XXIV

Después de revolcarse en el suelo con epiléptica contracción de brazos y piernas, y de golpearse la cara y tirarse de los pelos, lanzando exclamaciones guturales en lengua arábiga, que Benina no entendía, rompió a llorar como un niño, sentado ya a estilo moro, y continuando en la tarea de aporrearse la frente y de clavar los dedos convulsos en su rostro. Lloraba con amargo desconsuelo, y las lágrimas calmaron sin duda, su loca furia. Acercose Benina un poquito, y vio su rostro inundado de llanto que le humedecía la barba. Sus ojos eran fuentes por donde su alma se descargaba del raudal de una pena infinita.

Pausa larga. Almudena, con voz quejumbrosa de chiquillo castigado, llamó cariñosamente a su amiga.

«Nina... amri... ¿Estar aquí ti?

— Sí, hijo mío, aquí estoy viéndote llorar como San Pedro después que hizo la canallada de negar a Cristo. ¿Te arrepientes de lo que has hecho?

— Sí, sí... amri... ¡Haber pegado ti!... ¿Doler ti mocha?

— ¡Ya lo creo que me escuece!

— Yo malo... yorando mí días mochas, poique pegar ti... Amri, perdoñar tú mí...

— Sí... perdonado... Pero no me fío.

— Tomar tú palo—le dijo alargándoselo—Venir qui... cabe mí. Coger palo y dar mí fuerte, hasta que matar tú mí.

— No me fío, no.

— Tomar tú este cochilo—añadió el africano sacando del bolso interior del chaquetón una herramienta cortante—. Mercarlo yo pa pegar ti... Matar tú mí con él, quitar vida mí. Mordejai no quierer vida... muerte sí, muerte...».

Como quien no hace nada, Benina se apoderó de las dos armas, palo y cuchillo, y arrimándose ya sin temor alguno al desdichado ciego, le puso la mano en el hombro. «Me has partido algún hueso, porque me duele mocha—le dijo—. A ver dónde me curo yo ahora... No, hueso roto no hay; pero me has levantado unos morcillones como mi cabeza, y el árnica que gaste yo esta tarde tú me la tienes que abonar.

— Dar yo ti... vida... Perdoñar mí... Yorar yo meses mochas, si tú no perdoñando mí... Estar loco... yo quierer ti... Si tú no quierer mí, Almudena matar si él sigo.

— Bueno va. Pero tú has tomado algún maleficio. ¡Vaya, que salir ahora con ese cuento de enamorarte de mí! ¿Pero tú no sabes que soy una vieja, y que si me vieras te caerías para atrás del miedo que te daba?

— No ser vieja tú... Yo quiriendo ti.

— Tú quieres a Petra.

— No... B'rracha... fea, mala... Tú ser muquier una sola... No haber otra mí».

Sin dar tregua a su intensa aflicción, cortando las palabras con los hondos suspiros y el continuo sollozar, torpe de lengua hasta lo sumo, declaró Almudena lo que sentía, y en verdad que si pudo entender Benina lenguaje tan extraño, no fue por el valor y sentido de los conceptos, sino por la fuerza de la verdad que el marroquí ponía en sus extrañísimas modulaciones, aullidos, desesperados gritos, y sofocados murmullos. Díjole que desde que el Rey Samdai le señaló la mujer única, para que le siguiera y de ella se apoderara, anduvo corriendo por toda la tierra. Más él caminaba, más delante iba la mujer, sin poder alcanzarla nunca. Andando el tiempo, creyó que la fugitiva era Nicolasa, que con él vivió tres años en vida errante. Pero no era; pronto vio que no era. La suya delante, siempre delante, entapujadita y sin dejarse ver la cara... Claro, que él veía la figura con los ojos del alma... Pues bueno: cuando conoció a Benina, una mañana que por primera vez se presentó ella en San Sebastián, llevada por Eliseo, el corazón, queriendo salírsele del pecho, le dijo: «Esta es, esta sola, y no hay otra». Más hablaba con ella, más se convencía de que era la suya; pero quería dejar pasar tiempo, y priebarlo mejor. Por fin llegó la certidumbre, y él esperando, esperando una ocasión de decírselo a ella... Así, cuando le contaron que Benina quería al galán bunito, y que se lo había llevado a su casa nada menos que en coche, le entró tal desconsuelo, seguido de tan espantosa furia, que el hombre no sabía si matarse o matarla... Lo mejor sería consumar a un tiempo las dos muertes, después de haber despachado para el otro mundo a media humanidad, repartiendo golpes a diestro y siniestro.

Oyó Benina con interés y piedad este relato, que aquí se da, para no cansar, reducido a mínimas proporciones; y como era mujer de buen sentido, no incurrió en la ligereza de engreírse con aquella pasión africana, ni tampoco hizo chacota de ella, como natural parecía, considerando su edad y las condiciones físicas del desdichado ciego. Manteniéndose en un justo medio de discreción, miraba sólo el fin inmediato de que su amigo se tranquilizara, apartando de su mente las ideas de muerte y exterminio. Explicole lo del galán bunito, procurando convencerle de que sólo un sentimiento de caridad habíala movido a llevarle a la casa de su señora, sin que mediase en ello el amor, ni cosa tocante a las relaciones de hombre y mujer. No se daba por convencido Mordejai, que planteó por fin la cuestión en términos que justificaban la veracidad y firmeza de su afecto, a saber: para que él creyese lo que Benina acababa de decirle, convenía que se lo demostrara con hechos, no con palabras, que el viento se lleva. ¿Y cómo se lo demostraría con hechos, de modo que él quedase plenamente satisfecho y convencido? Pues de un modo muy sencillo: dejando todo, su señora, casa suya, galán bunito; yéndose a vivir con Almudena, y quedando unidos ya los dos para toda la vida.

