XXII

Los buenos Padres nos animaban con sus exhortaciones, y alguno de ellos, confundiéndose con nosotros en lo más apretado de las filas, nos decía:

—Hijos míos, no desmayéis. Previendo que llegaría este caso, hemos conservado un mediano número de víveres en nuestra despensa. También tenemos vino. Sacudid el polvo á esa canalla. Animo, queridos jóvenes. No temáis el plomo enemigo. Más daño hacéis vosotros con una de vuestras miradas, que ellos con una descarga de metralla. Adelante, hijos míos. La Santa Virgen del Pilar es entre vosotros. Cerrad los ojos al peligro, mirad con serenidad al enemigo, y entre las nubes veréis la santa figura de la Madre de Dios. ¡Viva España y Fernando VII!

Llegamos á la iglesia; pero los franceses, que habían entrado por la sacristía, se nos adelantaron, y ya ocupaban el altar mayor. Yo no había visto jamás una mole churrigueresca, cuajada de esculturas y follajes de oro, sirviendo de parapeto á la infantería; yo no había visto que vomitasen fuego los mil nichos, albergue de mil santos de ebanistería; yo no había visto nunca que los rayos de madera dorada, que fulminan su llama inmóvil desde los huecos de una nube de cartón poblada de angelitos, se confundieran con los fogonazos, ni que tras los pies del Santo Cristo, y tras el nimbo de oro de la Virgen María, el ojo vengativo del soldado afinara su mortífera puntería.

Baste deciros que el altar mayor de San Agustín era una gran fábrica de entalle dorado, cual otras que habréis visto en cualquier templo de España. Este armatoste se extendía desde el piso á la bóveda, y de machón á machón, representando en sucesivas hileras de nichos como una serie de jerarquías celestiales. Arriba, el Cristo ensangrentado abría sus brazos sobre la cruz; abajo y encima del altar, un templete encerraba el símbolo de la Eucaristía. Aunque la mole se apoyaba en el muro del fondo, había pequeños pasadizos interiores destinados al servicio casero de aquella república de santos, y por ellos el lego sacristán podía subir desde la sacristía á mudar el traje de la Virgen, á encender las velas del altísimo Crucifijo, ó á limpiar el polvo que los siglos depositaban sobre el antiguo tisú de los vestidos y la madera bermellonada de los rostros.

Pues bien: los franceses se posesionaron rápidamente del camarín de la Virgen, de los estrechos tránsitos que he mencionado; y cuando llegamos nosotros, en cada nicho, detrás de cada santo, y en innumerables agujeros abiertos á toda prisa, brillaba el cañón de los fusiles. Igualmente establecidos detrás del ara santa, que á empujones adelantaron un poco, se preparaban á defender en toda regla la cabecera de la iglesia.

No nos hallábamos enteramente á descubierto, y para resguardarnos del gran retablo, teníamos los confesonarios, los altares de las capillas y las tribunas. Los más expuestos éramos los que entramos por la nave principal; y mientras los más osados avanzaron resueltamente hacia el fondo, otros tomamos posiciones en el coro bajo, tras el facistol, tras las sillas y bancos amontonados contra la reja, molestando desde allí con certera puntería á la nación francesa, posesionada del altar mayor.

El tío Garcés, con nueve de igual empuje, corrió á posesionarse del púlpito, otra pesada fábrica churrigueresca, cuyo guarda-polvo, coronado por una estatua de la Fe, casi llegaba al techo. Subieron, ocupando la cátedra y la escalera, y desde allí, con singular acierto, dejaban seco á todo francés que, abandonando el presbiterio, se adelantaba á lo bajo de la iglesia. También sufrían ellos bastante, porque les abrasaban los del altar mayor, deseosos de quitar de en medio aquel obstáculo. Al fin se destacaron unos veinte hombres, resueltos á tomar á todo trance aquel reducto de madera, sin cuya posesión era locura intentar el paso de la nave. No he visto nada más parecido á una gran batalla, y así como en ésta la atención de uno y otro ejército se reconcentra á veces en un punto, el más disputado y apetecido de todos, y cuya pérdida ó conquista decide el éxito de la lucha, así la atención de todos se dirigió al púlpito, tan bien defendido como bien atacado.

Los veinte tuvieron que resistir el vivísimo fuego que se les hacía desde el coro, y la explosión de las granadas de mano que los de las tribunas les arrojaban; pero á pesar de sus grandes pérdidas, avanzaron resueltamente á la bayoneta sobre la escalera. No se acobardaron los diez defensores del fuerte, y defendiéronse á arma blanca con aquella superioridad infalible que siempre tuvieron en este género de lucha. Muchos de los nuestros, que antes hacían fuego parapetados tras los altares y los confesonarios, corrieron á atacar á los franceses por la espalda, representando de este modo en miniatura la peripecia de una vasta acción campal; y trabóse la contienda cuerpo á cuerpo á bayonetazos, á tiros y á golpes, según como cada cual cogía á su contrario.

