«¡Ay Dios mío —decía Tristana para sí, cruzando las manos y mirando fijamente a su viejo—, cuánto sabe este maldito! Él es un pillastre redomado, sin conciencia; pero como saber... ¡vaya si sabe!...».
—¿Estás conforme con lo que te digo, pichona? —le preguntó don Lepe, besando sus manos, sin disimular la alegría que le causaba el sentimiento íntimo de su victoria.
—Te diré... sí... Yo creo que no sirvo para lo doméstico; vamos, que no puedo entender... Pero no sé, no sé si las cosas que sueño se realizarán...
—¡Ay, yo lo veo tan claro como ésta es luz! —replicó Garrido con el acento de honrada convicción que sabía tomar en sus fórmulas de perjurio—.
Créeme a mí... Un padre no engaña, y yo, arrepentido del daño que te hice, quiero ser padre para ti y nada más que padre.
Siguieron hablando de lo mismo, y don Lope, con suma habilidad estratégica, evolucionó para ganarle al enemigo sus posiciones, y allí fue el ridiculizar la vida boba, la unión eterna con un ser vulgar y las prosas de la intimidad matrimoñesca.
Al propio tiempo que estas ideas lisonjeaban a la señorita, servíanle de lenitivo en su grave dolencia. Se sintió mejor aquella tarde, y al quedarse sola con Saturna, antes que ésta la acostara, tuvo momentos de ideal alborozo, con las ambiciones más despiertas que nunca y gozándose en la idea de verlas realizadas.
—Sí, sí, ¿por qué no he de ser actriz? Si no, seré lo que quiera...
Viviré con holgura decorosa, sin ligarme eternamente a nadie, ni al hombre que amo y amaré siempre. Le querré más cuanto más libre sea.
Ayudada de Saturna, se acostó, después que ésta le hubo curado con esmero exquisito la rodilla enferma, renovándole los vendajes. Intranquila pasó la noche; pero se consolaba con los efluvios de su imaginación ardorosa y con la idea de pronto restablecimiento. Aguardaba con ansia el día para escribir a Horacio, y al amanecer, antes que se levantara don Lope, enjaretó una larga y nerviosa epístola.
«Amor mío, paletito mío, mio diletto, sigo mal; pero estoy contenta.
Mira tú qué cosa tan rara... ¡Ay, quien me entendiera a mí, si yo misma no me entiendo! Estoy alegre, sí, y llena de esperanzas, que se me cuelan en el alma cuando menos las llamo. Dios es bueno y me manda estas alegrías, sin duda porque me las merezco. Se me antoja que me curaré, aunque no mejore; pero se me antoja, y basta. Me da por pensar que se cumplirán mis deseos, que seré actriz del género trágico, que podré adorarte desde el castillo de mi independencia comiquil. Nos querremos de castillo a castillo, dueños absolutos de nuestras respectivas voluntades, tú libre, libre yo, y tan señora como la que más, con dominios propios y sin vida común ni sagrado vínculo ni sopas de ajo ni nada de eso.
»No me hables a mí del altarito, porque te me empequeñeces tanto que no te veo de tan chiquitín como te vuelves. Esto será un delirio; pero nací para delirante crónica, y soy... como la carne de oveja: se me toma o se me deja. No, dejarme, no; te retengo, te amarro, pues mis locuras necesitan de tu amor para convertirse en razón. Sin ti me volvería tonta, que es lo peor que podría pasar.
»Y yo no quiero ser tonta, ni que lo seas tú. Yo te engrandezco con mi imaginación cuanto quieres achicarte, y te vuelvo bonito cuando te empeñas en ponerte feo, abandonando tu arte sublime para cultivar rábanos y calabazas. No te opongas a mi deseo, no desvanezcas mi ilusión; te quiero grande hombre y me saldré con la mía. Lo siento, lo veo... no puede ser de otra manera. Mi voz interior se entretiene describiéndome las perfecciones de tu ser... No me niegues que eres como te sueño. Déjame a mí que te fabrique... no, no es ésa la palabra; que te componga...
tampoco... Déjame que te piense, conforme a mi real gana. Soy feliz así; déjame, déjame».
