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Acomodándome en mi lecho, hablé conmigo de esta manera:

—¿La tal inglesa será una de esas mujeres de equívoca honradez que suelen seguir á los ejércitos? Las hay de diferentes especies; pero, en realidad, jamás ví en pos de los soldados de la patria ninguna tan hermosa ni de porte tan noble y aristocrático. He oído que tras el ejército francés van pájaros de diverso plumaje. ¡Bah!... ¿pues no dicen que Massena ha tenido tan mala suerte en Portugal por la corrupción de sus oficiales y soldados, y aun por sus propios descuidos con ciertas amazonas muy emperifolladas que andaban en los campamentos tan á sus anchas como en París?...

Después, dando otra dirección á mis ideas, dije, á punto que empezaba á embargarme el dulce entorpecimiento que precede al sueño:

—Tal vez me equivoque. Después de haber conocido á lord Gray, no debo poner en duda que las extravagancias y rarezas de la gente inglesa carecen de límite conocido. Tal vez mi compañera de alojamiento sea tan cabal que la misma virginidad parezca á su lado una moza de partido, y yo estoy injuriándola. Mañana preguntaré á los oficiales ingleses que conozco... Como no sea una de esas naturalezas impresionables y acaloradas que nacen al acaso en el Norte, y que buscan, como las golondrinas, los climas templados, bajan llenas de ansiedad al Mediodía, pidiendo luz, sol, pasiones, poesía, alimento del corazón y de la fantasía, que no siempre encuentran ó encuentran á medias, y van con febril deseo tras de la originalidad, tras las costumbres raras, y adoran los caracteres apasionados, aunque sean casi salvajes, la vida aventurera, la galantería caballeresca, las ruinas, las leyendas, la música popular y hasta las groserías de la plebe, siempre que sean graciosas.

Diciendo ó pensando así, y enlazando con estos otros pensamientos que más hondamente me preocupaban, caí en profundísimo sueño reparador. Levantéme muy temprano á la mañana siguiente, y sin acordarme para nada de la hermosa inglesa, cual si la noche limpiara todas las telas de araña fabricadas y tendidas el día anterior dentro de mi cerebro, salí de mi alojamiento.

—Marchamos hacia San Muñóz—me dijo Figueroa, oficial portugués amigo mío que servía con el general Picton.

—¿Y el lord?

—Va á partir no sé adónde. La división de Graham está sobre Tamames. Nosotros vamos á formar el ala izquierda de la división de D. Cárlos España y la partida de D. Julián Sánchez.

Cuando nos dirigíamos juntos al alojamiento del general, pedile informes de la dama inglesa cuya figura y extraños modos he dado á conocer, y me contestó:

—Es miss Fly; o, lo que es lo mismo, miss Mosquita, Mariposa, Pajarita ó cosa así. Su nombre es Athenais. Tiene por padre á lord Fly, uno de los señores más principales de la Gran Bretaña. Nos ha seguido desde la Albuera, pintando iglesias, castillos y ruinas en cierto librote que trae consigo, y escribiendo todo lo que pasa. El lord y los demás generales ingleses la consideran mucho, y si quieres saber lo que es bueno, atrévete á faltar al respeto á la señorita Fly, que en inglés se dice Flái, pues ya sabes que en esa lengua se escriben las palabras de una manera y se pronuncian de otra, lo cual es un encanto para el que quiere aprenderla.

Acto contínuo referí á mi amigo las escenas de la noche anterior y el paseo que en la soledad de la noche dimos miss Fly y yo por aquellos contornos, lo que, oído por Figueroa, causó á este muchísima sorpresa.

—Es la primera vez—dijo—que la rubita tiene tales familiaridades con un oficial español ó portugués, pues hasta ahora á todos les miró con altanería.

—Yo la tuve por persona de costumbres un tanto libres.

—Así parece, porque anda sola, monta á caballo, entra y sale por medio del ejército, habla con todos, visita las posiciones de vanguardia antes de una batalla y los hospitales de sangre después... A veces se aleja del ejército para recorrer sola los pueblos inmediatos, mayormente si hay en estos abadías, catedrales ó castillos, y en sus ratos de ocio no hace más que leer romances.

Hablando de éste y de otros asuntos empleamos la mañana, y cerca del mediodía fuimos al alojamiento de Cárlos España, el cual no estaba allí.

—España—nos dijo el guerrillero Sánchez—está en el alojamiento del cuartel general.

—¿No marcha lord Wellington?

—Parece que se queda aquí, y nosotros salimos para San Muñóz dentro de una hora.

—Vamos al alojamiento del duque—dijo Figueroa—; allí sabremos noticias ciertas.

Estaba lord Wellington en la casa-ayuntamiento, la única capaz y decorosa para tan insigne persona. Llenaban la plazoleta, el soportal, el vestíbulo y la escalera, multitud de oficiales de todas las graduaciones, españoles, ingleses y lusitanos, que entraban y salían, formaban corrillos, disputando y bromeando unos con otros en amistosa intimidad, cual si todos perteneciesen á una misma familia. Subimos Figueroa y yo, y después de aguardar más de hora y media en la antesala, salió España y nos dijo:

—El general en jefe pregunta si hay un oficial español que se atreva á entrar disfrazado en Salamanca para examinar los fuertes y las obras provisionales que ha hecho el enemigo en la muralla, ver la artillería, y enterarse de si es grande ó pequeña la guarnición, y abundantes ó escasas las provisiones.

—Yo soy—dije resueltamente, sin aguardar á que el general concluyese.

—Tú—dijo España con la desdeñosa familiaridad que usaba hablando con sus oficiales,— ¿tú te atreves á emprender viaje tan arriesgado? Ten presente que es preciso ir y volver.

—Lo supongo.

—Es preciso atravesar las líneas enemigas, pues los franceses ocupan todas las aldeas del lado acá del Tormes.

—Se entra por donde se puede, mi general.

—Luégo has de atravesar la muralla, los fuertes; has de penetrar en la ciudad, visitar los acantonamientos, sacar planos...

—Todo eso es para mí un juego, mi general. Entrar, salir, ver..., una diversión. Hágame vuecencia la merced de presentarme al señor duque, diciéndole que estoy á sus órdenes para lo que desea.

—Tú eres un atolondrado y no sirves para el caso—repuso D. Cárlos.— Buscaremos otro. No sabes una palabra de geometría ni de fortificación.

—Eso lo veremos—contesté, sofocado.

—Y es preciso, es preciso ir—añadió mi jefe.— Aún no ha formado el lord su plan de batalla. No sabe si asaltará á Salamanca ó la bloqueará; no sabe si pasará el Tormes para perseguir á Marmont, dejando atrás á Salamanca, ó si... ¿Dices que te atreves tú?...

—¿Pues no me he de atrever? Me vestiré de charro, entraré en Salamanca vendiendo hortalizas ó carbón. Veré los fuertes, la guarnición, las vituallas; sacaré un croquis, y me volveré al campamento... Mi general—añadí con calor,— ó me presenta vuecencia al duque ó me presento yo solo.

—Vamos, vamos al momento—dijo España, entrando conmigo en la sala.

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