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Cuando desperté al amanecer del siguiente día, ví á Montoria, que se paseaba por la muralla.

—Creo que va á empezar el bombardeo—me dijo.—Se nota gran movimiento en la línea enemiga.

—Empezarán por batir este reducto—indiqué yo, levantándome con pereza.—¡Qué feo está el cielo, Agustín! El día amanece muy triste.

—Creo que atacarán por todas partes á la vez, pues tienen hecha su segunda paralela. Ya sabes que Napoleón, hallándose en París, al saber la resistencia de esta ciudad en el primer sitio, se puso furioso contra Lefebvre Desnouettes porque había embestido la plaza por el Portillo y la Aljafería. Luego pidió un plano de Zaragoza; se lo dieron, é indicó que la ciudad debía ser atacada por Santa Engracia.

—¿Por aquí? Pronto lo veremos. Mal día se nos prepara si se cumplen las órdenes de Napoleón. Dime: ¿tienes por ahí algo que comer?

—No te lo enseñé antes porque quise sorprenderte,—me dijo, mostrándome un cesto, que servía de sepulcro á dos aves asadas, fiambres, con algunas confituras y conservas finas.

—¿Lo has traído anoche...? Ya. ¿Cómo pudiste salir del reducto?

—Pedí licencia al jefe, y me la concedió por una hora. Mariquilla tenía preparado este festín. Si el tío Candiola sabe que dos de las gallinas de su corral han sido muertas y asadas para regalo de los defensores de la ciudad, se le llevarán los demonios. Comamos, pues, Sr. Araceli, y esperemos ese bombardeo... ¡Eh! ¡Aquí está... una bomba, otra, otra!

Las ocho baterías que embocaban sus tiros contra San José y el reducto del Pilar, empezaron á hacer fuego; ¡pero qué fuego! ¡Todo el mundo á las troneras, ó al pie del cañón! ¡Fuera almuerzos, fuera desayunos, fuera melindres! Los aragoneses no se alimentan sino de gloria. El fuerte inconquistable contestó al insolente sitiador con orgulloso cañoneo, y bien pronto el gran aliento de la patria dilató nuestros pechos. Las balas rasas, rebotando en la muralla de ladrillo y en los parapetos de tierra, destrozaban el reducto, cual si fuera un juguete apedreado por un niño; las granadas, cayendo entre nosotros, reventaban con estrépito, y las bombas, pasando con pavorosa majestad por sobre nuestras cabezas, iban á caer en las calles y en los techos de las casas.

¡A la calle todo el mundo! No haya gente cobarde ni ociosa en la ciudad. Los hombres á la muralla, las mujeres á los hospitales de sangre, los chiquillos y los frailes á llevar municiones. No se haga caso de estas terribles masas inflamadas que agujerean los techos, penetran en las habitaciones, abren las puertas, horadan los pisos, bajan al sótano, y al reventar desparraman las llamas del infierno en el hogar tranquilo, sorprendiendo con la muerte al anciano inválido en su lecho y al niño en su cuna. Nada de esto importa. ¡A la calle todo el mundo, y con tal que se salve el honor, perezcan la ciudad y la casa, la iglesia y el convento, el hospital y la hacienda, que son cosas terrenas! Los zaragozanos, despreciando los bienes materiales como desprecian la vida, viven con el espíritu en los infinitos espacios de lo ideal.

En los primeros momentos nos visitó el Capitán General, con otras muchas personas distinguidas, tales como D. Mariano Cereso, el cura Sas, el general O’Neilly, San Genis y D. Pedro Ric. También estuvo allí el bravo, generoso y campechano D. José Montoria, que abrazó á su hijo, diciéndole: «Hoy es día de vencer ó morir. Nos veremos en el Cielo.» Tras de Montoria se nos presentó D. Roque, al cual ví hecho un valiente, y como empleado en el servicio sanitario, desde antes que existieran heridos había comenzado á desplegar de un modo febril su actividad, y nos mostró un mediano montón de hilas. Varios frailes se mezclaron asimismo entre los combatientes durante los primeros disparos, exhortándonos con un furor místico, inspirado en el libro de los Macabeos.