Siguieron a esta carta otras, en que la imaginación de la pobre enferma se lanzaba sin freno a los espacios de lo ideal, recorriéndolos como corcel desbocado, buscando el imposible fin de lo infinito sin sentir fatiga en su loca y gallarda carrera.
Véase el género:
«Mi señor, ¿cómo eres? Mientras más te adoro, más olvido tu fisonomía; pero te invento otra a mi gusto, según mis ideas, según las perfecciones de que quiero ver adornada tu sublime persona. ¿Quieres que te hable un poquito de mí? ¡Ay, padezco mucho! Creí que mejoraba; pero no, no quiere Dios. Él sabrá por qué. Tu bello ideal, tu Tristanita, podrá ser, andando el tiempo, una celebridad; pero yo te aseguro que no será bailarina... ¡Lo que es eso!... Mi piernecita se opondría. Y también voy creyendo que no será actriz, por la misma razón. Estoy furiosa... cada día peor, con sufrimientos horribles. ¡Qué médicos éstos! No entienden una palabra del arte de curar... Nunca creí que en el destino de las personas influyera tanto cosa tan insignificante como es una pierna, una triste pierna, que sólo sirve para andar. El cerebro, el corazón, creí yo que mandarían siempre; pero ahora una estúpida rodilla se ha erigido en tirana, y aquellos nobles órganos la obedecen... Quiero decir, no la obedecen ni le hacen maldito caso; pero sufren un absurdo despotismo, que confío será pasajero. Es como si se sublevara la soldadesca... Al fin, al fin, la canalla tendrá que someterse.
»Y tú, mi rey querido, ¿qué dices? Si no fuera porque tu amor me sostiene, ya habría yo sucumbido ante la sedición de esta pata que se me quiere subir a la cabeza. Pero no, no me acobardo, y pienso las cosas atrevidas que he pensado siempre... no, que pienso más y mucho más, y subo, subo siempre. Mis aspiraciones son ahora más acentuadas que nunca; mi ambición, si así quieres llamarla, se desata y brinca como una loca. Créelo, tú y yo hemos de hacer algo grande en el mundo. ¿No aciertas cómo? Pues yo no puedo explicármelo; pero lo sé. Me lo dice mi corazón, que todo lo sabe, que no me ha engañado nunca ni puede engañarme. Tú mismo no te formas una idea clara de lo que eres y de lo que vales. ¿Será preciso que yo te descubra a ti mismo? Mírate en mí, que soy tu espejo, y te verás en el supremo Tabor de la glorificación artística. Estoy segura de que no te ríes de lo que digo, como segura estoy de que eres tal y como te pienso: la suma perfección moral y física. En ti no hay defectos, ni puede haberlos, aunque los ojos del vulgo los vean. Conócete; haz caso de mí; entrégate sin recelo a quien te conoce mejor que tú mismo... No puedo seguir... Me duele horriblemente... ¡Que un hueso, un miserable hueso, nos...!»
Jueves.
«¡Qué día ayer, y qué noche! Pero no me acobardo. El espíritu se me crece con los sufrimientos. ¿Creerás una cosa? Anoche, cuando el pícaro dolor me daba algunos ratitos de descanso, me volvía todo el saber que leyendo adquirí, y que se me había como desvanecido y evaporado. Entraban las ideas unas tras otras, atropellándose, y la memoria, una vez que las cogía dentro, ¡zas!, cerraba la puerta para no dejarlas salir. No te asombres; no sólo sé todo lo que sabía, sino que sé más, muchísimo más.
Con las ideas de casa han entrado otras nuevas, desconocidas. Debo yo de tener un ideón, palomo ladrón, que al salir por esos aires seduce cuantas ideítas encuentra y me las trae. Sé más, mucho más que antes. Lo sé todo... no; esto es mucho decir... Hoy me he sentido muy aliviada, y me dedico a pensar en ti. ¡Qué bueno eres! Tu inteligencia no conoce igual; para tu genio artístico no hay dificultades. Te quiero con más alma que nunca, porque respetas mi libertad, porque no me amarras a la pata de una silla ni a la pata de una mesa con el cordel del matrimonio. Mi pasión reclama libertad. Sin ese campo no podría vivir. Necesito comerme libremente la hierba, que crecerá más arrancada del suelo por mis dientes.
