre.
—A la una en punto. Adiós, negra salada.
—Hasta mañana.—Hasta mañana.
Madrid.—Diciembre de 1886.
FIN DE LA PARTE TERCERA
Fortunata y Jacinta: (dos historias de casadas)
por
B. Pérez Galdós