Pero casi al mismo tiempo que tal decía vínole rápidamente al pensamiento, como esos rayos celestes de que nos habla el misticismo, una idea salvadora, una solución fácil, eficacísima, derivada ¡oh rarezas de la vida!, de la misma situación aflictiva en que la familia se encontraba. ¡Qué cosas hace Dios! Él se sabrá por qué las hace.
Levantose del sillón quedamente y con mucha pausa para no despertar al enfermo. Ya sabía lo que tenía que hacer. La cosa era clara y fácil. Lo que no pudo hacerse el día anterior, se haría en aquel tan funesto. Había pensado ella varias veces en los candelabros de plata, pero ¿cómo empeñarlos sin que don Francisco, hombre de tan buen ojo, se enterase?... ¡Ya podía ser, ya podía ser!... Ella tendría buen cuidado de reponerlos en su sitio, juntando muy pronto el dinero preciso para el desempeño, y así su marido no se percataría de nada cuando recobrase la vista. ¡Pluguiera a Dios y a Santa Lucía que esto fuera pronto! No siendo quizás bastante el producto de los candelabros para allegar la cantidad que necesitaba, pues además del dinero de Torres, le hacía falta el del segundo plazo de Sobrino Hermanos, dispuso unir a las mencionadas piezas de plata los tornillos de brillantes que en las orejas llevaba, donativo de Agustín Caballero. Bringas no podía notar la falta, y si por acaso la notaba al pasarle la mano por la cara, ella le diría cualquier cosa, le diría que...
Que se los había quitado en señal de duelo.
Doña Cándida le venía como de molde para la operación de crédito que proyectaba. Encontrola en el comedor, tan campante, tan despabilada, tan despierta como si no hubiera pasado una mala noche. Al punto sacó Rosalía el chocolate, para que su amiga se hiciese a su gusto el que había de tomar. Mientras la respetable señora se ocupaba de esto con la prolijidad que siempre ponía en tan grata operación, su amiga le participó sus proyectos. Oyéronse durante un ratito cuchicheos íntimos, y viose la cabeza de Cándida haciendo movimientos afirmativos, bastantes a dar seguridad a la misma duda.
"Antes de las doce estará todo hecho. Tranquilícese usted... Para estas cosas me valgo yo de un amigo que es un lince... Sigilo, actividad, entendimiento, todo lo tiene; y despacha estos encargos en un decir Jesús".
Hay motivos para creer que ya por aquella época, la segunda etapa de su decadencia, principiaba Cándida a visitar en persona el Monte de Piedad y las casas de préstamos, bien para asuntos de su propia conveniencia, bien para prestar un delicado servicio a cualquier amiga de mucha confianza. A esto llamaba Máximo Manso la segunda manera de doña Cándida, y debo hacer constar que aún hubo una tercera manera mucho más lastimosa.
Todo se arregló, pues, aquella mañana tan fácil y prontamente como la de García Grande había dicho, pues no eran las once y media cuando ya estaba ella de vuelta con el dinero. Tomolo Rosalía con ansia y se alegró de poseer lo bastante para cumplir con Torres y con Sobrino, conservando un resto para atencioncillas de poco más o menos.
"No sé cómo agradecerle a usted...—dijo con vehemencia a su insigne amiga, estrechándole las manos—. Pronto volverá todo a casa, pues no me gusta que mis alhajas hagan estas excursiones; y sólo por una gran necesidad...".
No se sabe como rodó la conversación hacia un cierto apurillo que había, por la mucha calma de un pícaro administrador... Cuestión de dos o tres días... ¿Cómo negar este favor a quien se había portado tan bien? Rosalía creyó que se arrancaba un pedazo de sus entrañas cuando se le fueron de entre las manos aquellos diez duros con que apagó la sed metálica de su amiga. Pero no había más remedio. Muy gozosa pasó doña Cándida a ver a Bringas, el cual dijo que se sentía mejor, aunque muy débil de la cabeza. El médico le había examinado por la mañana y su pronóstico fue bastante favorable. Recobraría pronto la vista... y... Aun creía ver algo cuando se apartaba la venda... Lo que hacía falta era mucho reposo, paciencia y tomar con método y puntualidad las medicinas prescritas.
"¿Quién ha entrado?"—preguntó Bringas vivamente.
—Me parece que es el señor de Torres—replicó Cándida—, que ha venido a preguntar por usted.
—Tengo la cabeza tan débil, y al mismo tiempo tan trastornada, que me pareció oír contar dinero... Aunque no quiera, y aunque el médico me ordeno que no me ocupe de nada, no puedo menos de prestar atención a todo lo que pasa en la casa. No lo puedo remediar. Tengo el oído siempre alerta, y hasta cuando me duermo paréceme que no se me escapa ningún rumor.
