No había acabado el marroquí su oriental leyenda, cuando Benina vio entrar en el café a una mujer vestida de negro. «Ahí tienes a esa fandangona, tu compañera de casa.
— ¿Pedra? Maldita ella. Sacudir ella yo esta mañana. Venir, siguro, con la Diega...
— Sí, con una viejecica, muy chica y muy flaca, que debe de ser más borracha que los mosquitos. Las dos se van al mostrador, y piden dos tintas.
— Señá Diega enseñar vicio ella.
— ¿Y por qué tienes contigo a esa gansirula, que no sirve para nada?».
Contole el ciego que Pedra era huérfana; su padre fue empleado en el Matadero de cerdos, con perdón, y su madre cambiaba en la calle de la Ruda. Murieron los dos, con diferencia de días, por haber comido gato. Buen plato es el micho; pero cuando está rabioso, le salen pintas en la cara al que lo come, y a los tres días, muerte natural por calenturas perdiciosas. En fin, que espicharon los padres, y la chica se quedó en la puerta de la calle, sentadita. Era hermosa: por tal la celebraban; su voz sonaba como las músicas bonitas. Primero se puso a cambiar, y luego a vender churros, pues tenía tino de comercianta; pero nada le valió su buena voluntad, porque hubo de cogerla de su cuenta la Diega, que en pocos días la enseñó a embriagarse, y otras cosas peores. A los tres meses, Pedra no era conocida. La enflaquecieron, dejándola en los puros pellejos, y su aliento apestaba. Hablaba como una carreterona, y tenía un toser perruno y una carraspera que tiraban para atrás. A veces pedía por el camino de Carabanchel, y de noche se quedaba a dormir en cualquier parador. De vez en cuando se lavaba un poco la cara, compraba agua de olor, y rociándose las flaquezas, pedía prestada una camisa, una falda, un pañuelo, y se ponía de puerta en la casa del Comadreja, calle de Mediodía Chica. Pero no tenía constancia para nada, y ningún acomodo le duró más de dos días. Sólo duraba en ella el gusto del aguardiente; y cuando se apimplaba, que era un día sí y otro también, hacía figuras en medio del arroyo, y la toreaban los chicos. Dormía sus monas en la calle o donde le cogía, y más bofetadas tenía en su cara que pelos en la cabeza. Cuerpo más asistido de cardenales no se conoció jamás, ni persona que en su corta edad, pues no tenía más que veintidós años, aunque representaba treinta, hubiera visitado tan a menudo las prevenciones de la Inclusa y Latina. Almudena la trataba, con buen fin, desde que se quedó huérfana, y al verla tan arrastrada, dábale de tres cosas un poco: consejos, limosna y algún palo. Encontrola un día curándose sus lamparones con zumo de higuera chumbo, y aliñándose las greñas al sol. Propúsole que se fuera con él, poniendo cada cual la mitad del alquiler de la casa, y comprometiéndose ella a cortar de raíz el vicio de la bebida. Discutieron, parlamentaron; diose solemnidad al convenio, jurando los dos su fiel observancia ante un emplasto viscoso y sobre un peine de rotas púas, y aquella noche durmió Pedra en el cuarto de Santa Casilda. Los primeros días todo fue concordia, sobriedad en el beber; pero la cabra no tardó en tirar al monte, y... otra vez la endiablada hembra divirtiendo a los chicos y dando que hacer a los del Orden.
«No poder mí con ella. B'rracha siempre. Es un dolor... un dolor. Yo estar ella migo por lástima...».
Al ver que las dos mujeres, después de atizarse un par de tintas, miraban burlonas al ciego y a Benina, esta tuvo miedo y quiso retirarse.
«Dir tú no, Amri. Quedar migo—le dijo el ciego cogiéndola de un brazo.
— Temo que armen bronca estas indinas... Acá vienen ya».
Aproximáronse las tales, y pudo la Benina ver y examinar a su gusto el rostro de Pedra, de una hermosura desapacible y que despedía. Morena, de facciones tan regulares como pronunciadas, magníficos ojos negros, cejas que al juntarse culebreaban, boca sucia y bien rasgueada, que no parecía hecha para sonreír, cuerpo derecho y esbeltísimo en su flaqueza y desaliño, la compañera de Almudena era una figura trágica, y como tal impresionó a Benina, aunque esta no expresaba su juicio sino pensando que le daría miedo encontrarse con tal persona, de noche, en lugar solitario.
De la Diega no podía determinarse si era joven o entre-vieja. Por la estatura parecía una niña; por la cara escuálida y el cuello rugoso, todo pliegues, una anciana decrépita; por los ojos, un animalejo vivaracho. Su flaqueza era tan extremada, que Benina no pudo menos de comentarla mentalmente con una frase andaluza que usar solía su señora: «Esta es de las que sacan espinas con los codos».
Pedra se sentó, dando los buenos días, y la otra quedose en pie, sin alzar del suelo más que la cabeza de Almudena, en cuyos hombros dio fuertes palmetazos.
«Tati quieta—le dijo este enarbolando el palo.
— Cuidado con él, que es malo y traicionero...—indicó la otra.
