XIX

Cesado el fuego de cañón y de fusil, un gran resplandor iluminaba la ciudad. Era el incendio de la Audiencia, que, comenzando cerca de la media noche, había tomado terribles proporciones, y devoraba por sus cuatro costados aquel hermoso edificio.

Sin atender más que á mi objeto, seguí presuroso hasta la calle de Antón Trillo. La casa del tío Candiola había estado ardiendo todo el día, y al fin, sofocada la llama entre los escombros de los techos hundidos, de entre las paredes agrietadas salía negra columna de humo. Los huecos, perdida su forma, eran unos agujeros irregulares por donde se veía el cielo, y el ladrillo desmoronado formaba una dentelladura desigual en lo que fué arquitrabe. Parte del lienzo de pared que daba frente á la huerta se había venido al suelo, obstruyendo ésta en términos que habían desaparecido el antepecho y la escalerilla de piedra, llegando el cascajo hasta la misma tapia de la calle. En medio de estas ruínas, subsistía incólume el ciprés, cual pensamiento que permanece vivo al sucumbir la materia, y alzaba su negra cima como un monumento conmemorativo.

El portalón estaba destrozado por los hachazos de los que en el primer momento acudieron á contener el fuego. Cuando penetré en la huerta, ví que hacia la derecha, y junto á la reja de una ventana baja, había alguna gente. Aquella parte de la casa era la que se conservaba mejor, pues el piso bajo no había sufrido casi nada, y el desplome del techo sobre el principal no había conmovido á éste, aunque era de esperar que con el gran peso se rindiese más ó menos pronto.

Acerquéme al grupo, creyendo encontrar á Candiola, y, en efecto, allí estaba sentado junto á la reja, con las manos en cruz, inclinada la cabeza sobre el pecho, y lleno el vestido de girones y quemaduras. Rodeábale una pequeña turba de mujeres y chiquillos, que cual abejorros zumbaban á su alrededor, prodigándole toda clase de insultos y vejámenes. No me costó gran trabajo ahuyentar tan molesto enjambre, y aunque no se fueron todos y persistían en husmear por allí, creyendo encontrar entre las ruínas el oro del rico Candiola, éste se vió al fin libre de los tirones, pedradas y de las crueles agudezas con que era mortificado.

—Señor militar—me dijo,—le agradezco á usted que ponga en fuga á esa vil canalla. Aquí se le quema á uno la casa y nadie le da auxilio. Ya no hay autoridades en Zaragoza. ¡Qué pueblo, señor, qué pueblo! No será porque dejemos de pagar gabelas, diezmos y contribuciones.

—Las autoridades no se ocupan más que de las operaciones militares—advertí,—y son tantas las casas destruídas, que es imposible acudir á todas.

¡Maldito sea mil veces—exclamó llevándose la mano á la cabeza desnuda,—quien nos ha traído estos desastres! Atormentado en el infierno por mil eternidades no pagaría su culpa. Pero ¿qué demonios busca usted aquí, señor militar? ¿Quiere usted dejarme en paz?

—Vengo en busca del Sr. Candiola—le respondí,—para llevarle á donde se le pueda socorrer, curando sus quemaduras y dándole un poco de alimento.

—¡A mí!... yo no salgo de mi casa—exclamó con voz lúgubre.—La Junta tendrá que reedificármela. ¿Y á dónde me quiere llevar usted? Ya... ya... ya estoy en el caso de que me den una limosna. Mis enemigos han conseguido su objeto, que era ponerme en el caso de pedir limosna; pero no la pediré, no. Antes me comeré mi propia carne y beberé mi sangre, que humillarme ante los que me han traído á semejante estado. ¡Ah, miserables: le quitan á uno su harina para ponerla después en las cuentas como adquirida á noventa ó cien reales! Como que están vendidos á los franceses, y prolongan la resistencia para redondear sus negocios... Luego les entregan la ciudad y se quedan tan frescos.

