Era el 21 de Febrero. Un hombre que no conocí, se me acercó y me dijo:
—Ven, Gabriel: necesito de tí.
—¿Quién me habla?—le pregunté.—Yo no le conozco á usted.
—Soy Agustín Montoria—respondió,—¿Tan desfigurado estoy? Ayer me dijeron que habías muerto. ¡Qué envidia te tenía! Veo que eres tan desgraciado como yo, y vives aún. ¿Sabes, amigo mío, lo que acabo de ver? Acabo de ver el cuerpo de Mariquilla. Está en la calle de Antón Trillo, á la entrada de la huerta. Ven y la enterraremos.
—Yo más estoy para que me entierren que para enterrar. ¿Quién se ocupa de eso? ¿De qué ha muerto esa mujer?
—De nada, Gabriel, de nada.
—Es singular muerte: no la entiendo.
—Mariquilla no tiene heridas, ni las señales que deja en el rostro la epidemia. Parece que se ha dormido. Apoya la cara contra el suelo, y tiene las manos en ademán de taparse fuertemente los oídos.
—Hace bien. Le molesta el ruido de los tiros. Lo mismo me pasa á mí, que todavía los siento.
—Ven conmigo y me ayudarás. Llevo una azada.
Difícilmente llegué á donde mi amigo, con otros dos compañeros, me llevaba. Mis ojos no podían fijarse bien en objeto alguno, y sólo ví una sombra tendida. Agustín y los otros dos levantaron aquel cuerpo, fantasma, vana imagen ó desconsoladora realidad que allí existía. Creo haber distinguido su cara, y al verla, tristísima penumbra se extendió por mi alma.
—No tiene ni la más ligera herida—decía Agustín,—ni una gota de sangre mancha sus vestidos. Sus párpados no se han hinchado, como los que mueren de la epidemia. María no ha muerto de nada. ¿La ves, Gabriel? Parece que esta figura que tengo en brazos no ha vivido nunca; parece que es una hermosa imagen de cera, á quien he amado en sueños representándomela con vida, palabra y movimiento. ¿La ves? Siento que todos los habitantes de la ciudad estén muertos por esas calles. Si vivieran, les llamaría para decirles que la he amado. ¿Por qué lo oculté como un crimen? María, Mariquilla, esposa mía, ¿por qué te has muerto sin heridas y sin enfermedad? ¿Qué tienes, qué te pasa, qué te pasó en tu último momento? ¿En dónde estás ahora? ¿Tú piensas? ¿Te acuerdas de mí y sabes acaso que existo? María, Mariquilla, ¿por qué tengo yo ahora esto que llaman vida y tú no? ¿En dónde podré oirte, hablarte y ponerme delante de tí para que me mires? Todo á obscuras está en torno mío, desde que has cerrado los ojos. ¿Hasta cuándo durará esta noche de mi alma y esta soledad en que me has dejado? La tierra me es insoportable. La desesperación se apodera de mi alma, y en vano llamo á Dios para que la llene toda. Dios no quiere venir, y desde que te has ido, Mariquilla, el universo está vacío.
Diciendo esto, un vivo rumor de gente llegó á nuestros oídos.
—Son los franceses que toman posesión del Coso,—dijo uno.
—Amigos, cavad pronto esa sepultura—ordenó Agustín, dirigiéndose á los dos compañeros, que abrían un gran hoyo al pie del ciprés.—Si no, vendrán los franceses y nos la quitarán.
Un hombre avanza por la calle de Antón Trillo, y deteniéndose junto á la tapia destruída, mira hacia adentro. Le veo y tiemblo. Está transfigurado, cadavérico, con los ojos hundidos, el paso inseguro, la mirada sin brillo, el cuerpo encorvado, y me parece que han pasado veinte años desde que no le veo. Su vestido es de harapos manchados de sangre y lodo. En otro lugar y ocasión hubiérasele tomado por un mendigo octogenario que venía á pedir una limosna. Acercóse á donde estábamos, y con voz tan débil que apenas se oía, dijo:
—Agustín, hijo mío, ¿qué haces aquí?
—Señor padre—repuso el joven sin inmutarse,—estoy enterrando á Mariquilla.
