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Dispuestas así estas cosas por Numa en gracia y obsequio del pueblo, inmediatamente toma por su cuenta, manejando la ciudad a la manera que el hierro, volverla de dura y guerrera más suave y más justa; porque ésta era verdaderamente la ciudad que Platón llama inflamada habiendo concurrido a ella en el principio de todas partes, por una osadía y un arrojo excesivo, los hombres más resueltos y belicosos; y habiendo servido como de pábulo para el aumento de su poder, los muchos ejércitos y las guerras no interrumpidas; de manera que como las estacas se afirman con los golpes, así ella se fortaleció con los peligros. Juzgando, pues, que no era cosa ligera y de poco trabajo conducir y poner en orden de paz a un pueblo tan exaltado y alborotado, invocó el auxilio de los Dioses, halagando y ablandando en él lo orgulloso y lo guerrero por lo más con sacrificios, con procesiones y con danzas que él mismo celebró e instituyó, y que reunían con la majestad y aparato un atractivo gracioso y cierto placer que inspiraba humanidad. En ocasiones denunciaba terrores de parte de los Dioses, y fantasmas monstruosas de Genios, y voces infaustas, cautivando y anonadando sus ánimos por medio de la superstición; de donde principalmente se originó la opinión de haber sido instruido y educado por Pitágoras, que le fue contemporáneo; porque fue gran refugio para ambos, para el uno en la filosofía y para el otro en la política, su inmediación y trato con los Dioses; y aun se dice que aquel fasto y pompa exterior se tomó también de la misma conducta de Pitágoras. Porque parece asimismo que éste domesticó un águila, a la que paraba con ciertas palabras y la hacía venir volando sobre su cabeza; y en Olimpia mostró un muslo de oro, en ocasión de concurrir a aquellos juegos, con otros muchos artificios y acciones prodigiosas que de él se refieren, y con motivo de las cuales Timon el fliasio dijo: De entre los hombres quita a ese ambicioso de Pitágoras, diestro en embelecos, y en palabras profuso altisonantes. El artificio de Numa era el amor hacia él de una Diosa o Ninfa de los montes, y el trato arcano que con él tenía, como ya se ha dicho, y su continuo comercio con las Musas, porque la mayor parte de sus vaticinios los refirió a las Musas, y enseñó a los Romanos a venerar más especial y magníficamente a una Musa, a la que llamó Tácita, como silenciosa o muda; lo que parece que es de quien recuerda y tiene en estima la taciturnidad pitagórea. También sus establecimientos acerca de los simulacros parecen hermanos de los dogmas de Pitágoras; porque fue opinión de éste que lo primero, o principio, no era sensible o pasible, sino invisible, incorruptible, inteligible; y del mismo modo Numa prohibió a los Romanos que imaginasen en Dios figura de hombre o de animal: así, al principio, no se vio entre ellos, ni en pintura ni en estatua la imagen de dios, sino que en los primeros ciento y setenta años tuvieron sí templos, y levantaron santuarios, mas no hicieron estatua o simulacro alguno: no dieron, pues, semejanza a lo santo, a lo excelente de lo inferior, ni a Dios se le pudo comprender por otro medio que con el entendimiento. Lo relativo a los sacrificios participó asimismo de los ritos de Pitágoras, porque aquellos eran incruentos, haciéndose por lo común con farro, con libaciones y cosas que estaban muy a la mano. Fuera de esto, de otros argumentos exteriores se han valido los que han hecho cotejo de uno con otro. Uno de estos argumentos es que los Romanos adoptaron por ciudadano a Pitágoras, según que en un discurso dedicado a Antenor lo dejó escrito Epicarmo el Cómico, hombre antiguo y que participó de la enseñanza de Pitágoras. Otros traen también a cuenta el que habiendo tenido Numa cuatro hijos, a uno le dio el nombre del hijo de Pitágoras, llamándole Mamerco. De éste desciende la familia de los Emilios, incorporada con las patricias, y ese nombre viene de querer el rey adular a Pitágoras, con representar así la festividad y gracia de su lenguaje. Yo mismo en Roma he oído referir a muchos que habiéndoseles dado en tiempos pasados el oráculo de que tuvieran consigo al más juicioso y al más valiente de los griegos, pusieron en la plaza dos estatuas de bronce, la una de Alcibíades y la otra de Pitágoras. Mas querer, o impugnar, o persuadir estas cosas, que envuelven mil opiniones diversas, sería gastar el tiempo en disputas pueriles.

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