—Deje usted todas esas consideraciones para otro momento—le dije,—y sígame ahora, que no está el tiempo para pensar en eso. Su niña de usted ha encontrado donde guarecerse, y á usted le daremos asilo en el mismo lugar.

—Yo no me muevo de aquí. ¿En dónde está mi hija?—preguntó con pena.—¡Ah! Esa loca no sabe permanecer al lado de su padre en desgracia. La vergüenza la hace huir de mí. ¡Maldita sea su liviandad y el momento en que la descubrí! Señor, Jesús Nazareno, y tú, mi patrono Santo Dominguito del Val, decidme: ¿qué he hecho yo para merecer tantas desgracias en un mismo día? ¿No soy bueno, no hago todo el bien que puedo, no favorezco á mis semejantes prestándoles dinero con un interés módico, pongo por caso, la miseria de tres ó cuatro reales por peso fuerte al mes? Pues si soy un hombre bueno á carta cabal, ¿á qué llueven sobre mí tantas desventuras? Y gracias que no pierdo lo poco que á fuerza de trabajos he reunido, porque está en paraje á donde no pueden llegar las bombas; pero ¿y la casa, los muebles, los recibos, y lo que aún queda en el almacén? Maldito sea yo, y cómanme los demonios, si cuando esto se acabe y cobre los piquillos que por ahí tengo, no me marcho de Zaragoza para no volver más.

—Nada de eso viene ahora al caso, señor de Candiola. Sígame usted.

—Sí—dijo con furia,—sí viene al caso. Mi hija se ha envilecido. No sé cómo no la maté esta mañana. Hasta aquí yo había supuesto á María un modelo de virtudes, de honestidad; me deleitaba su compañía, y de todos los buenos negocios destinaba un real para comprarle regalitos. ¡Mal empleado dinero! ¡Dios mío, tú me castigas por haber despilfarrado un gran capital en cosas supérfluas, cuando á interés compuesto hubiérase ya triplicado! Yo tenía confianza en mi hija. Esta mañana levantéme al amanecer; acababa de pedir con fervor á la Virgen del Pilar que me librara del bombardeo, y tranquilamente abrí la ventana para ver cómo estaba el día. Póngase usted en mi caso, señor militar, y comprenderá mi asombro y pena al ver dos hombres allí... allí, en aquel corredor, junto al ciprés... me parece que les estoy viendo. Uno de ellos abrazaba á mi hija. Ambos vestían uniforme; no pude verles el rostro, porque aún era escasa la claridad del día. Precipitadamente salí de mi habitación; pero cuando bajé á la huerta, ya los dos estaban en la calle. Quedóse muda mi hija al ver descubierta su liviandad, y leyendo en mi cara la indignación que tan vil conducta me producía, se arrodilló delante de mí pidiéndome perdón.—«Infame—le dije ciego de cólera,—tú no eres hija mía, tú no eres hija de este hombre honrado que jamás ha hecho mal á nadie. ¡Muchacha loca y sin pudor, no te conozco; tú no eres mi hija: vete de aquí!... ¡Dos hombres, dos hombres en mi casa, de noche, contigo! ¿No has reparado en las canas de tu anciano padre; no consideras que esos hombres pueden robarme; no has reparado que la casa está llena de mil objetos de valor, que caben fácilmente en una faltriquera?... ¡Mereces la muerte! Si no me engaño, aquellos dos hombres se llevaban alguna cosa. ¡Dos hombres! ¡Dos novios! ¡Y recibirles de noche, en mi casa, deshonrando á tu padre y ofendiendo á Dios! ¡Y yo desde mi cuarto miraba la luz del tuyo, creyendo con esto que velabas allí haciendo alguna labor!... De modo, miserable chicuela; de modo, hembra despreciable, que mientras tú estabas en la huerta, en tu cuarto se estaba gastando inútilmente una vela.»