—¿Por qué haces eso? ¿Por qué tanta solicitud por una persona extraña? El cuerpo de tu pobre hermano yace aún sin sepultura entre los demás patriotas. ¿Por qué te has separado de tu madre y de tu hermana?
—Mi hermana está rodeada de personas amantes y piadosas que cuidarán de ella, mientras ésta no tiene á nadie más que á mí,
D. José de Montoria, sombrío y meditabundo entonces cual nunca le ví, no dijo nada, y empezó á echar tierra en el hoyo, en cuya profundidad habían colocado el cuerpo de la hermosa joven.
—Echa tierra, hijo, echa tierra pronto—exclamó al fin,—pues todo ha concluído. Han dejado entrar á los franceses en la ciudad cuando todavía podía defenderse un par de meses más. Esta gente no tiene alma. Ven conmigo y hablaremos de tí.
—Señor—repuso Agustín con voz entera,—los franceses están en la ciudad, y las puertas han quedado libres. Son las diez: á las doce saldré de Zaragoza para ir al Monasterio de Veruela, donde pienso morir.
La guarnición, según lo estipulado, debía salir con los honores militares por la puerta del Portillo. Yo estaba tan enfermo, tan desfallecido á causa de la herida que recibí en los últimos días, y á causa del hambre y cansancio, que mis compañeros tuvieron que llevarme casi á cuestas. Apenas ví á los franceses, cuando con más tristeza que júbilo se extendieron por lo que había sido ciudad.
Inmensas, espantosas ruínas la formaban. Era la ciudad de la desolación, de la epopeya digna de que la llorara Jeremías y de que la cantara Homero.
En la Muela, donde me detuve para reponerme, se me presentó D. Roque, el cual salió también de la ciudad, temiendo ser perseguido por sospechoso.
—Gabriel—me dijo,—nunca creí que la canalla fuera tan vil. Yo esperaba que en vista de la heróica defensa de la ciudad, serían más humanos. Hace unos días vimos dos cuerpos que arrastraba el Ebro en su corriente. Eran las dos víctimas de esa soldadesca furiosa que manda Lannes: eran Mosén Santiago Sas, jefe de los valientes escopeteros de la parroquia de San Pablo, y el Padre Basilio Boggiero, maestro, amigo y consejero de Palafox. Dicen que á ese último le fueron á llamar á media noche, so color de encomendarle una misión importante, y luego que le tuvieron entre las traidoras bayonetas, lleváronle al puente, donde le acribillaron, arrojándole después al río. Lo mismo hicieron con Sas.
—Y nuestro protector y amigo, D. José de Montoria, ¿no ha sido maltratado?
—Gracias á los esfuerzos del presidente de la Audiencia ha quedado con vida; pero me lo querían arcabucear... nada menos. ¿Has visto cafres semejantes? A Palafox parece que le llevan preso á Francia, aunque prometieron respetar su persona. En fin, hijo, es una gente esa, con la cual no me quisiera encontrar ni en el Cielo. ¿Y qué me dices de la hombrada del mariscalazo Sr. Lannes? Se necesita frescura para hacer lo que él ha hecho. Pues nada más sino que mandó que le llevaran las alhajas de la Virgen del Pilar, diciendo que en el templo no estaban seguras. Luego que vió tal balumba de piedras preciosas, diamantes, esmeraldas y rubíes, parece que le entraron por el ojo derecho... Nada, hijo... que se quedó con ellas. Para disimular esta rapiña, ha hecho como que se las ha regalado la Junta... De veras te digo que siento no ser joven para pelear como tú en contra de ese ladrón de caminos, y así se lo dije á Montoria cuando me despedí de él. ¡Pobre D. José, qué triste está! Le doy pocos años de vida: la muerte de su hijo mayor y la determinación de Agustín de hacerse cura, fraile ó cenobita, le tienen muy abatido y en extremo melancólico.
D. Roque se detuvo para acompañarme, y luego partimos juntos. Después de restablecido continué la campaña de 1809, tomando parte en otras acciones, conociendo nueva gente, y estableciendo amistades frescas ó renovando las antiguas. Más adelante referiré algunas cosas de aquel año, así como lo que me contó Andresillo Marijuán, con quien tropecé en Castilla, cuando yo volvía de Talavera y él de Gerona.
Marzo-Abril de 1874.
fin de zaragoza