A un mismo tiempo, y con igual furia, atacaban los franceses el reducto del Pilar y el fortín de San José. Este, aunque ofrecía un aspecto más formidable, había de resistir menos, quizás por presentar mayor blanco al fuego enemigo. Pero allí estaba Renovales con los voluntarios de Huesca, los voluntarios de Valencia, algunos guardias walonas, y varios individuos de las milicias de Soria. El gran inconveniente de aquel fuerte consistía en estar construído al amparo de un vasto edificio, que la artillería enemiga convertía paulatinamente en ruínas; y desplomándose de rato en rato pedazos de paredón, muchos defensores morían aplastados. Nosotros estábamos mejor: sobre nuestras cabezas no teníamos más que cielo; y si ningún techo nos guarecía de las bombas, tampoco se nos echaban encima masas de piedra y ladrillo. Batían la muralla por el frente y los costados, y era un dolor ver cómo aquella frágil masa se desmoronaba, dejándonos al descubierto. Sin embargo, después de cuatro horas de incesante fuego con poderosa artillería, apenas pudieron abrir una brecha practicable.

Así pasó todo el día 10, sin ventaja alguna para los sitiadores por nuestro lado, si bien hacia San José habían logrado acercarse y abrir una brecha espantosa, lo cual, unido al estado ruinoso del edificio, anunciaba la dolorosa necesidad de su rendición. No obstante, mientras el fuerte no estuviese reducido á polvo, y muertos ó heridos sus defensores, había esperanza. Renováronse allí las tropas, porque los batallones que trabajaban desde por la mañana, estaban diezmados, y cuando anocheció, después de abierta la brecha é intentado sin fruto un asalto, aún se sostuvo Renovales sobre las ruínas empapadas en sangre, entre montones de cadáveres y con la tercera parte tan sólo de su artillería.

No interrumpió la noche el fuego, antes bien siguió con encarnizamiento en los dos puntos. Nosotros habíamos tenido buen número de muertos y muchos heridos. Estos eran al punto recogidos y llevados á la ciudad por los frailes y las mujeres; pero aquéllos aún prestaban el último servicio con sus fríos cuerpos, porque estóicamente los arrojábamos á la brecha abierta, que luego se acababa de tapar con sacos de lana y tierra.

Durante la noche no descansamos ni un solo momento, y la mañana del 11 nos vió poseídos del mismo frenesí, ya apuntando las piezas contra la trinchera enemiga, ya acribillando á fusilazos á los pelotones que venían á flanquearnos, sin abandonar ni un instante la operación de tapar la brecha, que de hora en hora iba agrandando su horroroso espacio vacío. Así nos sostuvimos toda la mañana, hasta el momento en que dieron el asalto á San José, ya convertido en un montón de ruínas, y con gran parte de su guarnición muerta. Aglomerando contra los dos puntos grandes fuerzas, mientras caían sobre el convento, dirigieron un atrevido movimiento sobre nosotros; y fué que con objeto de hacer practicable la brecha que nos habían abierto, avanzaron por el camino de Torrero con dos cañones de batalla, protegidos por una columna de infantería.

