XVI

—¿Y si se enfada el oficial? Yo no me muevo de aquí.

—Un francés, un soldado de Napoleón—dijo Tourlourou con un gesto parecido al de Bonaparte señalando las pirámides,— no bebe tranquilo mientras que su amigo español se muere de sed en una mazmorra. Bravo, Cipérez—añadió abrazándome,— sois el primero entre mis camaradas. Abracémonos... Bien, así... Amigos hasta la muerte. Señores, ved juntos aquí l’aigle de l’Empire et le lión de l’Espagne.

Francamente, á mí, león de España, me hacían poquísima gracia, como aquélla, los brazos del águila del Imperio.

Y con esto y otros excesos verbales de los tres servidores del gran Imperio, me sacaron fuera del cuartel, y en procesión lleváronme á un ventorrillo cercano á las fortificaciones de San Vicente.

—Sr. Molichard, aparte del tercio de lo de la Nava, que es regalo de mi señor padre, yo pago todo el gasto—dije al entrar.

En poco tiempo, Tourlourou, Molichard y Jean-Jean regalaron sus venerandos cuerpos con lo mejor que había en la bodega, y hélos aquí que por grados perdían la serenidad, si bien el cabo de dragones parecía tener más resistencia alcohólica que sus ilustres compañeros de armas y de vino.

—¿Tiene mucha hacienda vuestro padre?—me preguntó Molichard.

—Bastante para pasar—respondí con modestia.

—Llámanle Cipérez el rico.

—Cierto, y lo es... Veo que mi obsequio parece poco... Por ahí se empieza. Ya sabemos que sobre un huevo pone la gallina.

—No digo eso. ¡A la salud de monsieur Cipérez!

—Esto que hoy he traído es porque como venía á mercar hierro viejo... Pero mi padre y mi madre y toda mi familia vendrán en procesión solene con algo mejor. Sr. Molichard, mi hermana quiere conocer al señor Molichard...

—Es una linda muchacha, según decía Cipérez. ¡A la salud de María Cipérez!

—Muy guapa, parece un sol, y cuantos la ven la tienen por princesa.

—Y una buena dote... Si al fin irá uno á dejar su pellejo en España. Digamos como Luis XIV: «Ya no hay Pirrineos...». Bebed, Baltasarico.

—Yo tengo muy floja la cabeza. Con tres medias copas que he bebido, ya estoy como si me hubieran metido á toda Salamanca entre sien y sien—dije fingiendo el desvanecimiento de la embriaguéz.

Jean-Jean cantaba:

Le crocodile en partant pour la guerre

disait adieux á ses petits enfants.

Le malheureux

trainait sa queue

dans la poussière...

Tourlourou, después de remedar el gato y el perro, púsose de pie y con gesto majestuoso exclamó:

—Camaradas, desde lo alto de esta botella quarrrrente siecles vous contemplent.

Yo dije á Molichard:

—Señor sargento, como no acostumbro á beber, me he mareado de tal modo... Voy á salir un momento á tomar el aire. ¿Ha escogido usted su vino de la Nava?

Y sin esperar contestación, pagué á la Zángana.

—Bien; vamos un momento afuera—repuso Molichard tomándome del brazo.

Al salir encontréme en un sitio que no era plaza, ni patio, ni calle, sino más bien las tres cosas juntas. A un lado y otro veíanse altas paredes, unas á medio derribar, otras en pie todavía, sosteniendo los techos destrozados. Al través de estos se distinguía el interior abierto de los que fueron templos, cuyos altares habían quedado al aire libre; y la luz del día, iluminando de lleno las pinturas y dorados, daba á estos el aspecto de viejos objetos de prendería cuando los anticuarios de feria los amontonan en la calle. Soldados y paisanos trabajaban llevando escombros, abriendo zanjas, arrastrando cañones, amontonando tierra, acabando de demoler lo demolido á medias, ó reparando lo demolido con exceso. Vi todo esto, y acordándome de lord Wellington, puse mi alma toda en los ojos. Yo hubiera querido abarcar de un solo golpe de vista lo que ante mí tenía y guardarlo en mi memoria, piedra por piedra, arma por arma, hombre por hombre.

—¿Qué es esto que hacen aquí, Sr. Molichard?—pregunté cándidamente.

—¡Fortificaciones, animal!—dijo el sargento, que después que se llenó el cuerpo con mi vino, había empezado á perderme el respeto.

—Ya, ya comprendo—repuse afectando penetración.— Para la guerra. ¿Y como llaman á este sitio?

—Esto en que estamos es el fuerte de San Vicente, y aquí había un convento de Benedictinos, que se derribó. Una guarida de mochuelos, mi amiguito.

—¿Y qué van á hacer aquí con tanto cañón?—pregunté estupefacto.

—Pues no eres poco bestia. ¿Qué se ha de hacer? Fuego.

—¡Fuego!—dije medrosamente.— ¿Y todos á la vez?

—Te pones pálido, cobarde.

—Uno, dos, tres, cuatro..., allí traen otro. Son cinco. ¿Y esa tierra, mi sargento, ¿para qué es?

