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Dicen que primero fueron consagradas por Numa las vestales Gegania y Berenia, y después Canuleya y Tarpeya, y que últimamente por Servio se añadieron otras dos; y este es el número que se ha conservado hasta estos tiempos. El término prefijado por el rey a la continencia de estas sagradas vírgenes es el de treinta años: de él, en la primera década aprenden lo que tienen que hacer; en la segunda ejecutan lo que aprendieron, y en la tercera enseñan ellas a otras. Después de pasado este tiempo, a la que quiere se le permite casarse y abrazar otro género de vida, retirándose del sacerdocio; aunque se dice que no han sido muchas las que se han valido de esta concesión, y que a las que se han valido de ella no les han sucedido las cosas prósperamente, sino que entregadas al arrepentimiento y al disgusto por el resto de sus días, ha sido causa de superstición para las demás, tanto que hasta la vejez y la muerte han aguantado permaneciendo vírgenes. Concédenseles grandes prerrogativas, entre ellas la de testar viviendo todavía el padre, y hacer sin necesidad de tutores sus negocios, como las que son madres de tres hijos: llevan lictores cuando salen a la calle; y si por caso se encuentra con ellas uno que es llevado al suplicio, no se le quita la vida; pero es necesario que jure la virgen que el encuentro ha sido involuntario y fortuito, no preparado de intento; el que pasa por debajo de la litera cuando van en ella paga con la vida. Castígaselas también, y la pena suele ser golpes dados por Pontífice Máximo, para lo que algunas veces desnudan a la culpada en un lugar oscuro, corriendo una cortina. La que ha violado la virginidad es enterrada viva junto a la puerta llamada Colina, donde a la parte de adentro de la ciudad hay una eminencia que se extiende bastante, llamada en latín el montón. Hácese allí una casita subterránea muy reducida, con una bajada desde lo alto; tiénese dispuesta en ella una cama con su ropa, una lámpara encendida, y muy ligero acopio de las cosas más necesarias para la vida, como pan, agua, leche en una jarra, aceite, como si tuvieran por abominable destruir por el hambre un cuerpo consagrado a grandes misterios. Ponen a la que va a ser castigada en una litera, y asegurándola por afuera, y comprimiéndola con cordeles para que no pueda formar voz que se oiga, la llevan así por la plaza. Quedan todos pasmados y en silencio, y la acompañan sin proferir una palabra, con indecible tristeza: de manera que no hay espectáculo más terrible, ni la ciudad tiene día más lamentable que aquel. Cuando la litera ha llegado al sitio, desátanle los ministros los cordeles, y el Pontífice Máximo, pronunciando ciertas preces arcanas y tendiendo las manos a los Dioses por aquel paso, la conduce encubierta, y la pone sobre la escalera que va hacia abajo a la casita; vuélvese desde allí con los demás sacerdotes, y luego que la infeliz baja, se quita la escalera, y se cubre la casita, echándole encima mucha tierra desde arriba, hasta que el sitio queda igual con todo aquel terreno; y ésta es la pena que se impone a las que abandonan la virginidad que habían consagrado.

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