XII

Hallábame una hora después en una casa de labradores, ajustando el precio del vestido que había de ponerme, cuando sentí en el hombro un golpecito, producido, al parecer, por un látigo que movían manos delicadas. Volvíme, y miss Fly, pues no era otra la que me azotaba, dijo:

—Caballero, hace una hora que os busco.

—Señora, los preparativos de mi viaje me han impedido ir á ponerme á las órdenes de usted.

Miss Fly no oyó mis últimas palabras, porque toda su atención estaba fija en una aldeana que teníamos delante, la cual, por su parte, amamantando un tierno chiquillo, no quitaba los ojos de la inglesa.

—Señora—dijo esta—¿me podréis proporcionar un vestido como el que tenéis puesto?

La aldeana no entendía el castellano corrompido de la inglesa, y mirábala absorta, sin contestarle.

—Señorita Fly—dije,— ¿va usted á vestirse de aldeana?

—Sí—me respondió, sonriendo con malicia.— Quiero ir con vos.

—¡Conmigo!—exclamé con la mayor sorpresa.

—Con vos, sí; quiero ir disfrazada con vos á Salamanca—añadió tranquilamente, sacando de su bolsillo algunas monedas para que la aldeana la entendiese mejor.

—Señora, no puedo creer sino que usted se ha vuelto loca—dije.— ¿Ir conmigo á Salamanca, ir conmigo en esta expedición arriesgada y de la cual ignoro si saldré con vida?

—¿Y qué? ¿No puedo ir porque hay peligro? ¿Caballero, en qué os fundáis para creer que yo conozco el miedo?

—Es imposible, señora; es imposible que usted me acompañe—afirmé con resolución.

—Ciertamente, no os creía grosero. Sois de los que rechazan todo aquello que sale de los límites ordinarios de la vida. ¿No comprendéis que una mujer tenga arrojo suficiente para afrontar el peligro, para prestar servicios difíciles á una causa santa?

—Al contrario, señora; comprendo que una mujer como usted es capaz de eminentes acciones, y en este momento miss Fly me inspira la más sincera admiración; pero la comisión que llevo á Salamanca es muy delicada, exige que nadie vaya al lado mío, y menos una señora que no puede disfrazarse, ocultando su lengua extranjera y noble porte.

—¿Que no puedo disfrazarme?

—Bueno, señora—dije, sin poder contener la risa.— Principie usted por dejar su guardapiés de amazona, y póngase el manteo, es decir, una larga pieza de tela que se arrolla en el cuerpo, como la faja que ponen á los niños.

Miss Fly miraba con estupor el extraño y pintoresco vestido de la aldeana.

—Luégo—añadí,—desciña usted esas hermosas trenzas de oro, construyéndose en lo alto un moño del cual penderán cintas, y en las sienes dos rizos de rueda de carro con horquillas de plata. Cíñase usted después la jubona de terciopelo, y cubra enseguida sus hermosos hombros con la prenda más graciosa y difícil de llevar, cual es el dengue ó rebociño.

Athenais se ponía de mal humor, y contemplaba las singulares prendas que la charra iba sacando de un arcón.

—Y después de calzarse los zapatitos sobre media de seda calada y ceñirse el picote negro bordado de lentejuelas, ponga usted la última piedra á tan bello edificio con la mantilla de rocador prendida en los hombros.

La señorita Mariposa me miró con indignación, comprendiendo la imposibilidad de disfrazarse de aldeana.

—Bien—afirmó, mirándome con desdén.— Iré sin disfrazarme. En realidad no lo necesito, porque conozco al coronel Desmarets, que me dejará entrar. Le salvé la vida en la Albuera... Y no creáis: mi conocimiento con el coronel Desmarets puede seros útil...

—Señora—le dije, poniéndome serio,— el honor que recibo y el placer que experimento al verme acompañado por usted son tan grandes, que no sé cómo expresarlos. Pero no voy á una fiesta, señora: voy al peligro. Además, si este no asusta á una persona como usted, ¿nada significa el menoscabo que pueda recibir la opinión de una dama ilustre que viaja con hombre desconocido por vericuetos y andurriales?

—Menguada idea tenéis del honor, caballero—exclamó con nobleza y altanería.— Ó vuestros hechos son mentira, ó vuestros pensamientos están muy por debajo de ellos. Por Dios, no os arrastréis al nivel de la muchedumbre, porque conseguiréis que os aborrezca. Iré con vos á Salamanca.

Y tomando el partido de no contestar á mis razonables observaciones, se dirigió al cuartel general, mientras yo tomaba el camino de mi alojamiento para trocarme de oficial del ejército en el más rústico charro que ha parecido en campos salmantinos. Con mi calzón estrecho de paño pardo, mis medias negras y zapatos de vaca; con mi chaleco cuadrado, mi jubón de aldetas en la cintura y cuchillada en la sangría, y el sombrero de alas anchas y cintas colgantes que encajé en mi cabeza, estaba que ni pintado. Completaron mi equipo, por el momento, una cartera, que cosí dentro del jubón, con lo necesario para trazar algunas líneas, y el alma de la expedición, ó sea el dinero, que puse en la bolsa interna del cinto.

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