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Al tiempo de ir a la cena se le anunció que entre los cautivos habían sido conducidas la madre y la mujer de Darío y dos hijas doncellas, las cuales, habiendo visto el carro y el arco de éste, habían empezado a herirse el rostro y a llorar teniéndole por muerto. Paróse por bastante rato Alejandro, y mereciéndole más cuidado los afectos de estas desgraciadas que los propios, envió a Leonato con orden de decirles que ni había muerto Darío ni debían temer de Alejandro, porque con Darlo estaba en guerra por el imperio, pero a ellas nada les faltaría de lo que reinando aquel se entendía corresponderles. Si este lenguaje pareció afable y honesto a aquellas mujeres, todavía en las obras se acreditó más de humano con unas cautivas, porque les concedió dar sepultura a cuantos Persas quisieron, tomando las ropas y todo lo demás necesario para el ornato de los despojos de guerra; y de la asistencia y honores que disfrutaban, nada se les disminuyó, y aun percibieron mayores rentas que antes; pero el obsequio más loable y regio que de él recibieron unas mujeres ingenuas y honestas reducidas a la esclavitud fue el no oír ni sospechar ni temer nada indecoroso, sino que les fue lícito llevar una vida apartada de todo trato y de la vista de los demás, como si estuvieran, no en un campamento de enemigos, sino guardadas en puros y santos templos de vírgenes; y eso que se dice que la mujer de Darío era la más bien parecida de toda la familia real, así como el mismo Darío era el más bello y gallardo de los hombres, y que las hijas se parecían a los padres. Pero Alejandro, teniendo, según parece, por más digno de un rey el dominarse a sí mismo que vencer a los enemigos, ni tocó a éstas ni antes de casarse conoció a ninguna otra mujer, fuera de Barsina, la cual, habiendo quedado viuda por la muerte de Memnón, había sido cautivada en Damasco. Había recibido una educación griega, y siendo de índole suave e hija de Artabazo, tenida en hija del rey, fue conocida por Alejandro a instigación, según dice Aristobulo, de Parmenión, que le propuso se acercase a una mujer bella que unía a la belleza el ser de esclarecido linaje. Al ver Alejandro a las demás cautivas, que todas eran aventajadas en hermosura y gallardía, dijo por chiste: “¡Gran dolor de ojos son estas Persas!” Con todo, oponiendo a la belleza de estas mujeres la honestidad de su moderación y continencia, pasaba por delante de ellas como por delante de imágenes sin alma de unas estatuas.

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