»¡Oh, señor militar! no pude contener mi indignación; y luego que esto le dije, cogíla por un brazo y la arrastré para echarla fuera. En mi cólera ignoraba lo que hacía. La infeliz me pedía perdón, añadiendo: “Yo le amo, padre; yo no puedo negar que le quiero.” Se redobló mi furor oyéndola, y exclamé así: “¡Maldito sea el pan que te he dado en diez y nueve años! ¡Meter ladrones en mi casa! ¡Maldita sea la hora en que naciste, y malditos los lienzos en que te envolvimos en la noche del 3 de Febrero del año 91! Antes se hundirá el cielo, y antes me dejará de su mano la Señora Virgen del Pilar, que volver á ser para tí tu padre, y tú para mí la Mariquilla á quien tanto he querido.” Apenas dije esto, señor militar, cuando pareció que todo el firmamento reventaba en pedazos cayendo sobre mi casa. ¡Qué espantoso estruendo y qué conmoción tan horrible! Una bomba cayó en el techo, y en el espacio de cinco minutos cayeron otras dos. Corrimos adentro: el incendio se propagaba con voracidad, y el hundimiento del techo amenazaba sepultarnos allí. Quisimos salvar á toda prisa algunos objetos; pero no nos fué posible. Mi casa, esta casa que compré el año 87, casi de balde, porque fué embargada á un deudor que me debía cinco mil reales, con trece mil y un pico de intereses, se desmoronaba; como un bollo de mazapán se deshacía, y por aquí cae una viga, por allí salta un vidrio, por acullá se desplomaba una pared. El gato maullaba; Doña Guedita me arañó el rostro al salir del cuarto: yo me aventuré á entrar en el mío para recoger un recibito que había dejado sobre la mesa, y estuve á punto de perecer.»

Así habló el tío Candiola. Su dolor, además de profunda afección moral, era como un desorden nervioso, y al instante se comprendía que aquel organismo estaba completamente perturbado por el terror, el disgusto y el hambre. Su locuacidad, más que desahogo del alma, era un desbordamiento impetuoso, y aunque aparentaba hablar conmigo, en realidad dirigíase á entes invisibles, los cuales, á juzgar por los gestos de él, también le devolvían alguna palabra. Por esto, sin que yo le dijera nada, siguió hablando en tono de contestación, y respondiendo á preguntas que sus ideales interlocutores le hacían.

—Yo he dicho que no me marcharé de aquí mientras no recoja lo mucho que aún puede salvarse. Pues qué, ¿voy á abandonar mi hacienda? Ya no hay autoridades en Zaragoza. Si las hubiera, se dispondría que vinieran aquí cien ó doscientos trabajadores á revolver los escombros para sacar alguna cosa. Pero, Señor, ¿no hay quien tenga caridad, no hay quien tenga compasión de este infeliz anciano que nunca ha hecho mal á nadie? ¿Ha de estar uno sacrificándose toda la vida por los demás, para que al llegar un caso como éste no encuentre un brazo amigo que le ayude? No, no vendrá nadie, y si vienen es por ver si entre las ruínas encuentran algún dinero... ¡Já, já, já!—(decía esto riendo como un demente).—¡Buen chasco se llevan! Siempre he sido hombre precavido, y ahora, desde que empezó el sitio, puse mis ahorros en lugar tan seguro, que sólo yo puedo encontrarlos. No, ladrones; no, tramposos; no, egoístas: no encontraréis un real aunque levantéis todos los escombros y hagáis menudos pedazos lo que queda de esta casa, aunque piquéis la madera haciendo con ella palillos de dientes, aunque reduzcáis todo á polvo, pasándolo luego por un tamiz.

—Entonces, Sr. de Candiola—le dije tomándole resueltamente por un brazo para llevarle fuera,—si las peluconas están seguras, ¿á qué viene el estar aquí de centinela? Vámonos.