—No he visto una bestia semejante... ¿No ves que se están haciendo escarpa y contra escarpa?

—¿Y aquel otro caserón hecho pedazos que se ve más allá?

—Es el castillo árabe-romano. ¡Foudre et tonnerre! Eres un ignorante... Dame la mano, que San Cayetano me baila delante.

—¿San Cayetano?

—¿No lo ves, zopenco? Aquel convento grande que está á la derecha. También lo estamos fortificando.

—Esto es muy bonito, Sr. Molichard. Será gracioso ver esto cuando empiece el fuego. ¿Y aquellos paredones que están derribando?

—El colegio Trilingüe... triquis lingüis en latín, esto es, de tres lenguas. Todavía no han acabado el camino cubierto que baja á la Alberca.

—Pero aquí han derribado calles enteras, Sr. Molichard—dije avanzando más y dándole el brazo para que no se cayese.

—Pues no parece sino que vienes del limbo, ventre de bæuf! ¿No ves que hemos echado al suelo la calle larga para poder esparcir los fuegos de San Vicente?...

—Y allí hay una plaza...

—Un baluarte.

—Dos, cuatro, seis, ocho cañones nada menos. Esto da miedo.

—Juguetes... Los buenos son aquellos cuatro, los del rebellín.

—Y por aquí va un foso...

—Desde la puerta hasta los Milagros, bruto.

—¿Y detrás?... Jesús, María y José, ¡qué miedo!

—Detrás, el parapéto donde están los morteros.

—Vamos ahora por aquel lado.

—¿Por San Cayetano?... ¡Oh!... Veo que eres curioso, curiosito... Saperlotte. Te advierto que si sigues haciendo tales preguntas y mirando con esos ojos de buey... me harás creer que ciertamente eres espía, y, á la verdad, amiguito, sospecho...

El sargento me miró con descaro y altanería. Llegó á la sazón Tourlourou en lastimoso estado, mal sostenido por su amigo Jean-Jean, que entonaba una canción guerrera.

—¡Espion, sí espion!—dijo Tourlourou señalándome.— Sostengo que eres espion. ¡Al calabozo!

—Francamente, caballero Cipérez—dijo Molichard,— yo no quisiera faltar á la disciplina, ni que el jefe me pusiera en el nicho por tí.

—Tiene este mancebo—afirmó Jean-Jean sentándome la mano en el hombro con tanta fuerza que casi me aplastó—cara de tunante.

—Desde que le ví sospeché algo malo—dijo Molichard.— No está uno seguro de nadie en esta maldita tierra de España. Salen espías de debajo de las piedras...

Yo me encogí de hombros, fingiendo no entender nada.

—¿Pero no os dije que estaba observando el convento de Bernardas, cuya muralla se está aspillerando?—dijo Tourlourou.

Comprendí que estaba perdido; pero esforcéme en conservar la serenidad. De pronto entró en mi alma un rayo de esperanza al oir pronunciar á Jean-Jean las siguientes palabras en mal castellano:

—Sois unos bestias. Dejadme á mí al Sr. Cipérez, que es mi amigo.

Pasó un brazo por encima de mi hombro con familiaridad cariñosa, aunque harto pesada.

—Volvámonos al cuartel—dijo Molichard.— Yo entro de guardia á las diez.

Y asiéndome por el brazo añadió:

—¡Peste, mille pestes!... ¿Querías escapar?

—En el cuartel se le registrará—exclamó Tourlourou.

—Fuera de aquí, goguenards—dijo con energía Jean-Jean.— El Sr. Cipérez es mi amigo y le tomo bajo mi protección. Andad con mil demonios y dejádmelo aquí.

Tourlourou reía; pero Molichard miróme con ojos fieros é insistió en llevarme consigo; mas aplicóle mi improvisado protector tan fuerte porrazo en el hombro, que al fin resolvió marcharse con su compañero, ambos describiendo eses y otros signos alfabéticos con sus desmayados cuerpos. He referido con alguna minuciosidad los hechos y dichos de aquellos bárbaros, cuya abominable figura no se borró en mucho tiempo de mi memoria. Al reproducir los primeros, no me he separado de la verdad lo más mínimo. En cuanto á las palabras, imposible sería á la retentiva más prodigiosa conservarlas tal y como de aquellas embriagadas bocas salieron, en jerga horrible que no era español ni francés. Pongo en castellano la mayor parte, no omitiendo aquellas voces extranjeras que más impresas han quedado en mi memoria, y conservo el tratamiento de vos, que comunmente nos daban los franceses poco conocedores de nuestro modo de hablar.

¿La protección de Jean-Jean era desinteresada ó significaba un nuevo peligro mayor que los anteriores? Ahora se verá, si tienen mis amigos paciencia para seguir oyendo el puntual relato de mis aventuras en Salamanca el día 16 de Junio de 1812, las cuales, á no ser yo mismo protagonista y actor principal de todas ellas, las diputara por hechuras engañosas de la fantasía ó invenciones de novelador para entretener al vulgo.

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