No respondió la anciana con negación rotunda por no excitarle más, y se limitó a presentarle los inconvenientes del abandono brusco de su señora, que se moriría si de ella se separase. Pero a todas estas razones oponía el marroquí, otras fortalecidas en el fuero y leyes de amor, que a todo se sobreponen. «Si tú quierer mí, amri, mí casar tigo».

Al hacer la oferta de su blanca mano, acompañándola de un suspirar tierno y de remilgos de vergüenza, con sus enormes labios que se dilataban hasta las orejas o se contraían formando un hocico monstruoso, Benina no pudo evitar una risilla de burla. Pero conteniéndose al instante, acudió a la respuesta con este discretísimo argumento:

«Hijo, así te llamo porque pudieras serlo... agradezco tu fineza; pero repara que he cumplido los sesenta años.

— Cumplir no cumplir sisenta, milienta, yo quierer ti.

— Soy una vieja, que no sirve para nada.

— Sirvi, amri; yo quierer ti... tú mais que la luz bunita; moza tú.

— ¡Qué desatino!

— Casar migo tigo, y dirnos migo con tú a terra mía, terra de Sus. Mi padre Saúl, rico él; mis germanos, ricos ellos; mi madre Rimna, rica bunita ella... quierer ti, dicir hija ti... Verás terra mía: aceita mocha, laranjas mochas... carnieras mochas padre mío... mochas arbolas cabe el río; casa grande... noria d'agua fresca... bunito; ni frío ni calora».

Aunque la pintura de tanta felicidad influía levemente en su ánimo, no se dejaba seducir Benina, y como persona práctica vio los inconvenientes de una traslación repentina a países tan distantes, donde se encontraría entre gentes desconocidas, que hablaban una lengua de todos los demonios, y que seguramente se diferenciarían de ella por las costumbres, por la religión y hasta por el vestido, pues allá, de fijo andaban con taparrabo... ¡Bonita estaría ella con taparrabo! ¡Vaya, que se le ocurrían unas cosas al buen Mordejai! Mostrándose afectuosa y agradecida, le argumentó con los inconvenientes de la precipitación en cosa tan grave como es el casarse de buenas a primeras, y correrse de un brinco nada menos que al África, que es, como quien dice, donde empiezan los Pirineos. No, no: había que pensarlo despacio, y tomarse tiempo para no salir con una patochada. Mucho más práctico, según ella, era dejar todo ese lío del casamiento y del viaje de novios para más adelante, ocupándose por el pronto en realizar, con todos los requisitos que aseguraran el éxito, el conjuro del rey Samdai. Si la cosa resultaba, como Almudena le aseguró, y venían a poder de ella las banastas de piedras preciosas, que tan fácilmente se convertirían en billetes de Banco, ya tenían todas las cuestiones resueltas, y lo demás prontamente se allanaría. El dinero es el arreglador infalible de cuantas dificultades hay en el mundo. Total: que ella se comprometía a cuanto él quisiera, y desde luego empeñaba su palabra de casorio y de seguirle hasta el fin del mundo, siempre y cuando el rey Samdai concediese lo que con todas las reglas, ceremonias y rezos benditos se le había de pedir.

Quedose meditabundo el africano al oír esto, y después se dio golpetazos en la frente, como hombre que experimenta gran confusión y desconsuelo. «Perdoñar mí tú... Olvidar mí dicer ti cosa.

— ¿Qué? ¿Vas a salir ahora con inconvenientes? ¿Es que la operación no vale porque faltaría algún requisito?

— Olvidar mí requesito... No valer, poique ser tú muquier.

— ¡Condenado!—exclamó Benina sin poder contener su enojo—, ¿por qué no empezaste por ahí? Pues si el primer requesito es ser hombre... ¡a ver!

— Perdoñar mí... Olvidar cosa migo.

— Tú no tienes la cabeza buena. ¡Vaya una plancha! Pero ¡ay! la culpa es mía, por haberme creído las paparruchas que inventan en tu tierra maldecida, y en esa tu religión de los demonios coronados. No, no lo creí... Era que la pobreza me cegaba... Y no lo creo, no. Perdóneme Dios el mal pensamiento de llamar al diablo con todos esos arrumacos; perdóneme también la Virgen Santísima.

— Si no valer eso poique ser tú muquier...—replicó Almudena vergonzoso—, saber mí otra cosa... que si jacer tú, coger has tú tuda la diniera que tú querier.

— No, no me engañas otra vez. ¡Buen pájaro estás tú!... Ya no creo nada de lo que me digas.

— Por la bendita luz, verdad ser... Rayo del cielo matar mí, si n'gañar ti... ¡Coger diniero, mocha diniero!

— ¿Cuándo?

— Cuando quiriendo tú.

— A ver... Aunque no he de creerlo, dímelo pronto.

— Yo dar ti p'peleto...

— ¿Un papelito?

— Sí... Poner tú punta lluengua...

— ¿En la punta de la lengua?

— Sí: entrar con ello Banco, p'peleto en llengua, y naide ver ti. Poder coger diniero tuda... No ver ti naide.

— Pero eso es robar, Almudena.

— Naide ver, naide a ti dicir naida.

— Quita, quita... Yo no tengo esas mañas. Robar, no. ¿Que no me ven? Pero Dios me verá».

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