De la sacristía salieron mayores fuerzas enemigas, y nuestra retaguardia, que se había mantenido en el coro, salió también. Algunos que se hallaban en las tribunas de la derecha, saltaron fácilmente al cornisamento de un gran retablo lateral, y no satisfechos con hacer fuego desde allí, desplomaron sobre los franceses tres estatuas de santos que coronaban los ángulos del ático. En tanto el púlpito se sostenía con firmeza, y en medio de aquel infierno, ví al tío Garcés ponerse en pie, desafiando el fuego, y accionar como un predicador, gritando desaforadamente con voz ronca. Si alguna vez viera al demonio predicando el pecado en la cátedra de una iglesia, invadida por todas las potencias infernales en espantosa bacanal, no me llamaría la atención.

Aquello no podía prolongarse mucho tiempo, y Garcés, atravesado por cien balazos, cayó de improviso, lanzando un ronco aullido. Los franceses, que en gran número llenaban la sacristía, vinieron en columna cerrada, y en los tres escalones que separan el presbiterio del resto de la iglesia, nos presentaron un muro infranqueable. La descarga de esta columna decidió la cuestión del púlpito, y quintados en un instante, dejando sobre las baldosas gran número de muertos, nos retiramos á las capillas. Perecieron los primitivos defensores del púlpito, así como los que luego acudieron á reforzarlos, y al tío Garcés, acribillado á bayonetazos después de muerto, le arrojaron en su furor los vencedores por encima del antepecho. Así concluyó aquel gran patriota que no nombra la historia.

El capitán de nuestra compañía quedó también inerte sobre el pavimento. Retirándonos en desorden á distintos puntos, separados unos de otros, no sabíamos á quién obedecer; bien es verdad que allí la iniciativa de cada uno ó de cada grupo de dos ó tres era la única organización posible, y nadie pensaba en compañías ni en jerarquías militares. Había la subordinación de todos al pensamiento común, y un instinto maravilloso para conocer la estrategia rudimentaria que las necesidades de la lucha á cada instante nos iba ofreciendo. Este instintivo golpe de vista nos hizo comprender que estábamos perdidos desde que nos metimos en las capillas de la derecha, y era temeridad persistir en la defensa de la iglesia ante las enormes fuerzas francesas que la ocupaban.

Algunos opinaron que con los bancos, las imágenes y la madera de un retablo viejo, que fácilmente podía ser hecho pedazos, debíamos levantar una barricada en el arco de la capilla y defendernos hasta lo último; pero dos Padres agustinos se opusieron á este esfuerzo inútil, y uno de ellos nos dijo:

—Hijos míos, no os empeñéis en prolongar la resistencia, que os llevaría á perder vuestras vidas sin ventaja alguna. Los franceses están atacando en este instante el edificio por la calle de las Arcadas. Corred allí á ver si lográis atajar sus pasos; pero no penséis en defender la iglesia, profanada por esos cafres.

Estas exhortaciones nos obligaron á salir al claustro, y todavía quedaban en el coro algunos soldados de Extremadura tiroteándose con los franceses, que ya invadían toda la nave.

Los frailes sólo cumplieron á medias su oferta en lo de darnos algún gaudeamus como recompensa por haberles defendido hasta el último extremo su iglesia, y fueron repartidos algunos trozos de tasajo y pan duro, sin que viéramos ni oliéramos el vino en ninguna parte, por más que alargamos la vista y las narices. Para explicar esto, dijeron que los franceses, ocupando todo lo alto, se habían posesionado del principal depósito de provisiones; y lamentándose del suceso, procuraron consolarnos con alabanzas de nuestro buen comportamiento.

La falta del vino prometido hízome acordar del gran Pirli, y entonces caí en la cuenta de que le había visto al principio del lance en una de las tribunas. Pregunté por él; pero nadie me sabía dar razón de su paradero.

Ocupaban los franceses la iglesia y también parte de los altos del Convento. A pesar de nuestra desfavorable posición en el claustro bajo, estábamos resueltos á seguir resistiendo, y traíamos á la memoria la heróica conducta de los voluntarios de Huesca, que defendieron las Mónicas hasta quedar sepultados bajo sus escombros. Estábamos delirantes, ebrios; nos creíamos ultrajados si no vencíamos, y nos impulsaba á las luchas desesperadas una fuerza secreta, irresistible, que no puedo explicarme sino por la fuerte tensión erectiva del espíritu y una aspiración poderosa hacia lo ideal.

Nos contuvo una orden venida de fuera, y que dictó sin duda, en su buen sentido práctico, el general Saint-March.

—El Convento no se puede sostener—dijeron.—Antes que sacrificar gente sin provecho alguno para la ciudad, salgan todos á defender los puntos atacados en la calle de Pabostre y Puerta Quemada, por donde el enemigo quiere extenderse, conquistando las casas de que se le ha rechazado varias veces.

Salimos, pues, de San Agustín. Cuando pasábamos por la calle del mismo nombre, paralela á la de Palomar, vimos que desde la torre de la iglesia arrojaban granadas de mano sobre los franceses, establecidos en la plazoleta inmediata á la última de aquellas dos vías. ¿Quién lanzaba aquellos proyectiles desde la torre? Para decirlo más brevemente y con más elocuencia, abramos la historia y leamos: «En la torre se habían situado y pertrechado siete ú ocho paisanos con víveres y municiones para hostigar al enemigo, y subsistieron verificándolo por unos días sin querer rendirse.»

Allí estaba el insigne Pirli. ¡Oh, Pirli! Más feliz que el tío Garcés, tú ocupas un lugar en la historia.

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