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La mujer de éste, que se llamaba Julia, de la familia de los Césares, competía en bondad y honestidad con las más acreditadas de su tiempo. Bajo su cuidado fue educado Antonio después de la muerte del padre, estando ya casada en segundas nupcias con Cornelio Léntulo, aquel a quien Cicerón dio muerte por ser uno de los conjurados con Catilina. Así, parece haber sido la madre el motivo y principio de la violenta enemistad de Antonio contra Cicerón, pues dice Antonio que no pudieron conseguir que el cadáver de Léntulo les fuera entregado sin que primero intercediera su madre con la mujer de Cicerón; pero todos convienen en que esto es falso, porque Cicerón no impidió el que se diese sepultura a ninguno de los que entonces sufrieron el último suplicio. Era Antonio de bella figura, y se dice que fue para él como un contagio la amistad y confianza con Curión; pues siendo éste desenfrenadamente dado a los placeres, para tener a Antonio más a su disposición lo precipitó en francachelas, en el trato con rameras y en gastos desmedidos e insoportables, de resulta de lo cual contrajo la cuantiosa deuda, muy desproporcionada con su edad, de doscientos cincuenta talentos, habiendo salido Curión fiador por toda ella; lo que, sabido por el padre, echó a Antonio de casa. De allí a bien poco tiempo se arrimo a Clodio, el más atrevido e insolente de todos los demagogos, que con sus violencias traía alterada la república; pero luego se fastidió de su desenfreno, y temiendo a los que ya abiertamente hacían la guerra a Clodio, partió de Italia a la Grecia, donde se detuvo ejercitando el cuerpo para las fatigas de la guerra e instruyéndose en el arte de la oratoria. El estilo y modo de decir que adoptó fue el llamado asiático, que, sobre ser el que más florecía en aquel tiempo, tenía gran conformidad con su genio hueco, hinchado y lleno de vana arrogancia y presunción.

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