No se hizo para mí el establo. Necesito la pradera sin término».
En sus últimas cartas, ya Tristana olvidaba el vocabulario de que solían ambos hacer alarde ingenioso en sus íntimas expansiones hablando o escritas. Ya no volvió a usar el señó Juan ni la Paca de Rímini, ni los terminachos y licencias gramaticales que eran la sal de su picante estilo.
Todo ello se borró de su memoria, como se fue desvaneciendo la persona misma de Horacio, sustituida por un ser ideal, obra temeraria de su pensamiento, ser en quien se cifraban todas las bellezas visibles e invisibles. Su corazón se inflamó en un cariñazo que bien podría llamarse místico, por lo incorpóreo y puramente soñado del ser que tales efectos movía. El Horacio nuevo e intangible parecíase un poco al verdadero, pero nada más que un poco. De aquel bonito fantasma iba haciendo Tristana la verdad elemental de su existencia, pues sólo vivía para él, sin caer en la cuenta de que tributaba culto a un Dios de su propia cosecha. Y este culto se expresaba en cartas centelleantes, trazadas con trémula mano, entre las alteradas excitaciones del insomnio y la fiebre, y que sólo por mecánica costumbre eran dirigidas a Villajoyosa, pues en realidad debían expedirse por la estafeta del ensueño hacia la estación de los espacios imaginarios.
Miércoles.
«Maestro y señor, mis dolores me llevan a ti, como me llevarían mis alegrías si alguna tuviera. Dolor y gozo son un mismo impulso para volar... cuando se tienen alas. En medio de las desgracias con que me aflige, Dios me hace el inmenso bien de concederme tu amor. ¿Qué importa el dolor físico? Nada. Lo soportaré con resignación, siempre que tú... no me duelas. ¡Y no me digan que estás lejos! Yo te traigo a mi lado, te siento junto a mí, y te veo y te toco; tengo bastante poder de imaginación para suprimir la distancia y contraer el tiempo conforme se me antoja».
Jueves.
«Aunque no me lo digas, sé que eres como debes ser. Lo siento en mí.
Tu inteligencia sin par, tu genio artístico, lanzan sus chispazos dentro de mi propio cerebro. Tu sentimiento elevadísimo del bien, en mi propio corazón parece que ha hecho su nido... ¡Ay, para que veas la virtud del espíritu! Cuando pienso mucho en ti, se me quita el dolor. Eres mi medicina, o al menos un anestésico que mi doctor no entiende. ¡Si vieras...! Miquis se pasma de mi serenidad. Sabe que te adoro; pero no conoce lo que vales, ni que eres el pedacito más selecto de la divinidad.
Si lo supiera, sería parco en recetar calmantes, menos activos que la idea de ti... He metido en un puño el dolor, porque necesitaba reposo para escribirte. Con mi fuerza de voluntad, que es enorme, y con el poder del pensamiento, consigo algunas treguas. Llévese el Demonio la pierna. Que me la corten. Para nada la necesito. Tan espiritualmente amaré con una pierna, como con dos... como sin ninguna».
Viernes.
«No me hace falta ver los primores de tu arte maravilloso. Me los figuro como si delante de mis ojos los tuviera. La Naturaleza no tiene secretos para ti. Más que tu maestra es tu amiga. De sopetón se introduce en tus obras, sin que tú lo solicites, y tus miradas la clavan en el lienzo antes que los pinceles. Cuando yo me ponga buena, haré lo mismo. Me rebulle aquí dentro la seguridad de que lo he de hacer. Trabajaremos juntos, porque ya no podré ser actriz; voy viendo que es imposible...
¡pero lo que es pintora...! No hay quien me lo quite de la cabeza. Tres o cuatro lecciones tuyas me bastarán para seguir tus huellas, siempre a distancia, se entiende... ¿Me enseñarás? Sí, porque tu grandeza de alma corre pareja con tu entendimiento, y eres el sumo bien, la absoluta bondad, como eres... aunque no quieras confesarlo, la suprema belleza».