— Jai... ¿verdad que eres malo y pegar tú mí?
— Yo ero beno; tú mala, b'rracha.
— No lo digas, que se escandalizará la señora anciana.
— Anciana no ser ella.
— ¿Tú qué sabes, si no la ves?
— Decente ella.
— Sí que lo será, sin agraviar. Pero a ti te gustan las viejas.
— Ea, yo me voy, señora, que lo pasen bien—dijo Benina, azoradísima, levantándose.
— Quédese, quédese... ¡Si es groma!».
La Diega la instó también a quedarse, añadiendo que habían comprado un décimo de la Lotería, y ofreciéndole participación.
«Yo no juego—replicó Benina—: no tengo cuartos.
— Yo sí—dijo el marroquí—: dar vos una pieseta.
— Y la señora, ¿por qué no juega?
— Mañana sale. Seremos ricas, ricachonas en efetivo—dijo la Diega—. Yo, si me la saco, San Antonio me oiga, volveré a establecerme en la calle de la Sierpe. Allí te conocí, Almudena. ¿Te acuerdas?
— No mi cuerda, no...
— Vos conocisteis en Mediodía Chica, por la casa de atrás.
— A este le llamaban Muley Abbas.
— Y a ti Cuarto e kilo, por lo chica que eres.
— Poner motes es cosa fea. ¿Verdad, Almudenita? Las personas decentes se llaman por el santo bautismo, con sus nombres de cristiano. Y esta señora, ¿qué gracia tiene?
— Yo me llamo Benina.
— ¿Es usted de Toledo, por casualidad?
— No, señora: soy... dos leguas de Guadalajara.
— Yo de Cebolla, en tierra de Talavera... y dime una cosa: ¿por qué esta gorrinaza de Pedrilla te llama a ti Jai? ¿Cuál es tu nombre en tu religión y en tu tierra cochina, con perdón?
— Llamarle mi Jai porque ser morito él—dijo la trágica remedando su habla.
— Nombre mío Mordejai—declaró el ciego—, y ser yo nacido en un puebro mu bunito que llamar allá Ullah de Bergel, terra de Sus... ¡oh! terra divina, bunita... mochas arbolas, aceita mocha, miela, frores, támaras, mocha güena».
El recuerdo del país natal le infundió un candoroso entusiasmo, y allí fue el pintarlo y describirlo con hipérboles graciosas, y un colorido poético que con gran entretenimiento y gozo saborearon las tres mujeres. Incitado por ellas, contó algunos pasajes de su vida, toda llena de estupendos casos, peligrosas empresas y fantásticas aventuras. Refirió primero cómo se había fugado del hogar paterno, de edad de quince años, lanzándose a correr mundo, sin que en todo el tiempo transcurrido desde aquel suceso, tuviese noticia alguna de su patria y familia. Mandole su padre a casa de un mercader amigo suyo con este recado: «Dile a Rubén Toledano que te dé doscientos duros que necesito hoy». El tal debía de ser al modo de banquero, y entre ambos señores reinaba sin duda patriarcal confianza; porque el encargo se hizo efectivo sin ninguna dificultad, cogiendo Mordejai los doscientos pesos en cuatro pesados cartuchos de moneda española. Pero en vez de ir con ellos a la casa paterna, tomó el caminito de Fez, ávido de ver mundo, de trabajar por su cuenta, y de ganar mucho dinero para el autor de sus días, no los doscientos duros, sino dos mil o cientos de miles. Comprando dos borricos, se puso a portear mercaderías y pasajeros entre Fez y Mequínez, con buenas ganancias. Pero un día de mucho calor, ¡castigo de Dios! pasó junto a un río y le entraron ganas de darse un baño. En el agua flotaban dos caballos muertos, cosa mala. Al salir del baño le dolían los ojos: a los tres días era ciego.
Como aún tenía dinero, pudo algún tiempo vivir sin implorar la caridad pública, con la tristeza inherente al no ver, y la no menos honda producida por el brusco paso de la vida activa a la sedentaria. El muchacho ágil y fuerte se hizo de la noche a la mañana hombre enclenque y achacoso, y sus ambiciones de comerciante y sus entusiasmos de viajero quedaron reducidos a un continuo meditar sobre lo inseguro de los bienes terrenos, y la infalible justicia con que Dios Nuestro Padre y Juez sienta la mano al pecador. No se atrevía el pobre ciego a pedirle que le devolviese la vista, pues esto no se lo había de conceder. Era castigo, y el Señor no se vuelve atrás cuando pega de firme. Pedíale que le diera dinero abundante para poder vivir con desahogo, y una muquier que le amara; mas nada de esto le fue concedido al pobre Mordejai, que cada día tenía menos dineros, pues estos iban saliendo, sin que entraran otros por ninguna parte, y de muquieres nada. Las que se acercaban a él fingiéndole cariño, no iban a su covacha más que a robarle. Un día estaba el hombre muy molesto por no poder cazar una pulga que atrozmente le picaba, burlándose de él con audacia insolente, cuando... no es broma... se le aparecieron dos ángeles.