En aquel instante nos consideramos perdidos: temblaron los endebles muros, y los ladrillos mal pegados se desbarataban en mil pedazos. Acudimos á la brecha que se abría y se abría cada vez más. Los franceses nos abrasaron con un fuego espantoso, porque viendo que el reducto se deshacía pedazo á pedazo, cobraron ánimo, llegando al borde mismo del foso. Era locura tratar de tapar aquel hueco formidable, y hacerlo á pecho descubierto, era ofrecer víctimas sin fin al curioso enemigo. Abalanzáronse muchos con sacos de lana y paletadas de tierra, y más de la mitad quedaron yertos en el sitio. Cesó el fuego de cañón, porque parecía innecesario; hubo un momento de pánico indefinible: se nos caían los fusiles de las manos; nos vimos destrozados, deshechos, aniquilados por lluvia de disparos que parecían incendiar el aire, y nos olvidamos del honor, de la muerte gloriosa, de la patria y de la Virgen del Pilar, cuyo nombre decoraba la puerta del baluarte inconquistable. La confusión más espantosa reinó en nuestras filas. Rebajado de improviso el nivel moral de nuestras almas, todos los que no habíamos caído, deseamos unánimemente la vida, y saltando por encima de los heridos y pisoteando los cadáveres, huímos hacia el puente, abandonando aquel horrible sepulcro antes que se cerrara enterrándonos á todos.

En el puente nos agolpamos con pavor y desorden invencibles. Nada hay más frenético que la cobardía: sus vilezas son tan vehementes como las sublimidades del valor. Los jefes nos gritaban:—«Atrás, canallas. El reducto del Pilar no se rinde.»—Y al mismo tiempo sus sables azotaron de plano nuestras viles espaldas. Nos revolvimos en el puente sin poder avanzar, porque otras tropas venían á acometernos, y tropezamos unos con otros, confundiendo la furia de nuestro miedo con el ímpetu de su bravura.

—¡Atrás, canallas!—gritaban los jefes abofeteándonos.—¡A morir en la brecha!

El reducto estaba vacío: no había en él más que muertos y heridos. De repente vimos que entre el denso humo y el espeso polvo, saltando sobre los exánimes cuerpos y los montones de tierra, sobre las ruínas, y las cureñas rotas, y el material deshecho, avanzaba una figura impávida, pálida, grandiosa, imagen de la serenidad trágica. Era una mujer que se había abierto paso entre nosotros, y penetrando en el recinto abandonado, marchaba majestuosa basta la horrible brecha. Pirli, que yacía en el suelo herido en una pierna, exclamó con terror:

—Manuela Sancho, ¿á dónde vas?

Todo esto pasó en mucho menos tiempo del que empleo en contarlo. Tras de Manuela Sancho se lanzó uno, luego tres, luego muchos, y al fin todos los demás, azuzados por los jefes que á sablazos nos llevaron otra vez al puesto del deber. Ocurrió esta transformación portentosa por un simple impulso del corazón de cada uno, obedeciendo á sentimientos que se comunicaban á todos, sin que nadie supiera de qué misterioso foco procedían. Ni sé por qué fuimos cobardes, ni sé por qué fuimos valientes unos cuantos segundos después. Lo que sé es que, movidos todos por fuerza extraordinaria, poderosísima, sobrehumana, nos lanzamos á la brecha tras la heróica mujer, á punto que los franceses intentaban con escalas el asalto; y sin que tampoco sepa decir la causa, nos sentimos con centuplicadas energías, y aplastamos, arrojándoles en lo profundo del foso, á aquellos hombres de algodón que antes nos parecieron de acero. A tiros, á sablazos, con granadas de mano, á paletadas, á golpes, á bayonetazos, murieron muchos de los nuestros para servir de baluarte á los demás con sus fríos cuerpos; defendimos el paso de la brecha, y los franceses se retiraron, dejando mucha gente al pie de la muralla. Volvieron á disparar los cañones, y el reducto inconquistable no cayó el día 11 en poder de la Francia.

Cuando la tempestad de fuego se calmó, no nos conocíamos: estábamos transfigurados, y algo nuevo y desconocido palpitaba en lo íntimo de nuestras almas, dándonos una ferocidad inaudita. Al día siguiente decía Palafox con elocuencia: «Las bombas, las granadas y las balas, no mudan el color de nuestros semblantes, ni toda la Francia lo alteraría.»

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