—¿Cómo se entiende, señor entrometido?—gritó desasiéndose con fuerza.—Vaya usted noramala, y déjeme en paz. ¿Cómo quiere usted que abandone mi casa, cuando las autoridades de Zaragoza no mandan un piquete de tropa á custodiarla? Pues qué, ¿cree usted que mi casa no está llena de objetos de valor? ¿Ni cómo quiere que me marche de aquí sin sacarlos? ¿No ve usted que el piso bajo está seguro? Pues quitando esta reja, se entrará fácilmente, y todo puede sacarse. Si me aparto de aquí un solo momento, vendrán los rateros, los granujas de la vecindad, y ¡ay de mi hacienda, ay del fruto de mi trabajo, ay de los utensilios que representan cuarenta años de laboriosidad incesante! Mire usted, señor militar, en la mesa de mi cuarto hay una palmatoria de cobre, que pesa lo menos tres libras. Es preciso salvarla á toda costa. Si la Junta mandara aquí, como es su deber, una compañía de ingenieros...

»Pues también hay una vajilla que está en el armario del comedor, y que debe de permanecer intacta. Entrando con cuidado y apuntalando el techo, se la puede salvar. ¡Oh! sí: es preciso salvar esa desgraciada vajilla. No es esto solo, señor militar, señores. En una caja de lata tengo los recibos: espero salvarlos. También hay un cofre donde guardo dos casacas antiguas, algunas medias y tres sombreros. Todo esto está aquí abajo y no ha padecido deterioro. Lo que se pierde irremisiblemente es el ajuar de mi hija. Sus trajes, sus alfileres, sus pañuelos, sus frascos de agua de olor podrían valer un dineral si se vendieran ahora. ¡Cómo se habrá destrozado todo! ¡Jesús, qué dolor! Verdad es que Dios quiso castigar el pecado de mi hija, y las bombas se fueron á los frascos de agua de olor. Pero en mi cuarto quedó sobre la cama mi chupa, en cuyo bolsillo hay siete reales y diez cuartos. ¡Y no tener yo aquí veinte hombres con piquetas y azadas!... ¡Dios justo y misericordioso! ¿En qué están pensando las autoridades de Zaragoza?... El candil de dos mecheros estará intacto. ¡Oh, Dios! Es la mejor pieza que ha llevado aceite en el mundo. Le encontraremos por ahí, levantando con cuidado los escombros del cuarto de la esquina. Tráiganme una cuadrilla de trabajadores, y verán qué pronto despacho... ¿Cómo quieren que me aparte de aquí? Si me aparto, si duermo un instante, vendrán los ladrones... sí... ¡vendrán y se llevarán la palmatoria!

La tenacidad del avaro era tal, que resolví marcharme sin él, dejándole entregado á su delirante inquietud. Llegó á toda prisa Doña Guedita, trayendo una piqueta y una azada, juntamente con un canastillo en que ví algunas provisiones.

—Señor—dijo sentándose fatigada y sin aliento.—Aquí está la piqueta y el azadón que me ha dado mi sobrino. Ya no hacen falta, porque no se trabajará más en fortificaciones... Aquí están estas pasas medio podridas, y algunos mendrugos de pan.

La dueña comía con avidez. No así Candiola, que, despreciando la comida, cogió la piqueta, y resueltamente empezó á desquiciar la reja. Trabajando con ardiente actividad, decía:

—Si las autoridades de Zaragoza no quieren favorecerme, Doña Guedita, entre usted y yo lo haremos todo. Coja usted la azada y prepárese á levantar el cascajo. Mucho cuidado con las vigas, que todavía humean. Mucho cuidado con los clavos.

Luego, volviéndose á mí, que fijaba la atención en las señas de inteligencia hechas por el ama de llaves, me dijo:

—¡Eh! Vaya usted noramala. ¿Qué tiene usted que hacer en mi casa? ¡Fuera de aquí! Ya sabemos que viene á ver si puede pescar alguna cosa. Aquí no hay nada. Todo se ha quemado.

No había, pues, esperanza de llevarle á las Tenerías para tranquilizar á la pobre Mariquilla, por lo cual, no pudiendo detenerme más, me retiré. Amo y criada proseguían con gran ardor su trabajo.

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