Díjole ella cuerdamente que todo cerebro enfermo pide inacción; que le convenía entregar sus sentidos a la indiferencia y al descanso; que mientras estuviese en la cama no se le había de dar conversación, y que ni aun sus hijos debieran entrar en la alcoba. Con esto se manifestó él conforme, dando un gran suspiro, y sostuvo que para lo que necesitaba más paciencia y fuerza de voluntad era para reprimir su afán de enterarse de todo y de dar órdenes.
Mientras esto se hablaba en la oscura alcoba, Rosalía cuchicheaba con Torres en la Saleta. Por grandes que fueron las precauciones tomadas para no hacer ruido de dinero al contar veinte duros en plata, algún leve tin tin hubo de vibrar en la habitación y extenderse por la casa en ondas tenues hasta llegar al sutil oído de Bringas. Torres, muy afectado por la dolencia de su amigo, expresó la esperanza de que no fuera cosa grave... El tenedor de libros de Mompous había tenido un ataque semejante, a la vista. "Nada; que estando un día escribiendo, se quedó ciego... Creyeron al principio que era gota serena; pero con diez días de venda y algunas medicinas se puso bueno, aunque siempre delicado. En los baños de Quinto se acabó de curar...". Despidiose el susodicho tan contento por llevarse su dinero como afligido por el percance de don Francisco.
A Isabelita, que estaba triste, afectada y sin ganas de comer, la mandaron a casa de Cándida para que pasara allí todo el día jugando con Irene y otras niñas de la vecindad. Alfonsín fue al colegio, y Paquito, a quien la enfermedad de su papá tenía muy melancólico, no salió de la casa ni quiso probar bocado en el almuerzo. Cándida fue la única persona que allí mostró un regular apetito.
"Es preciso alimentarse, aunque sea haciendo un esfuerzo—decía a la de Bringas—. No se deje usted ir así. Hay que tomar fuerzas para poder velar y trabajar y atender a todo... Yo tampoco tengo ganas; pero me domino, hija, y como por obligación, porque es preciso".
Poco después recibió nuestra amiga una esquelita de Milagros en que le decía que todo se había arreglado al fin satisfactoriamente, y que la esperaba por la noche. La carta respiraba alegría y satisfacción.
"Esta pobre Milagros no sabe lo que nos pasa...—dijo Rosalía rompiendo la carta—. La pobre me suplica que no falte esta noche. Hijo, vete un momento allá y dale cuenta de esta desgracia... Mira, al regreso te pasas por casa de Pez y enteras también a Carolina... ¡Ah!, ella tiene la culpa, con sus obras de pelo. ¡Qué esperpento de mujer!...".
La modista fue aquel día; pero la señora la despidió diciéndole que no estaba la Magdalena para tafetanes; que volviera la próxima semana. Por la tarde fue también Milagros, que sentía mucho no haber sabido antes el suceso para ir volando a consolar a su amiga. Su pena sincera no era parte a ocultar la satisfacción que la embargaba por el feliz arreglo de su conflicto metálico en aquel día crítico. Cómo y de qué manera se había hecho el arreglo, ya lo diría más adelante, pues no era ocasión de importunarla con cosas que no le importaban... "¿Y el médico qué dice?". La excelente señora esperaba que la ceguera fuese una desazón de pocos días. Pediría a Dios que curase a aquel hombre tan bueno, a aquel modelo de los padres de familia... "¡Cuánto siento que no pueda usted venir esta noche a mi casa!... De seguro estará la reunión muy brillante, y en cuanto al buffet será de lo más espléndido... Ya, ya le contaré a usted cómo... Hay para rato".
Despidiéndose junto a la puerta, no pudo reprimir algunos desahogos muy espontáneos de su pasión dominante. Como quien dice un secreto de importancia, declaró a su amiga que se pondría aquella noche el vestido de muselina blanca con viso de foulard, color lila, al cual había hecho poner un entredós y casaca Watteau... A última hora se había podido arreglar una camiseta como la que le mandaron de París a la de San Salomó... Pensaba peinarse con el cabello levantado, ondulado, gran trenza alrededor de la cabeza y largos bucles por detrás... "En fin, no está usted de humor para oír tanta tontería... Adiós, adiós... Mañana vendré a saber como sigue nuestro don Francisco y a contar, a contar...".
Bringas, que de todo se enteraba, dijo a su esposa:
"Ya oí tus secreteos con la Tellería en la puerta. ¿Y qué tal? ¿Ha caído algún bobo?... ¡Pobre mujer! De veras te digo que más vale comer en paz un pedazo de pan con cebolla, que vivir como esa gente, entre grandezas revestidas de agonía... ¡Y esta noche gran jaleo!... Te juro que les tengo lástima".