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En Siracusa, los generales de Dionisio durante el día hicieron inmensos males en la ciudad: pero venida la noche se retiraron a la ciudadela, perdido unos cuantos de los suyos; entonces, haciéndose animosos los demagogos de los Siracusanos, y esperando que los enemigos se pararían en lo ejecutado, excitaban otra vez a los ciudadanos a que no hicieran cuenta de Dion, y si venía con sus soldados, no recibirlos, ni darles esta prueba de que se los reconocía como aventajados en valor, sino salvar ellos por sí mismos la ciudad y la libertad. Enviaron, pues, de nuevo mensajeros a Dion los generales, disuadiéndole de venir, y los de caballería con los principales ciudadanos, diciéndole que acelerase el paso; y por lo mismo caminaba con reposo y sosiego. Llegada la noche, los enemigos, de Dion ocuparon las puertas con ánimo de cerrárselas; pero Nipsio, dando otra vez salida de la ciudadela a las tropas asalariadas, que mostraban todavía mayor ardor y fueron entonces en mayor número, destruyó desde luego todo el muro y asoló y saqueó la ciudad. Dábase ya muerte, no sólo a los hombres, sino a las mujeres y a los niños; era muy poco lo que se robaba, y mucho lo que se destrozaba y hacía pedazos. Porque, dándose ya los de Dionisio por perdidos y aborreciendo de muerte a los Siracusanos, querían sepultar, digámoslo así, la tiranía entre las ruinas de la ciudad, y, anticipándose a la venida de Dion, recurrían a la destrucción y perdición más pronta, que es la del fuego, dándole con tizones y hachas a lo que tenían cerca, y lanzando con los arcos a lo que les caía lejos saetas encendidas. Huían los Siracusanos, y de ellos unos eran cogidos y asesinados en las calles, y los que se recogían a las casas eran echados de ellas por el fuego, siendo ya muchas las que ardían y caían encima de los que las abandonaban.

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