Abrióse el testamento de César y se encontró que a cada uno de los ciudadanos romanos dejaba un legado de bastante entidad: con esto, y con haber visto el cadáver cuando lo pasaban por la plaza mutilado con tantas heridas, ya la muchedumbre no guardó orden ni concierto, sino que recogiendo por la plaza escaños, celosías y mesas, hizo una hoguera y poniendo sobre ella el cadáver lo quemó. Tomaron después tizones encendidos y fueron corriendo a dar fuego a las casas de los matadores. Otros recorrieron toda la ciudad en busca de éstos para echarles mano y hacerlos pedazos; mas no dieron con ninguno de ellos, porque todos estaban bien resguardados y defendidos. Sucedió que un ciudadano llamado Cina, amigo de César, había tenido, según dicen, en la noche anterior un sueño muy extraño; porque le parecía que era convidado por César a un banquete, y que excusándose era tirado por éste de la mano contra su voluntad y resistiéndose. Cuando oyó que en la plaza se estaba quemando el cadáver de César, se levantó y marchó allá por honrarle, no obstante que tenía presente el ensueño y estaba con calentura. Violo uno de tantos; y a otro que le preguntó le dijo cómo se llamaba; éste a otro, y en un instante corrió por todos que aquel era uno de los matadores de César, porque, realmente, entre los conjurados había habido un Cina del mismo nombre; y tomándole por éste le acometieron sin detenerse y le hicieron pedazos. Concibiendo de aquí temor Bruto y Casio, sin que hubiesen pasado muchos días se ausentaron de la ciudad. Qué fue lo que después hicieron y padecieron hasta el fin, lo hemos declarado en la Vida de Bruto.